El enigma de Cambises (44 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

—No —lo interrumpió Daniel—. No podía esperarse otra cosa. Es lo que hace la gente como usted y como Dravic.

—No me juzgue a mí por el mismo rasero que a Dravic, doctor Lacage —dijo Saif al-Thar torciendo el gesto—. Él no es más que un instrumento. Yo sirvo a Dios.

Daniel sacudió la cabeza con expresión de hastío.

—Las personas como usted me hacen reír. Asesinan a mujeres y niños y quieren convencerse de que lo hacen todo por el bien de Alá.

—Ya le he dicho que no pronuncie su nombre —le recordó Saif al-Thar con aspereza—. Su boca lo contamina.

—No —replicó Daniel, mirándolo con dureza—. Usted es quien lo contamina. Lo contamina cada vez que lo utiliza para justificar las cosas que hace. ¿De verdad cree que Alá quiere...?

La reacción de Saif al-Thar fue tan súbita e inesperada que ni Daniel ni Tara repararon en que dirigía la mano hacia el cuello de Daniel, y cerraba los dedos en torno a él.

—¡Suéltelo! —gritó Tara—. ¡Suéltelo, por favor!

Saif al-Thar no le hizo caso.

—Ustedes los occidentales son todos iguales —masculló con acritud—. Su hipocresía no tiene límites. Todos los días mueren cien niños en Iraq a causa de las sanciones que sus gobiernos han impuesto al país, y aún tienen el descaro de darnos lecciones sobre lo que está bien y lo que está mal.

El rostro de Daniel empezaba a enrojecer.

—¿Ve esto? —prosiguió Saif al-Thar llevándose la mano izquierda a la cicatriz que tenía en la frente—. Esto me lo hicieron en un calabozo de la policía. Me dieron tales patadas durante los interrogatorios que estuve ciego durante tres días. ¿Sabe cuál había sido mi delito? Hablar en nombre de millones de ciudadanos de este país que viven en la miseria y la desesperanza. ¿Protesta usted por ello? ¿Protestan porque la mitad del mundo viva en la pobreza para que unos pocos privilegiados puedan malgastar sus vidas con lujos inútiles? No. Al igual que todos los de su clase, ustedes utilizan un doble rasero para condenar sólo aquello que les conviene condenar. Y respecto a lo demás miran para otro lado.

Saif al-Thar apretó un poco más a su presa y luego abrió la mano. Daniel se desplomó.

—Usted está loco —dijo con voz entrecortada—. Es usted un loco fanático.

—Muy probablemente —replicó Saif al-Thar sin alterarse—, pero en todo caso habría que preguntarse por qué. Ustedes nos descalifican, a mí y a mis seguidores, tachándonos de extremistas y fanáticos, pero nunca se molestan en ir más allá, en tratar de comprender las causas que nos crearon. —Se acercó un poco más a Daniel. Su túnica negra parecía fundirse con la oscuridad, de modo tal que sólo se le veía la cara, como si flotase separada del cuerpo—. He presenciado cosas espantosas, doctor Lacage —continuó con voz susurrante—. Hombres tullidos a causa de las palizas que recibieron en las cámaras de tortura del Estado. Personas tan hambrientas que buscaban restos de comida podrida en los vertederos. Niños y niñas violados por el único delito de tener un pariente lejano cuyas opiniones no coinciden con las del poder. Ésas son las cosas que hacen enloquecer a los hombres. Ésas son las cosas que ustedes deberían condenar.

—¿Y cree usted que la solución es asesinar turistas? —replicó Daniel.

Saif al-Thar esbozó una sonrisa. Le brillaban los ojos.

—¿La solución? No, no creo que lo sea. Sólo se trata de una advertencia.

—¿Una advertencia? ¡Matar a personas inocentes!

—Sí, una advertencia —repitió Saif al-Thar levantando las manos de dedos largos y esqueléticos—. Una advertencia de que no estamos dispuestos a que sigan entrometiéndose en nuestros asuntos; apoyando a regímenes impíos porque son los que políticamente más les interesan; utilizando nuestro país como un juguete, mientras nosotros, la gente que vivimos aquí, padecemos hambre, opresión y abusos.

Miró a Daniel. El tejido de su cicatriz reflejaba un tenue resplandor rojizo con la vacilante llama de la lámpara de queroseno.

—Me pregunto a menudo cómo reaccionarían ustedes en Occidente si se cambiasen las tornas; si fuesen sus hijos, niños occidentales, los que mendigasen por las calles mientras nosotros los egipcios alardeábamos de nuestra riqueza e insultábamos sus costumbres; si la mitad de sus tesoros nacionales les hubiesen sido arrebatados y traídos a museos egipcios; si un crimen como el de Palestina se hubiese cometido en su suelo, contra su pueblo, por déspotas egipcios. Sería un experimento interesante. Ayudar a que comprendiesen la razón de nuestra ira.

Saif al-Thar seguía hablando con voz pausada, pero había aparecido una saliva blancuzca en la comisura de sus labios.

—Verán... —prosiguió—, cuando Carter descubrió la tumba de Tutankamón firmó un contrato con el
Times
de Londres que estipulaba que éste, y sólo éste, podría informar sobre lo que hubiese en ella. De modo que para enterarnos de un descubrimiento realizado en nuestro propio país, el descubrimiento de algo nuestro, de la tumba de uno de nuestros reyes, los egipcios teníamos que recurrir a un periódico extranjero.

—De eso hace casi ochenta años —dijo Daniel, tosiendo y meneando la cabeza—. Ahora es distinto.

—¡No, no lo es! Las actitudes son las mismas. Se sigue pensando que, como egipcios y musulmanes, somos menos civilizados y estamos menos capacitados para ordenar nuestros propios asuntos; que pueden tratarnos como les venga en gana. Eso no ha cambiado. Y a quienes tratamos de combatir esa actitud se nos descalifica tachándonos de locos.

Daniel lo miró en silencio.

—¿Lo ve? —dijo Saif al-Thar—. No tiene usted réplica para eso. Y no la tiene porque no la hay. Lo único que pueden hacer es pedir perdón por el modo en que este país y su pueblo han sido tratados. Han esquilmado ustedes nuestro legado, nos han exprimido hasta la última gota. No han hecho más que despojarnos sin dar nada a cambio. Pero ha llegado el momento de restablecer el equilibrio. Como dice el santo Corán: «No recibiréis más recompensa que la que merezcáis».

Su sombra, una sombra negra, informe, amenazadora, se proyectaba en la lona de la tienda. Desde el exterior les llegaba el ruido de los trabajos de excavación, pero en la tienda se produjo un silencio profundo, como si se hallasen en otro mundo. Tara se puso lentamente en pie.

—No sé mucho de Egipto —dijo plantándose frente a Saif al-Thar y mirándolo a los ojos—, pero sé que mi padre, cuya muerte pesa sobre su conciencia, amaba este país, a su pueblo y su legado. Los amaba mucho más que usted. Fíjese en lo que está usted haciendo aquí. Destruir. Mi padre jamás lo hubiese hecho. Él quería preservar el pasado. Usted, en cambio, sólo quiere venderlo al mejor postor. Usted es el hipócrita.

Saif al-Thar apretó los labios y, por un instante, Tara temió que fuese a pegarle; pero permaneció inmóvil.

—No crea que me gusta saquear al ejército de esta manera, señorita Mullray —dijo—, pero a veces no hay más remedio que hacer cosas desagradables para alcanzar un fin más importante. Si hemos de sacrificar parte de nuestro legado para liberarnos de la opresión, debe hacerse. Mi conciencia así me lo dicta. —Miró fijamente a Tara y luego, lentamente, se acuclilló frente a la lámpara—. Hago la voluntad de Dios. Y Dios lo sabe. Dios está conmigo. —Posó la mano en el ardiente metal de la lámpara, sin ni siquiera parpadear. El olor a carne quemada hizo que Tara sintiese náuseas—. No subestime la fuerza de nuestra fe, señorita Mullray. La marca que mis seguidores llevan en la frente debería decirle algo. Es una prueba de la profundidad de sus convicciones. Nuestra fidelidad es inconmovible. No dudamos.

Saif al-Thar siguió abrasándose la mano, impasible, durante lo que a Tara se le antojó una eternidad. Luego, se levantó con la palma en carne viva.

—Antes me ha preguntado usted por qué he venido, doctor Lacage —continuó—. No ha sido como ha dicho usted para ver a mis prisioneros, sino más bien para que mis prisioneros me viesen. Para que me viesen y comprendieran.

Se encaminó hacia la entrada de la tienda.

—No se saldrá con la suya —le dijo Daniel antes de que saliese—. Su plan de exhumar el ejército y vender lo que desentierren no resultará. Sólo conseguirán desenterrar una pequeña parte, y luego vendrán otros que desenterrarán el resto y el valor de lo que ustedes se hayan llevado caerá en picado. No les servirá de nada si no se lo llevan todo.

Saif al-Thar se volvió.

—Lo tenemos todo previsto, doctor Lacage —replicó con una sonrisa—. Dios nos ha dado este ejército, y Dios se encargará de que sólo nosotros nos beneficiemos.

Los saludó con una inclinación de cabeza y se fundió con la noche.

Oasis de Siwa

Al entrar Jalifa en la única gasolinera de Siwa, un corte de energía eléctrica sumió el asentamiento en la oscuridad.

—Si quiere gasolina tendrá que esperar —dijo el empleado de la gasolinera—. Los surtidores no funcionan sin electricidad.

—¿Cuánto puede tardar?

El empleado se encogió de hombros.

—Cinco minutos o cinco horas. Nunca se sabe. Una vez estuvimos dos días a oscuras.

—Espero que esta vez no tarde tanto.


Inshallah
—dijo el empleado.

Jalifa aparcó a un lado de la gasolinera y bajó del Toyota. Hacía frío, de modo que metió la mano por la ventanilla, cogió la chaqueta y se la puso. Tres mujeres que iban en un carromato tirado por un asno pasaron por delante de la gasolinera. Llevaban sendos chales, ceñidos a la cabeza para ocultar el rostro, que les daban un aspecto informe, como figuras de cera semifundidas. De pronto, se oyó el ruido de un generador.

El inspector se puso a pasear de un lado para otro para estirar las piernas y luego, tras encender un cigarrillo, fue hasta un tenderete de refrescos que estaba en la plaza principal y compró un vasito de té. Había un banco de madera a pocos pasos y fue a sentarse allí. Sacó el móvil de Abdul del bolsillo y marcó el número de Hosni. Su cuñado contestó a la cuarta llamada.

—Hola, Hosni, soy Yusuf.

—¿Se puede saber qué pasa, Yusuf? —preguntó Hosni en tono de crispación—. Han venido unos de la Brigada de Seguridad preguntando por ti. ¿Dónde estás?

—En Bahariya —mintió Jalifa.

—¡En Bahariya! ¿Y qué haces ahí?

—Asuntos de trabajo. No puedo entrar en detalles.

—¡Han venido a mi oficina, Yusuf! ¿Lo entiendes? Los de la Brigada de Seguridad han venido a mi oficina. ¿Sabes lo que esto puede significar para el negocio? En nuestro mundillo enseguida se propagan los rumores.

—Lo lamento, Hosni.

—Si vuelven, no tendré más remedio que decirles dónde estás. Nos hallamos en una fase muy delicada en este proyecto del aceite de sésamo. No puedo dejar que un asunto como éste lo eche todo a perder.

—Lo entiendo, Hosni. Si no tienes más remedio que decírselo, pues hazlo. ¿Está Zainab?

—Sí, sí que está. Se ha presentado en casa esta mañana. Y hemos de hablar, Yusuf. Cuando vuelvas. De hombre a hombre. Tenemos que aclarar algunas cosas.

—De acuerdo, de acuerdo. Cuando vuelva hablaremos. Pero haz el favor de pasarme a Zainab.

Jalifa oyó unos siseos y luego pasos. Al cabo de un instante se puso Zainab, que dijo:

—Y cierra la puerta, por favor, Hosni.

Jalifa oyó más siseos y después un portazo.

—¡Menudo entrometido está hecho! —exclamó Zainab. Jalifa sonrió.

—¿Estás bien?

—Sí —contestó ella—. ¿Y tú?

—También.

—No voy a preguntarte dónde estás.

—Mejor no. ¿Y los niños?

—Te echan de menos. Alí dice que no tocará la trompeta hasta que regreses. Así que puedes tardar cuanto quieras.

Se echaron a reír, aunque un tanto forzadamente.

—Han salido con Sama —le explicó ella—. Al festival. Les diré que has llamado.

—Dales un beso de mi parte.

—Descuida.

Jalifa había estado pensando en Zainab casi todo el día, pero en ese momento, sin saber por qué, no se le ocurría nada que decirle. Le habría gustado seguir allí sentado durante una hora sin más que oírla respirar.

—Bueno... sólo te he llamado un momento para saber cómo estáis —dijo él—, para asegurarme de que Hosni no os haga la vida demasiado imposible.

—Bah... no se atreverá. —Zainab guardó silencio por unos segundos y luego añadió—: Esos tipos, Yusuf...

—No me preguntes nada, Zainab por favor. Cuanto menos sepas, mejor. Lo único que importa es que estés bien.

—Estamos bien.

—Bien, ahora ya me siento más tranquilo. —Trató de encontrar unas palabras para infundirle confianza pero lo único que se le ocurrió decirle fue que había visto el mar—. Me gustaría que un día fuésemos juntos. Me encantaría verte en traje de baño.

—Me parece que tendrás que esperar mucho tiempo para que yo me ponga una de esas cosas. —Zainab se echó a reír con fingida indignación—. Te quiero, Yusuf.

—Y yo a ti, más que a nada en el mundo. Dales un beso a los niños.

—Lo haré, lo haré. Y tú, cuídate.

Cuando hubieron colgado, Jalifa apuró el té y se puso de pie. Aún no habían vuelto a dar la luz y la plaza estaba llena de sombras. No lejos de allí se alzaba una mezquita. Su fachada blanquecina resplandecía a la luz de la luna como si fuese de hielo.

Jalifa había pensado en comer algo, pero en lugar de eso fue hasta la entrada de la mezquita, se quitó los zapatos, se mojó las manos y la cara con el agua del grifo que asomaba de la pared y entró en el templo, oscuro y silencioso. Las pocas velas que estaban encendidas apenas lograban disipar la oscuridad. Tuvo la impresión de ser la única persona que se hallaba allí, pero enseguida reparó en que había un hombre arrodillado al fondo, con la frente pegada al suelo. Al cabo de unos momentos avanzó por la alfombra. Se detuvo bajo una enorme lámpara de araña, de la que colgaban cientos de lágrimas de cristal que goteaban desde las sombras como si el techo llorase. Alzó la vista un momento y luego, de cara al
mihrab
, bajó la cabeza y empezó a rezar.

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