El enigma de Cambises (51 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

Los ojos de Saif al-Thar volvieron a emitir un fulgor de ferocidad. Sus manos se crisparon hasta que se le quedaron los nudillos blancos.

—Siempre fuiste débil, Yusuf.

—Confundes la debilidad con la humanidad.

—No. Eres tú quien confunde la humanidad con el sometimiento. Para ser libre hay que tomar decisiones desagradables. Pero ¿cómo ibas a entenderlo? Sólo comprende quien sufre, y yo siempre me esforcé por protegerte de todo sufrimiento. Quizá me haya equivocado por obrar así. Hablas de vergüenza, Yusuf, pero ¿no se te ha ocurrido pensar en la vergüenza que puedo sentir yo? Mi hermano, al que yo quería y por quien velaba, por el que trabajé hasta descarnarme las manos a fin de alimentarlo, vestirlo y enviarlo a la universidad... convertido en un policía, un secuaz de quienes le hicieron esto a su hermano. —Se llevó la mano a la cicatriz de la frente y prosiguió—: ¿Para eso trabajé hasta la extenuación? ¿Para eso malgasté mi vida? Créeme. Tú no eres el único que está decepcionado, ni tampoco el único que cree haber perdido un hermano. No pasa un día, un minuto, sin que estés en mis pensamientos; ni tampoco pasa un día sin que esos pensamientos se enturbien por el pesar, la ira y la amargura.

Saif al-Thar había bajado el tono de voz, que ahora era casi un susurro.

—Al comprender que eras tú quien rondaba por aquí —prosiguió—, pensé que acaso, sólo por un momento, después de todos estos años... Pero no. Por supuesto que no. No eres lo bastante fuerte. Me has traicionado. Has traicionado a Dios. Y por eso sufrirás tu castigo.

Alzó el arma y apuntó a Jalifa a la cabeza. Jalifa lo miró a los ojos.

—Dios es grande —se limitó a decir—. Dios es bondadoso. Y no necesita matar a nadie para demostrarlo. Ésa es la verdad. Eso es lo que me enseñó mi hermano Alí.

Se miraron a los ojos durante cinco, diez segundos, y luego, profiriendo un sonido gutural, sobrecogedor, Saif al-Thar apretó el gatillo. Pero apuntando al aire. Casi al instante, Mehmet llegó junto a ellos.

—Vigílalo —le ordenó Saif al-Thar—. No le quites ojo. Y no hables con él ni una palabra.

Dio entonces media vuelta y empezó a alejarse.

—Vas a destruirlo con esos explosivos, ¿verdad? —preguntó Jalifa señalando a las pilas de cajas.

Saif al-Thar se detuvo y se volvió hacia su hermano.

—Lo que hemos exhumado no vale nada si el resto del ejército no es destruido. Es una desgracia, pero no hay más remedio.

Jalifa guardó silencio y se limitó a musitar.

—Pobre Alí.

Siguieron avanzando a toda velocidad durante diez minutos. Tara miraba continuamente hacia atrás para comprobar si los seguían. Cuando creyeron estar seguros de que nadie iba tras ellos, Daniel aminoró la velocidad, giró a la derecha por una pendiente relativamente suave y, al llegar a la cima, se detuvo. Desde allí vieron el campamento tras unas columnas de humo que se elevaban hacia el cielo. La roca en forma de pirámide despedía un resplandor anaranjado. La contemplaron en silencio.

—No podemos dejarlo —dijo Tara.

Daniel se encogió de hombros, sin responder.

—Podríamos llamar para pedir ayuda —propuso Tara sacando el móvil del bolsillo—. A la policía, al ejército.

—Sería perder el tiempo —dijo Daniel—. Tardarían horas en llegar aquí. Eso en caso de que nos creyesen —añadió jugueteando con la llave del contacto—. ¿Sabes? Voy a volver.

—Di mejor que vamos a volver —señaló ella.

Daniel sonrió.

—Me temo que ya hemos tenido antes una discusión por lo mismo.

—Pues entonces será mejor no reincidir. Volveremos juntos.

—¿Y luego?

—Ya lo pensaremos cuando estemos allí —contestó Tara encogiéndose de hombros.

—Inteligente plan, Tara. Muy sutil —dijo él, apretándole la rodilla. Suspiró resignado y luego puso primera y descendió por la pendiente—. En fin... por lo menos hace un buen día para eso.

—¿Para qué?

—Para suicidarse.

Tras recorrer aproximadamente un kilómetro, Daniel se detuvo detrás de la segunda duna a partir del campamento. Luego volvió a dirigirse hacia el sur, en dirección a la roca piramidal, que ahora quedaba a su derecha.

—Iremos en paralelo al valle hasta llegar a la altura del campamento —le explicó a Tara—. Por lo menos así tendremos la oportunidad de acercarnos. Si hubiéramos desandado el camino nos habrían descubierto enseguida. No está de más procurar seguir vivos, ¿no crees?

Iban los dos muy alerta a cualquier movimiento que pudiesen detectar en las dunas. De pronto, Daniel se detuvo y paró el motor. Cerró los ojos y aguzó el oído, temeroso de que los hubiesen descubierto. Pero fue una falsa alarma.

—A veces creo que esto no es más que una pesadilla —dijo Tara.

—Ojalá lo fuese.

Siguieron durante otros cinco minutos hasta que Daniel calculó que se hallaban a la altura del campamento. Comenzó a ascender entonces por la duna que se elevaba a su derecha. La pendiente era muy pronunciada y el motor estuvo a punto de pararse antes de que llegaran a la cumbre. La gran roca piramidal se alzaba frente a ellos, un poco a la izquierda, a dos dunas de distancia, junto al yacimiento, que sin embargo aún quedaba fuera de su campo de visión. No vieron centinelas por ningún lado.

—¿Dónde estarán? —preguntó Tara.

—Ni idea. Todos han debido de ir al campamento.

Daniel redujo la velocidad y bajó por la pendiente. Cruzó el trecho llano que los separaba de la siguiente duna y ascendió por ésta. Sólo quedaba ahora una duna entre ellos y el ejército. Oyeron gritos y golpes metálicos, pero seguían sin ver a nadie.

—Es como si el desierto estuviese lleno de hombres invisibles —dijo Tara.

Daniel cerró el contacto y volvió a escudriñar el paisaje hacia delante. Luego, lentamente, soltó el freno y descendió en punto muerto. La inercia los llevó hasta unos cincuenta metros de la base de la duna, en el trecho llano. Bajaron de la motocicleta y Daniel la dejó montada en el caballete.

—Seguiremos a pie. No quiero arriesgarme a que oigan el motor. Si nos descubren... no creo que podamos hacer gran cosa. Correr, a lo sumo.

Fueron hasta el pie de la duna y empezaron a ascender, sin apartar la mirada de la cima, temiendo que de un momento a otro asomase alguien. Pero no apareció nadie, y con el corazón en un puño, jadeantes, llegaron a la cumbre y se arrojaron de inmediato al suelo. Se arrastraron por la gélida arena hasta asomarse por el otro lado al valle.

Se hallaban justo frente al cráter y la gran roca piramidal. El campamento quedaba a su izquierda.

La actividad era febril. Varios grupos de hombres iban de un lado a otro embalando espadas, escudos, lanzas y armaduras, y cargando luego las cajas a lomos de los camellos.

—Al parecer han decidido marcharse —dijo Daniel, e hizo una mueca de desagrado al ver cómo trataban los objetos exhumados—. Ni siquiera se molestan en protegerlos con paja. Lo meten todo en las cajas de cualquier manera.

Siguieron sin moverse de allí, observando. Un tipo altísimo gesticulaba y gritaba órdenes a los hombres. Era Dravic. Tara sintió tanto asco que no pudo evitar desviar la mirada.

—¿Qué es eso? —preguntó entonces señalando a un hombre que estaba al borde del cráter, cerca de la base de la roca, manipulando algo en lo que parecía una caja de color gris con una maraña de cables.

—¡Oh, Dios! —exclamó Daniel.

—¿Qué es?

—Un detonador.

—¿Quieres decir que...?

—Que van a volarlo todo —la interrumpió Daniel, dándose un puñetazo en la palma de la mano—. Eso es lo que Saif al-Thar quiso decir la otra noche. Sólo así pueden garantizar el valor de lo que han desenterrado. El mayor hallazgo de la historia de la arqueología, ¡y van a volarlo! ¡Dios mío!

Hizo una mueca como si sintiese dolor físico.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó ella.

—No lo sé, Tara —repuso él meneando la cabeza—. La verdad es que no lo sé. Si bajamos, nos verán de inmediato. —Se irguió un poco, miró hacia su izquierda y añadió—: Quizá podríamos acercarnos más dando un rodeo, pero es peligroso. En cuanto alguien levantase la cabeza nos descubriría.

—Pero, si hay alguna probabilidad, deberíamos intentarlo.

—¿Y qué haríamos? ¡No tenemos ni idea de dónde está el inspector! Hay centenares de tiendas.

—Da igual, bajemos.

Daniel sonrió, muy a su pesar.

—Eso es lo que me encanta de ti, Tara. Jamás contestas a una pregunta hoy si puedes dejarlo para mañana.

Daniel miró hacia el campamento y, luego, se apartó del borde, se levantó y echó a caminar por la falda de la duna. Tara lo siguió. A los pocos metros oyeron algo a sus espaldas, una especie de sordo redoble de tambores. Se detuvieron y se volvieron. El ruido aumentó en intensidad.

—¿Qué es eso? —inquirió Tara.

—No lo sé. Suena como... ¡Joder! —exclamó Daniel, agarrándola del brazo y obligándola a arrojarse al suelo—. ¡Helicópteros!

Se quedaron inmóviles, con la cara pegada a la arena, mientras el estruendo crecía. Los rotores empezaron a levantar rociadas de arena. El primer helicóptero pasó a no más de diez metros por encima de sus cabezas, seguido de una nutrida formación que oscureció el cielo. Parecía una bandada de langostas gigantescas.

Cuando hubieron pasado todos, Daniel y Tara siguieron sin moverse durante unos instantes. Después se arrastraron hasta el borde de la duna y se asomaron. Tres helicópteros sobrevolaban el valle en círculo. Los demás aterrizaron, unos al sur y otros al norte del campamento. De inmediato, un enjambre de hombres de Saif al-Thar se aprestó a cargar las cajas. Pero cuando subían las primeras se oyó un furioso tableteo de ametralladoras entre llamaradas que brotaban de los costados de los aparatos.

—¿Qué demonios es eso...?

Los hombres de Saif al-Thar retrocedieron. Las cajas y su contenido quedaron hechos trizas por los disparos. Las descargas se intensificaron, procedentes ahora de los helicópteros que sobrevolaban el valle. Los hombres de Saif al-Thar se dispersaron en todas direcciones, pero muchos de ellos cayeron abatidos. Otros trataron de responder al ataque, pero sin éxito. Las camellos emprendieron la desbandada pisoteando a todo el que se interponía en su camino.

—¡Esto es una matanza —exclamó Tara—, una carnicería!

Se oían gritos y explosiones por todas partes. Hombres armados de uniforme color caqui saltaron de los helicópteros, abriéndose en abanico a la vez que disparaban. El suelo estaba sembrado de cadáveres vestidos de negro, que semejaban manchas de tinta. Daniel se levantó.

—Voy a bajar —anunció.

Tara fue a levantarse también, pero él se lo impidió sujetándola por el hombro.

—¡Quédate aquí! Intentaré localizar al inspector y ponerlo a salvo.

Antes de que ella pudiese replicar, Daniel bajó corriendo por la cuesta en dirección al campamento. Al llegar abajo, uno de los hombres de Saif al-Thar fue corriendo hacia él. Le apuntó con su fusil, pero cayó abatido por una ráfaga procedente de arriba. La arena se tiñó de rojo alrededor del cuerpo caído. Daniel se agachó a recoger el arma del muerto, se adentró en el campamento y desapareció tras la humareda.

Tara se asomó un poco más por el borde de la duna, tratando de ver hacia dónde había ido Daniel. Pero, de pronto, notó un fuerte tirón en el pelo y quedó mirando al cielo.

—Me parece que tenemos algo pendiente, señorita Mullray. Confío de todo corazón en que no lo disfrute.

—Tú lo quieres, ¿verdad? —dijo Jalifa en tono amable—. Me refiero a Saif al-Thar.

Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas. A pocos pasos de él, junto a la entrada de la tienda, se hallaba Mehmet, con el fusil apoyado en un muslo y los ojos fijos en el inspector.

—Yo también lo quise mucho, ¿sabes? —prosiguió Jalifa—. Más que a nadie en el mundo.

El muchacho permaneció en silencio.

—Yo era como tú. Me habría dejado matar por él. Y con alegría. Pero ahora... —Jalifa bajó la cabeza—, no siento más que dolor. Espero que tú nunca te sientas así. Porque amar a alguien y después tener que odiarlo es algo terrible.

Siguieron inmóviles. Jalifa se miraba las manos y Mehmet no apartaba la vista de él. Se oyó un estruendo. El muchacho se levantó y, sin dejar de apuntar a su prisionero, descorrió la cortina y se asomó un poco.

—Me parece que no tardaréis en marcharos de aquí —dijo Jalifa.

Varios hombres pasaron corriendo por delante de la tienda. El estruendo de los rotores se oía cada vez más cerca y hacía vibrar el aire. El muchacho se asomó un poco más, miró hacia arriba y sonrió. Su prisionero tenía razón. No tardarían en marcharse. Él y Saif al-Thar. Y, pronto, todos los males del mundo se remediarían. Para eso habían ido allí. Para convertir la Tierra en un paraíso. Para hacer la voluntad de Dios. Se sintió exultante de esperanza y felicidad.

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