El enigma de Cambises (40 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

—Mira, se trata de algo que ni yo mismo acabo de entender con claridad. Lo que sé es que la vida de personas inocentes corre peligro, y soy el único que puede salvarlas.

—Hay algo más, ¿verdad? —preguntó ella al cabo de unos segundos, mirándolo a los ojos.

Jalifa no contestó.

—¿Qué pasa? —insistió Zainab.

—No es lo que supones.

—¿De qué se trata entonces, Yusuf?

—De Saif al-Thar —contestó él.

—Oh, no, Dios mío —exclamó Zainab bajando la cabeza—. Eso pasó. Se terminó.

—Nunca se ha terminado del todo —replicó él, bajando la vista—. Me he dado cuenta al llevar este caso. Nunca he logrado olvidarlo. Debería haberlos detenido. Debería haber ayudado a Alí.

—Ya lo hemos hablado muchas veces. No habrías podido hacer nada.

—Pero por lo menos debería haberlo intentado. Y no lo hice. Dejé que se lo llevasen. —Jalifa tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas—. No puedo expresarlo con palabras, Zainab. Es como si no consiguiese quitarme un gran peso de encima. Nunca dejo de pensar en Alí, en lo que ocurrió, en que podía haber hecho mucho más de lo que hice. Y ahora, con este caso, tengo la oportunidad de dejar las cosas en su sitio. Ya sé que eso no va a devolverme a Alí, pero por lo menos remediará parte del mal que se hizo. Y hasta que no lo consiga no acabaré de sentirme... completo. Una parte de mí seguirá atrapada en el pasado.

—Prefiero tener medio esposo que un esposo muerto.

—Por favor, intenta comprender. He de reflexionar sobre el caso. Es importante.

—¿Más importante que yo y que tus hijos? Te necesitamos, Yusuf —dijo ella tomando su mano entre las suyas—. No me importa el ascenso. No necesitamos más dinero ni un apartamento mejor. Salimos adelante con lo que tenemos. Lo que me preocupa eres tú, mi esposo, el hombre al que amo. No quiero que te maten. Y te matarán si sigues con esto. Lo presiento. —Se echó a llorar y hundió la cabeza en el regazo de Jalifa—. Te quiero aquí, con nosotros, a salvo. Quiero que nuestros hijos crezcan y que nosotros envejezcamos juntos.

Desde el dormitorio de Batah les llegaron los estridentes trompetazos de su hijo y, desde la calle, el estruendo de las tracas. Jalifa le acarició la cabeza.

—Para mí no hay nada más importante en este mundo que tú y nuestros hijos —le susurró—. Nada; ni el pasado ni mi hermano ni, desde luego, mi propia vida. Te quiero más de lo que nunca sería capaz de expresar. Haría cualquier cosa por ti; cualquier cosa —añadió alzándole la cabeza—. Dime que deje el caso, Zainab; dime que lo deje y lo dejaré sin vacilar un momento. Dímelo.

Zainab le sostuvo la mirada por unos momentos. Luego, se levantó lentamente.

—¿A qué hora sale el tren? —le preguntó.

—El último, a las diez —respondió él.

—Pues entonces tienes el tiempo justo para cenar.

Zainab se echó el pelo hacia atrás y fue derecha a la cocina.

Jalifa salió de casa a las nueve y cuarto. Llevaba una bolsa de viaje con una muda, algo de comer y su revólver, un Helwan 9 mm, el arma reglamentaria del cuerpo de policía. También llevaba ochocientas cuarenta libras egipcias, sus ahorros para hacer el viaje a La Meca. Sentía remordimientos por habérselo llevado, pero era el único dinero en metálico que tenían en casa. Lo necesitaba para ir a donde quería ir. Al margen de lo que ocurriese en los próximos días, se prometió reponerlo cuanto antes.

Giró a la izquierda al llegar a la esquina de su bloque de viviendas y se dispuso a ir a pie a la estación, que estaba a quince minutos andando. Se oían los cohetes y las tracas típicos de las fiestas de Abu Haggag. Por un instante pensó pasar por la comisaría para recoger más cargadores, pero desistió. Corría el riesgo de tropezarse con alguno de sus compañeros, y necesitaba ir a El Cairo sin que nadie lo supiese. Miró el reloj. Eran las nueve y veinte.

A medida que se acercaba al centro de la ciudad las calles estaban más intransitables, sobre todo las de las inmediaciones del templo de Luxor. Los niños, con sombreros festivos, correteaban lanzando petardos; bandas improvisadas, con predominio de tambores y
mizmars
, tocaban en las aceras. Los vendedores de golosinas no daban abasto. En un pequeño parque contiguo al templo actuaba un grupo de bailarines
zikr
, dos hileras de hombres que, frente por frente, se movían rítmicamente al compás de los cánticos de un
munshid
que los dirigía. Una multitud se había congregado para verlos, y Jalifa aminoró el paso, no para observar a los bailarines sino para echar un vistazo a los hombres que lo seguían.

No sabía cuántos eran ni desde cuándo, pero no le cabía duda de que iban tras él. A uno de ellos lo identificó al detenerse a comprar cigarrillos; a otro, al apartarse a un lado para no obstaculizar el paso de unos jinetes. Le bastó una fugaz mirada para ver que se escabullían enseguida entre la multitud. Pero, aunque los hubiese descubierto notó que eran expertos, probablemente agentes del Servicio Secreto, o del Servicio de Inteligencia Militar. No le habría extrañado que lo hubieran estado siguiendo todo el día.

Al llegar al centro del parque miró alrededor. A unos diez metros de él un hombre estaba apoyado en una barandilla. Miraba una y otra vez a Jalifa, quien pensó que quizá fuese uno de los agentes. Pero enseguida vio que se le acercaba una mujer y que echaban a caminar tomados del brazo.

Jalifa encendió un cigarrillo. Eran las nueve y media y reemprendió el camino.

Debía despistarlos antes de llegar a la estación. No tenía modo de estar seguro de quiénes eran ni de lo que querían. Pero estaba seguro de que si sospechaban adónde iba tratarían de impedírselo, y en ese caso no volvería a tener otra oportunidad. Estaba obligado a despistarlos.

Siguió caminando durante un minuto, giró por una esquina y pasó junto a un grupo de niñas que miraba la televisión en la acera. Avivó el paso y giró a la derecha al llegar a otra calle. Dos viejos jugaban al
siga
en el suelo, utilizando piedras como fichas. Aceleró y de nuevo giró a la izquierda al llegar a otra calle, muy sinuosa. A unos veinte metros más adelante había una motocicleta apoyada contra la pared y Jalifa aprovechó para mirar por el retrovisor. Al no ver a nadie, echó a correr.

Estuvo zigzagueando unos diez minutos por el barrio sin dejar de mirar hacia atrás hasta llegar a Midan al-Mahatta, la plaza que estaba frente a la estación, con su obelisco rojo y su fuente que nunca parecía funcionar.

Jalifa respiró con alivio y avivó el paso por la avenida sin dejar de mirar hacia todos lados. Junto a una de las entradas de la terminal vio que un hombre vestido con traje lo miraba directamente.

—¡Maldición! —masculló para sí.

El tren de El Cairo ya estaba en la vía. Los pasajeros se apresuraban a subir y los mozos a acercar los equipajes a las puertas. Era imposible subir al tren sin que lo viesen. Miró el reloj. Eran las nueve y cuarenta y tres. Faltaban diecisiete minutos para que saliese el tren.

Se detuvo por un instante, sin saber qué hacer. Echó de nuevo a andar pero alejándose de la estación, en dirección a Sharia al-Mahatta. Era una idea disparatada pero no se le ocurría nada mejor. Tenía que volver a casa.

Atajó por el laberinto de callejas sin molestarse en mirar atrás, seguro de que lo seguían. En diez minutos llegó al bloque donde vivía. Subió las escaleras de dos en dos y entró en su apartamento como una exhalación.

—¿Yusuf? ¿Cómo es que has vuelto? —exclamó Zainab al asomarse al salón.

—No tengo tiempo para explicártelo —repuso él, jadeando, a la vez que la llevaba hacia la cocina cogiéndola del brazo. Jalifa consultó el reloj. Eran las 9.53. Abrió la ventana de la cocina y miró hacia el callejón. Tal como supuso, dos hombres montaban guardia entre las sombras, vigilando la entrada trasera del edificio. Tragó saliva al pensar en los veinte metros que había desde la ventana a la calle. Miró a la azotea de la casa de enfrente, que quedaba justo un poco más abajo del nivel de su ventana, a unos tres metros. Había un largo tendedero de alambres y una puerta que daba a la escalera interior de la casa. Muchas veces se había preguntado si conseguiría saltar de una casa a otra. No tardaría en averiguarlo.

Volvió a mirar hacia abajo maldiciendo para sus adentros y luego lanzó a la azotea su bolsa de viaje, que hizo bastante ruido al caer y espantó a unas palomas, que echaron a volar hacia la noche.

—¿Qué vas a hacer, Yusuf? —preguntó Zainab apretándole el brazo—. ¿Por qué has arrojado la bolsa a la azotea?

Él le acercó la cara con las manos y la besó en la boca.

—No preguntes, porque si me detengo a pensarlo, no lo hago.

Jalifa subió al alféizar y, sujetándose del marco, miró a su esposa.

—Esta noche cierra bien las puertas con llave. Si llama alguien di que me he acostado temprano porque mañana debo ir a Ismailía.

—Yo no quiero...

—¡Por favor, Zainab! No tengo tiempo para discutir. Si llaman, di que no puedes despertarme. Y, por la mañana, ve con los niños a la casa de Hosni y Sama. Quédate allí hasta que me ponga en contacto contigo. ¿Entendido?

Zainab asintió con la cabeza.

—Te quiero, Zainab —susurró él. Volvió a besarla y miró hacia la azotea. Le pareció que estaba más lejos que antes—. Y cierra la ventana enseguida —añadió.

No tenía tiempo ni para armarse de valor. Musitó una breve plegaria, contó hasta tres y saltó, impulsándose con todas sus fuerzas. Por un instante tuvo la sensación de detenerse en el aire y luego, con un ruido sordo, aterrizó en la azotea de bruces, haciéndose un rasguño en el codo. Permaneció inmóvil unos momentos y luego se irguió y miró hacia atrás. Zainab lo miraba desde la ventana, estupefacta. Jalifa le lanzó un beso, recogió la bolsa y corrió hacia la puerta de la escalera. Volvió a mirar el reloj. Eran las 9.54. Bajó por las escaleras de dos en dos, como un adolescente.

La entrada delantera de aquella casa estaba orientada en sentido opuesto a la de la suya. Jalifa pensó que si estaban vigilando la parte delantera y la trasera de su casa, no era lógico que también vigilasen aquélla. No tenía tiempo para cerciorarse de que no había nadie en la calle, y en cuanto llegó a la acera echó a correr hacia el centro de la ciudad. La estación estaba a un kilómetro y medio de allí, y sólo faltaban cinco minutos para la salida del tren. La adrenalina fluía por sus venas como lava.

Al cabo de dos minutos sintió un intenso dolor en el costado izquierdo y, al poco, empezó a faltarle el aire. Pero siguió corriendo, sacando fuerzas de flaqueza. Salió al fin del laberinto de callejas y fue hacia un paso a nivel. A doscientos metros de allí el tren de El Cairo acababa de arrancar y empezaba a salir lentamente de la estación, con el característico chirrido de las ruedas y los topetazos de los parachoques en los primeros metros.

—¡Maldita sea! —exclamó, furioso—. ¡Debe de ser la primera vez que el tren de Luxor sale puntual! ¡Y ha tenido que tocarme a mí!

Siguió donde estaba, recobrando el aliento hasta que el tren llegó casi al paso a nivel. Entonces pasó por debajo de la barrera y echó a correr junto al convoy, entre un alto muro de cemento que quedaba a su izquierda y las enormes ruedas del tren, que le llegaban casi al pecho, a su derecha. Se asió a la barra metálica de una de las puertas pero no logró resistir el tirón y tuvo que soltarse. La distancia que separaba el tren del muro era cada vez menor, y cincuenta metros más adelante ya no quedaba espacio para pasar. Se agarró desesperadamente a la barra de otra puerta y logró saltar al estribo. Con un supremo esfuerzo, abrió la puerta, la cerró al instante e irrumpió en la plataforma. Pasó al vagón trastabillando y se dejó caer en un asiento, jadeante.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó el hombre que iba sentado enfrente.

—Sí —contestó Jalifa sin resuello. Le ardían los pulmones—. Sólo necesito... Necesito...

—¿Un poco de agua?

—No, un cigarrillo.

A través de la ventanilla se veían los edificios de Luxor retroceder hacia la noche, a medida que el tren aceleraba rumbo a El Cairo.

34

En el desierto occidental

—No voy a dejar que me viole, Daniel.

Las dos horas casi habían pasado. Habían sido las peores de su vida, una tortura que se recrudecía a medida que el reloj desgranaba los minutos y la acercaba a la hora del encuentro con Dravic. Se sentía como si la corriente de un río la arrastrase hacia una catarata, y no tuviese de dónde asirse. Comprendió cómo debía de sentirse un condenado a muerte a medida que se acercaba la hora de su ejecución.

—No voy a dejar que me viole —repitió poniéndose en pie, pues estaba demasiado nerviosa para seguir sentada—. Antes muerta.

Daniel guardó silencio. La miró al resplandor de la llama de la lámpara. Quería decirle algo, pero no le salían las palabras. El centinela los miró, impasible.

Tara empezó a pasear de un lado a otro de la tienda, mirando continuamente el reloj, con impotencia. Hacía frío en la tienda, y Tara empezó a temblar.

—Tal vez no lo haga —dijo él tratando de tranquilizarla.

—¡Lo hará! —le espetó ella en tono áspero—. ¿Acaso crees que me quiere para que hablemos de arqueología? —añadió, sarcástica.

Daniel bajó la vista.

—Perdona —se excusó Tara—. Es que estoy aterrada.

Daniel se levantó, la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí con fuerza. Ella se aferró a él como una niña, desesperada, con los ojos llenos de lágrimas.

—Cálmate —le susurró él—. No te preocupes.

—No, Daniel. Nada volverá a ser igual entre nosotros si me viola. No podría soportarlo. Me sentiría sucia durante el resto de mi vida.

Daniel estuvo tentado de decirle que poco podía importar, puesto que iban a matarlos a los dos. Pero se abstuvo. Le acarició el pelo y la abrazó.

Tara no dejaba de temblar. Siguieron abrazados hasta que oyeron pasos. Alguien descorrió la cortina de la entrada y le dijo algo al centinela, que se levantó y le indicó a Tara por señas que saliese.

Daniel se interpuso entre ella y el centinela, que apremió a Tara. Pero al ver que no se movía alargó una mano hacia ella. Daniel fue a sujetársela, pero el centinela le dio un culatazo y lo derribó. Se echó encima de él y le apuntó al pecho. Su compañero agarró a Tara de un brazo y tiró de ella en dirección a la entrada.

—Oh, Tara, lo siento —exclamó Daniel en tono quejumbroso—. Lo siento.

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