El Druida (31 page)

Read El Druida Online

Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

—¿Qué quieres, Ainvar? —me preguntó ella a través de la puerta entornada.

Detrás se oía el familiar estrépito doméstico que producían el marido y los hijos.

—Necesito que interpretes esto para mí, Keryth. Sal al silencio.

Saqué la copa y se la entregué. Para un vidente druida, muchas cosas ocultas son visibles. A menudo les basta tocar un objeto para ver acontecimientos pasados que implican a la última persona que lo usó. Ninguno de nosotros es sólido. Una minúscula porción de nosotros mismos penetra en todo lo que tocamos, dejando impresiones.

Keryth dijo algo por encima del hombro a su familia y luego desapareció de mi vista el tiempo suficiente para ir en busca de su manto. Cuando salió a la noche conmigo, recorrimos un corto trecho bajo las estrellas.

Entonces se detuvo y empezó a dar vueltas a la copa, un recipiente de plata pulimentada, el mejor que podía ofrecer el jefe druida, una y otra vez en sus manos. Sus ojos estaban velados; su rostro, inexpresivo a la luz de las estrellas. El espíritu de Keryth se retiró a algún lugar lejano.

Aguardé, concentrándome en Tasgetius.

Cuando Keryth habló, su voz llegó desde muy lejos.

—Madera muerta —dijo ásperamente.

—¡Sí, eso es! Sigue.

—La madera muerta debe ser cortada. Un buen golpe, cuando esté de espaldas. En el calor del combate, un líder puede recibir una lanzada en la espalda y no saber jamás de dónde ha venido.

Siguió una risa triunfante, pero no en la voz de Keryth, que estaba en otro lugar. El ser que habló se dirigió a mí desde la copa.

—¡Una buena lanzada! —graznó—. ¡Si eso no mata al viejo necio, por lo menos acortará los días de su reinado!

Conocía esa voz. Cerré los ojos y vi la mano grande y pecosa de Tasgetius con su espesa cabellera rojiza que le caía sobre la espalda, le vi arrojando traicioneramente una lanza a la espalda del inconsciente Nantorus.

Cierto que la herida no había sido fatal, pero añadida a todas las demás heridas que Nantorus había recibido durante los años en que dirigió a nuestros guerreros en el combate, fue suficiente para obligarle a abdicar. Nuestro rey debía ser fuerte y vigoroso, pues simbolizaba a la tribu.

Mi cabeza me indicó que el asesinato no era una costumbre celta. Nuestro método era el desafío abierto, la prueba y la elección.

El asesinato nos llegó con los romanos, y sus resultados fueron reyes como Potomarus y Tasgetius.

Me quedé con Keryth hasta que ella volvió en sí.

—¿Has descubierto lo que querías, Ainvar? —me preguntó en voz débil y aturdida.

—Más de lo que esperaba —repliqué sombríamente.

Cuando regresé a mi alojamiento, Tasgetius seguía tendido en el suelo, roncando. Pasé por encima de él como lo habría hecho sobre excrementos de cerdo.

Al día siguiente se marchó, cuando vio que no quedaba más buen vino que beber. Tenía los ojos enrojecidos y la piel pálida. Mientras su carroza cruzaba la puerta del fuerte, concentré todas las fibras de mi ser en enviarle un dolor de cabeza que no olvidaría jamás.

Antes de que transcurriera media luna llegaron al fuerte las carretas de los mercaderes, cargadas con barricas de vino. Vino de la Provincia, fragante y exquisito. Mi paladar ansiaba su caricia, pero despedí a los mercaderes sin darles ocasión de descargar su mercancía. Por supuesto, informarían del incidente a Tasgetius, pero eso no tenía remedio.

Nos las arreglaríamos sin lo que ofrecían los romanos.

La rueda giraba y yo estaba ocupado en el ciclo interminable de los rituales, celebraciones, instrucción y supervisión, esforzándome por mantener a mi pueblo en equilibrio con la tierra que nos sustentaba y con el Más Allá que subyacía en todo. Nada debía cogerse del suelo sin darle algo a cambio. El agua tenía que ser siempre dulce. Ningún animal debía ser matado para alimento o como sacrificio sin que primero se hubiera propiciado su espíritu. Las pautas de nuestra existencia debían conformarse a las pautas del viento y el agua, el sol y la lluvia, la luz y la oscuridad. Moverse y fluir, evitar los bordes agudos, cantar...

Tasgetius envió a otros mercaderes con más vino. Y por segunda vez los rechacé.

Sulis proseguía sus esfuerzos para lograr que Briga aceptara ser una aprendiza de curandera. Inevitablemente yo me encontraba con Crom Daral, Briga o ambos en el fuerte. Con la expresión impasible de Menua, sólo les permitía verme como el jefe druida y hacía caso omiso de las insolencias de Crom.

Sin embargo, a veces me alzaba la capucha y mis ojos seguían a Briga sin que ella lo supiera. Parecía cansada y estaba ojerosa. Su dulce redondez estaba desapareciendo.

Como jefe druida, yo sabía perfectamente lo lejos que estábamos de Beltaine y las fiestas del matrimonio.

Entretanto, Lakutu se mostraba de lo más servicial. Preveía mis necesidades con tal exactitud que yo no necesitaba pensar en esas cosas y podía entregarme por entero a mi profesión. La única queja que tenía de ella era que se negaba a aprender mi lenguaje, pero de todos modos no tenía tiempo para hablar con Lakutu. Por la noche, cuando me tendía en el jergón demasiado cansado para disfrutar de su cuerpo, por lo menos ella no se quejaba. Jamás emitía una queja.

Lamentablemente, la tercera vez que llegaron los mercaderes yo estaba ausente del fuerte. Al frente de un grupo de adivinos y trabajadores, había ido a preparar un viñedo que estábamos cultivando al otro lado del río Autura. Los adivinos caminaban descalzos, para notar así los ocultos caminos de la vida en la tierra. Allí plantamos los sarmientos y los sujetamos con rodrigones, luego los regamos con sangre y estimulamos con un ritual que yo había dedicado muchas noches a diseñar.

Me había tendido en mi jergón con un paño empapado en las heces del vino de Menua —lo único que quedaba ahora, tras la visita de Tasgetius— aplicado a mi rostro mientras su aroma me hacía adivinar la música que invocaría la magia de la uva.

Estaba cantando la canción a los viñedos recién plantados cuando las carretas de los mercaderes romanos cruzaron chirriantes las puertas del fuerte.

Cuando regresamos, los mercaderes habían hecho un buen negocio. Se oía en el aire el tintineo de las monedas. Entre nosotros preferíamos el trueque, pero mucho tiempo atrás habíamos aprendido a imitar la acuñación griega y luego la romana, hasta que al fin ideamos monedas para nuestros propios objetivos comerciales. El tintineo metálico fue un grito de advertencia para mí.

—¿Quién les ha dejado entrar? —pregunté al centinela de la puerta, un hermano menor de Ogmios.

—El rey los envió. ¿Quién era yo para negarles la entrada?

Le dejé y me abrí paso entre la muchedumbre apiñada alrededor de las carretas. La gente ni siquiera reparaba en mí, en su afán de trocar buenas pieles y objetos de bronce bien hechos por brazaletes de artesanía inferior importados.

—¿Quién es el encargado? —pregunté.

—Yo soy, y éstas son mis carretas —replicó un hombre cetrino de sonrisa profesional y mirada dura y mezquina.

—Galba Plancus —reconocí—. Creo que la última vez que estuviste aquí te dije que no volvieras a menos que yo te convocara.

—Así es, Ainvar, en efecto. —Se restregó las manos como si así se liberase de la culpabilidad—. Y jamás habría desobedecido al jefe druida de los carnutos de no haber insistido el mismo rey, nuestro noble Tasgetius. ¿Qué hace un pobre mercader cuando se encuentra cogido entre dos fuegos?

Sonrió conciliadoramente y se encogió de hombros en un estilo más galo que romano. Plancus llevaba largo tiempo en nuestra tierra.

Tasgetius había insistido, lo cual revelaba que el rey finalmente había entrado en sospechas. Me sorprendió que hubiera tardado tanto tiempo en darse cuenta de que el sucesor elegido por Menua estaba imbuido de sus enseñanzas.

—Tasgetius dice que debéis tener un suministro del mejor vino en vuestros almacenes para toda la estación —decía Plancus— y lo más escogido de los artículos traídos recientemente desde la Provincia, en honor de tu posición. De hecho, el rey cree que es hora de que establezcamos aquí un puesto comercial permanente para vuestra conveniencia.

¡El rey cree! Oculté la cólera que me producía la idea de que los romanos se construyeran casas en el Fuerte del Bosque. Con un fingido pesar respondí.

—Pero aquí, como puedes ver, Plancus, tenemos muy poco espacio. Nuestras paredes están llenas de alojamientos y cobertizos. Éste es un pequeño asentamiento y ya lo llenamos por completo, no tenemos espacio para vosotros. Tampoco os permitiría construir fuera de la empalizada —me apresuré a añadir, rechazando así la sugerencia que sin duda iba a hacerme, a juzgar por su expresión—. Hay lobos, claro..., y ataques constantes por parte de las otras tribus. No estaríais seguros.

La sonrisa del hombre casi se desvaneció.

—¿Ataques? No tenía noticia...

—Ésta es la Galia peluda —le dije suavemente—. Ya sabes cómo somos, siempre en guerra unos con otros. No querríamos que nuestros amigos del sur resultaran perjudicados y creo que lo mejor será que regreséis sanos y salvos a Cenabum.

Mis ojos exploraban la multitud mientras hablaba. Vi a Tarvos a cierta distancia y le llamé a mi lado con un ligero movimiento de la cabeza.

—Que Ogmios y un grupo de guerreros escolten a los mercaderes hasta Cenabum. Ve con ellos por lo menos una jornada, para asegurarte de que completan el viaje y no intentan regresar aquí.

Esto último lo dije entre dientes.

Plancus trató de seguir discutiendo, pero yo no estaba de humor para escucharle. Había viajado, había visto lo seductora que era la mercancía romana cuando la exponían, reluciente, ante los ojos deslumbrados de los galos. Sólo veían las finas telas y los brillantes esmaltes. No se daban cuenta del precio que en última instancia había que pagar por adoptar el estilo de vida romano.

La gente que se apiñaba alrededor de las carretas de los mercaderes nunca había estado junto a una plataforma de subastas durante una venta de esclavos.

Cuando la última carreta cruzó traqueteando la puerta, exhalé un hondo suspiro de alivio. Mi acción sólo había servido para ganar un poco de tiempo. Tasgetius se había alineado con los romanos. Pronto me vería obligado a enfrentarme a él directamente... pero confiaba en que por entonces estaría mejor preparado.

Por desgracia, el desagrado personal que me producía aquel hombre me impidió considerar la posibilidad de que fuera inteligente.

Permanecí en la entrada largo tiempo, observando hasta que el polvo se posó tras los mercaderes que se alejaban. Cuando me daba la vuelta, noté que me tiraban del brazo.

—¡Ainvar! —exclamó Damona con el rostro demudado—. ¡Ve a tu alojamiento, deprisa!

—¿Qué ocurre?

—Lakutu está enferma. ¡Creo que se está muriendo!

Eché a correr.

Lakutu yacía a los pies de mi jergón, encogida, apretándose el vientre con los brazos, y su rostro contorsionado estaba lívido. Cuando pronuncié su nombre soltó un gemido y luego vomitó un delgado hilo de baba amarillenta que olía a fruta amarga.

—¿Qué ha ocurrido, Damona?

—Cuando ordenaste a los mercaderes que se marcharan, vine aquí para ayudar a Lakutu, pues le estaba enseñando a coser. Uno de los mercaderes se presentó en la puerta con una cesta de higos secos y dijo que eran para ti. Cuando Lakutu vio la fruta se excitó mucho. Cogió uno y se lo comió antes de que yo pudiera detenerla. En cuanto me di cuenta de que la había enfermado, arrojé el resto al fuego, pero era demasiado tarde.

Demasiado tarde para Lakutu, que de repente se vio ante un manjar besado por el sol que no había probado en muchas estaciones, un alimento familiar del sur. Se le podía perdonar su gula, pues le había costado cara. Había tomado un veneno dirigido a mí.

Tasgetius debía de haber ordenado a los mercaderes que me mataran si volvía a rechazarlos.

Pero esta vez había perjudicado a la persona más impotente entre todos nosotros. Por Lakutu, incluso más que por Menua y Nantorus, le haría pagar. En su momento, a mi manera, en un estilo apropiado a su crimen.

Lakutu se convulsionó. Abandoné mis pensamientos y corrí en busca de Sulis.

Su madre me recibió en la puerta del alojamiento familiar.

—No está aquí, Ainvar —me dijo—. Esta mañana, temprano, fue río abajo, a una de las granjas. Un hombre ha sido herido por un buey.

Giré sobre mis talones y corrí al alojamiento de Crom Daral.

—¡Briga! —grité, mientras golpeaba la puerta—. ¡Te necesito!

—Vete, druida —respondió la voz hostil de Crom Daral.

—¡Briga! —grité de nuevo.

Lancé mi peso contra la puerta, que él no había pensado en atrancar. Cedió y los pesados tablones de roble hicieron chirriar los goznes. Briga estaba al fondo de la estancia, restregando un cuenco de cobre con arena húmeda para pulimentarlo. Cuando entré se puso en pie, con la boca entreabierta por la sorpresa. Crucé el aposento de un salto.

—Ven conmigo, necesito a alguien capaz de curar.

Crom Daral me golpeó en un lado de la cabeza. Me tambaleé hacia atrás. En un abrir y cerrar de ojos se abalanzó sobre mí y me cubrió de golpes. Su puño me alcanzó en un lado de la mandíbula y hubo un estallido de estrellas detrás de mis párpados. Mientras caía, tuve la vaga certeza de que Crom intentaba coger un arma... Hice un esfuerzo enorme para aferrarme a la conciencia.

Crom Daral estaba ante mí, agazapado a medias. La luz del fuego brillaba en el arma que sostenía.

Impulsándome en los nudillos y las rodillas, me lancé contra él y le golpeé bajo el mentón con la cabeza. Él soltó un gruñido y cayó hacia atrás. El atizador del fuego tintineó al caer sobre el hogar de piedra. Incluso mientras caía, Crom torció el cuerpo, tratando de cogerlo de nuevo.

Abalanzándome nuevamente, le apliqué el antebrazo en la garganta con todo mi peso. Él corcoveó, se retorció, boqueó en busca de aire, pero seguí apretándole hasta que quedó inmóvil. Entonces me puse en cuclillas respirando con dificultad.

Crom aún estaba vivo, su respiración entrecortada llenaba el aposento. No tardaría en recuperarse. Entretanto, me volví hacia Briga.

—Lo digo en serio, te necesito.

—Has dicho que necesitabas a alguien capaz de curar. ¿Por qué no se lo dices a Sulis?

—Se ha ausentado del fuerte y es la única curandera que tenemos aquí. Excepto..., ¿quieres venir?

Other books

Going to the Chapel by Janet Tronstad
Kayden: The Past by Chelle Bliss
Summer Moon by Jill Marie Landis
Out of the Ashes by Michael Morpurgo
Pride & Princesses by Day, Summer
The Chimera Sequence by Elliott Garber
The Buenos Aires Quintet by Manuel Vazquez Montalban
Catch as Cat Can by Claire Donally