El Encuentro (5 page)

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Authors: Frederik Pohl

Pero no era culpa suya, ciertamente. Ni tampoco era culpa suya que los malditos enfurecidos terroristas hubieran tomado su ejemplo como fuente de inspiración y estuvieran volviéndonos locos a todos otra vez, siempre que podían... pero si retomamos la cuestión de la «culpa» y de ese otro término con ella relacionado, «culpabilidad», nos encontraremos de nuevo con Sigfrid von Shrink antes de que nos demos cuenta, y de lo que estamos hablando ahora es de Audee Walthers.

También aquí es necesario aclarar lo que dice Robin. Los Heechees estaban muy interesados en los seres vivos, en especial de la vida inteligente o de los seres que la prometían. Poseían un recurso que les permitía conocer los sentimientos de las criaturas a mundos de distancia.

El problema era que ese sistema permitía lo mismo recibir que transmitir. Las propias emociones del operador eran percibidas por los sujetos. Si quien utilizaba la máquina estaba triste, o deprimido —o loco—, las consecuencias eran funestas. El muchacho, Wan, poseía una de esas máquinas en el lugar en que había sido abandonado de niño. Él la llamaba «diván de los sueños» —los académicos la rebautizarían después con el nombre de Transceptor telepático —psicoquinético—, y cuando la usaba, tenían lugar los fenómenos que Robin describe de manera tan subjetiva.

No es que Walthers fuera un buen samaritano, pero no podía abandonar a aquel hombre en la calle. Mientras le conducía al apartamento que compartía con Dolly, Walthers estaba muy lejos de saber a ciencia cierta por qué lo hacía. El hombre estaba herido, pero para eso estaban los centros de primeros auxilios, y además era poco agraciado en sus modales. Mientras avanzaban, de camino hacia la barriada llamada Pequeña Europa, el hombre fue reduciendo su oferta monetaria y no hizo más que quejarse de la cobardía de Walthers; para cuando se dejó caer sobre el camastro plegable de Walthers, la oferta había quedado reducida a doscientos cincuenta dólares, y sus comentarios acerca del carácter de Walthers habían sido incesantes.

Por lo menos el hombre había dejado de sangrar. Se incorporó y miró al apartamento que le rodeaba con desprecio. Dolly no había vuelto a casa todavía, y había dejado, cómo no, el apartamento hecho un desastre; platos sucios sobre la mesa plegable, sus marionetas esparcidas por todas partes, ropa interior escurriéndose sobre el fregadero y un suéter colgado del pomo de la puerta.

—Menudo asco de sitio —dejó caer el huésped indeseado—. No vale los doscientos cincuenta dólares.

Una airada respuesta afloró a los labios de Walthers. Se la tragó como todas las demás que había ido reprimiendo durante la última media hora: ¿de qué iba a servirle?

—Le ayudaré a lavarse —le contestó—. Después, puede irse.

Los labios magullados ensayaron una mueca de desprecio.

—Qué estúpido por su parte haber dicho eso —dijo el hombre—, ya que soy el capitán Juan Henriquette Santos-Schmitz. Poseo mi propia nave espacial, y acciones y royalties en las naves de transporte que suministran a este planeta, entre otras muchas actividades de primer orden, y se dice de mí que soy la undécima persona más rica de la humanidad.

—Nunca he oído hablar de usted —masculló Walthers, haciendo correr agua caliente en el interior de una palangana. Pero no era verdad. Había transcurrido mucho tiempo, cierto, pero algo había, algún recuerdo. Alguien que había aparecido en los noticieros de la TV cada hora durante una semana y luego cada semana durante un mes o dos. Sin duda, no hay nadie a quien se olvide con tanta facilidad diez años después como quien ha sido famoso durante un mes.

—Usted es el muchacho que creció en aquel hábitat Heechee —dijo de pronto.

—¡Exacto! ¡Ay, me está haciendo daño! —gimió el hombre.

—Bueno, pues quédese quieto —contestó Walthers, preguntándose qué hacer con la undécima persona más rica del mundo. A Dolly le encantaría conocerlo, claro está. Pero una vez que Dolly consiguiera superar sus emociones, ¿qué intrigas maquinaría ella para aprovecharse de toda aquella riqueza y comprar con ella una plantación insular, una casa de verano en Heather Hills, o un billete de vuelta a casa?, ¿sería mejor, a la larga, hacer que el hombre permaneciera en casa con algún pretexto hasta que Dolly llegara a casa o facilitarle la salida y explicárselo luego todo a Dolly?

Los dilemas que se ponderan en demasía se resuelven por sí solos; ése se resolvió cuando la puerta crujió y chirrió al entrar Dolly.

Fuera cual fuera el aspecto que Dolly ofrecía en casa —a veces sus ojos lagrimeaban por culpa de alguna alergia a la flora peggysiana, casi siempre de mal humor, rara vez con el cabello en orden—, al salir de casa estaba siempre deslumbrante. Claramente deslumbró al inesperado visitante al entrar, y, aunque llevaba más de un año casado con aquella sorprendentemente esbelta figura y con aquel impasible rostro de alabastro, y pese a conocer la estricta dieta merced a la cual se conseguía la primera y el defecto dental que requería el segundo, casi deslumbró también a Walthers.

Walthers la saludó con un beso y un abrazo; ella le devolvió el beso, pero no con demasiada atención. Miraba, por encima de él, en dirección al extraño. Con los brazos todavía en torno de ella, Walthers dijo:

—Querida, éste es el capitán Santos-Schmitz. Estaba peleándose y le he traído aquí...

Ella le empujó.

—¡Júnior, espero que no...!

Le llevó un instante comprender el malentendido en que Dolly había caído.

—¡Oh, no, Dolly! La pelea no era conmigo. Yo sólo pasaba por allí.

La expresión de ella se afianzó y se volvió al invitado.

—Por supuesto que eres bienvenido aquí, Wan. Déjame ver qué te han hecho.

Santos-Schmitz se hinchó de satisfacción.

—Me conoces —le dijo, permitiéndole palpar las vendas que Walthers acababa de aplicarle.

—¡Por supuesto, Wan! Todos en Port Hegramet te conocen. —Sacudió compadecida su cabeza al ver su ojos morados—. Te hiciste notar anoche en el Spindle Lounge.

Él se echó hacia atrás para verla mejor.

—¡Ah, claro! La animadora. Vi tu actuación.

Dolly Walthers rara vez sonreía, pero tenía un modo de arrugar las comisuras de sus ojos y estrechar los bellos labios que valía más que cualquier sonrisa; era una expresión atractiva. La mostró a menudo mientras acomodaban a Santos-Schmitz, mientras le daban de beber café y escuchaban sus explicaciones de por qué los libaneses se habían equivocado al enfurecerse con él. Si Walthers había creído que Dolly iba a reprocharle el haber traído a casa a aquel individuo, se dio cuenta de que nada debía temer en tal sentido. Pero a medida que se hacía tarde empezó a ponerse nervioso.

—Wan —dijo—, tengo que volar mañana y me imagino que preferirás volver a tu hotel.

—Desde luego que no —le reconvino su esposa—. Hay sitio suficiente en el apartamento. Puede dormir en la cama, tú en el sofá y yo me acostaré en la hamaca del cuarto de costura.

Walthers estaba demasiado sorprendido para refunfuñar, aún más para contestar. Era una idea estúpida. Por descontado que Wan querría regresar a su hotel, y por descontado que Dolly estaba simplemente tratando de ser obsequiosa; sin duda que ella no podía desear todo aquel tinglado para acomodarse que les iba a privar de toda intimidad justo la noche antes de que él saliera de nuevo a volar con los irascibles árabes. Por ello esperó confiado a que Wan les pidiera que le disculparan y a que su mujer se dejara convencer; al poco su confianza en ello disminuyó y finalmente se disipó. Aunque Walthers era un hombre de talla corta, el sofá era aún más corto que él, y se pasó toda la noche dando vueltas y más vueltas, deseando no haber oído jamás el nombre de Juan Henriquette Santos-Schmitz.

No era sólo que Wan fuera una persona desagradable, y no era culpa suya, desde luego (sí, sí, Sigfrid, lo sé, sal de mi cabeza). Era además un fugitivo de la justicia, o lo habría sido, de haber sabido alguien con exactitud qué era lo que había apandado de entre los artefactos Heechees.

Al decirle a Walthers que era rico, no había mentido. Por el mero hecho de que su madre le había traído al mundo en un artefacto Heechee en el que no había ningún otro ser humano, había adquirido, por nacimiento, derechos sobre abundante tecnología Heechee. Esto supuso para él disponer de mucho dinero, una vez que los tribunales dispusieron del tiempo suficiente para parar mientes en ello. Supuso también, en el fuero interno de Wan, la creencia de que cualquier cosa Heechee con que se encontrara que no tuviera dueño expreso, le pertenecía. Se había hecho con una nave Heechee —eso lo sabía todo el mundo— pero con su dinero compró a los abogados que consiguieron paralizar la demanda interpuesta por la Corporación de Pórtico con la que pretendían que los tribunales se la hicieran devolver. También se había hecho con algunos instrumentos Heechees poco corrientes, y si alguien hubiera sabido de qué se trataba realmente, el asunto habría saltado a los tribunales en un santiamén y Wan se habría convertido en el enemigo público número uno en lugar de ser un mero fastidio. Así que Walthers tenía todo el derecho del mundo a odiarle, aunque, por supuesto, no fuera por las razones arriba mencionadas.

Cuando Walthers vio a los libios a la mañana siguiente, estaban resacosos y de mal humor. Walthers se sentía peor, y la diferencia estribaba en que su humor era todavía más negro y eso que él no estaba bajo los efectos de ninguna resaca. Ello motivaba en buena parte su mal humor.

Sus pasajeros nada le preguntaron en relación a la noche precedente; de hecho, prácticamente ni abrieron la boca mientras el aparato zumbaba por encima de las anchas sabanas, los ocasionales claros y las todavía más infrecuentes manchas de las granjas del mundo de Peggy. Luqman y uno de los hombres estaban envueltos en la coloreada nube de los hologramas, obtenidos desde los satélites, de la zona que iban a prospectar. Otro de los hombres dormía, el cuarto apoyaba simplemente la barbilla en el puño y miraba torvamente por la ventanilla. El aparato volaba casi solo, en aquella época del año, por las pocas turbulencias que había. Walthers tuvo tiempo de sobra para pensar en su mujer. Había sido para él un triunfo casarse con Dolly, ¿pero por qué no conseguían, ahora que estaban casados, ser felices?

Desde luego, Dolly había llevado una vida dura. Una chica de Kentucky, sin dinero, sin familia, sin trabajo —sin conocimientos y, probablemente, sin un gran cerebro—, una chica así, tenía que utilizar todos los recursos a su alcance si quería escapar de los campos de carbón. Uno de los recursos que Dolly podía vender era su aspecto. Un buen aspecto, aunque menoscabado. Su figura era esbelta, sus ojos brillantes, pero sus dientes parecían de conejo. A los catorce años consiguió un puesto de bailarina y animadora en Cincinnati, pero no daba lo suficiente como para vivir a menos que hicieras «horas extras». Dolly no quería hacerlo. Trataba de nadar y guardar la ropa. Intentó cantar, pero no tenía voz para ello. Además, tratar de cantar con la boca entrecerrada para que no se le vieran sus dientes de Bugs Bunny la hacía parecerse a un ventrílocuo... Y cuando un cliente, con ánimo de ofenderla porque ella le había atajado al intentar abordarla, se lo dijo, una lucecita se encendió en su cabeza... El maestro de ceremonias del club se tenía por artista. Así que Dolly hizo algunas faenas de lavandería y costura a cambio de pequeños papeles en comedias viejas y manidas, se fabricó algunas marionetas, estudió tantas grabaciones como pudo encontrar en la Piezovisión acerca de shows de marionetas y probó suerte en el último show del sábado por la noche cuando llegaba la nueva cantante que iba a sustituirla. Su actuación no fue ningún éxito, pero la nueva cantante era aún peor que Dolly, de manera que logró salvar el pellejo. Dos meses en Cincinnati, un mes en Louisville, casi tres meses en clubs a las afueras de Chicago; si los contratos hubieran sido seguidos, habría podido vivir con relativo desahogo, pero entre uno y otro transcurrieron semanas e incluso meses. Sin embargo, no llegó a pasar verdadera hambre. Para cuando Dolly llegó al planeta de Peggy, su Espectáculo se las había visto con tantas audiencias hostiles, o ebrias, que había conseguido limar sus aristas hasta revestirse de una forma lo bastante aceptable. No lo suficiente como para convertirse en una auténtica profesional. Pero sí lo bastante como para seguir tirando. Mudarse al mundo de Peggy fue un acto de desesperación, porque el hacerlo suponía hipotecar la propia vida. No habría posibilidad alguna de alcanzar el estréllalo allí, pero no podía estar económicamente peor de lo que estaba. Y si no había podido seguir nadando con la ropa puesta, al menos se vendió con cierta dignidad. Y cuando apareció Audee Walthers, Jr., le ofreció un precio más alto que el que le había ofrecido la mayoría: el matrimonio. Lo aceptó. A los dieciocho. Con un hombre que le doblaba la edad.

No obstante, la dura vida de Dolly no era en realidad mucho más dura que la de la mayoría de los que estaban en el mundo de Peggy; sin contar, claro está, a tipos como los prospectores de Audee. Los prospectores pagaban la tarifa completa para Peggy, ellos o las compañías para las que trabajaban y todos ellos llevaban, a buen seguro, el billete de vuelta en el bolsillo.

Cosa que no les hacía estar más animados. El vuelo hasta el lugar que habían elegido en West Island para situar el campamento base, había durado seis horas. Una vez que hubieron comido e instalado sus vivaques, rezaron sus oraciones una o dos veces, no sin discutir hacia qué dirección había que hacerlo; sus resacas respectivas se habían disipado ya, pero no quedaba tiempo ese día para empezar ningún trabajo. No les quedaba tiempo a ellos. Pero sí a Walthers. Se le ordenó que diera una serie de pasadas entrecruzadas por encima de veinte mil hectáreas de breñas. Como simplemente tenía que llevar un sensor de masa para registrar las anomalías gravitacionales, no importaba que tuviera que volar de noche. A Luqman, en cualquier caso, le traía sin cuidado; no así a Walthers, que odiaba especialmente este tipo de vuelos; tenía que mantenerse a muy baja altitud, y algunos de los montes eran incómodamente elevados. De manera que voló con ambos, el radar y la sonda de rastreo a la vez, aterrorizando a las lentas y estúpidas bestezuelas que habitaban en las sabanas en West Island, aterrorizándose también él cuando se encontró dando cabezadas y despertando sobresaltado y tratando desesperadamente de ganar altura cuando uno de los montes se le vino encima.

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