El enigma de Cambises (49 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

Los hombres de Saif al-Thar asomaron desde distintos puntos del campamento, se dirigieron hacia una explanada que estaba junto al lado sur y formaron en filas mirando hacia el este. Saif al-Thar se encaminó hacia un lado del campamento y entró en una tienda por encima de la cual asomaba una antena. Un hombre que estaba ante un aparato de radio se puso en pie al verlo entrar, pero él le hizo seña de que volviera a sentarse.

—¿Qué hay de los helicópteros? —preguntó.

El operador le pasó un trozo de papel y dijo:

—Acaban de despegar.

—¿Sin problemas?

—Sin problemas. Estarán aquí en menos de una hora.

—¿Se sabe algo de los centinelas?

El operador negó con la cabeza.

—Téngame informado —ordenó Saif al-Thar, y salió de la tienda.

A medida que los hombres llegaban a la explanada, el campamento iba quedando vacío. Los centinelas seguían en sus puestos, pero también miraban hacia el este, con la cabeza inclinada.

Saif al-Thar los observó. Parecían buitres posados en lo alto de las dunas. Aguardó unos instantes y se encaminó hacia el campamento. El clamor de los rezos llegaba hasta el último rincón del recinto. Al descorrer la cortina de su tienda y agacharse para entrar, se detuvo en seco. Se incorporó lentamente mirando a un lado y a otro. Dio un paso escudriñando el laberinto de bolsas y aparatos y, al comprobar que no había nada anormal, sacudió la cabeza y entró.

Cerca de la frontera libia

Los helicópteros volaban bajo. Eran una veintena y semejaban una bandada de aves carroñeras. Uno iba ligeramente más adelantado que los demás, que seguían todos sus movimientos, hacia arriba, hacia abajo, a la derecha y a la izquierda, como si realizasen un ejercicio de acrobacia aérea. Eran aparatos grandes y pesados cuyo tamaño contrastaba con sus ágiles maniobras. La silueta de los pilotos apenas se veía en las cabinas. Se dirigían hacia la línea del amanecer. El cielo empezaba a teñirse de un color rojizo.

40

En el desierto occidental

Jalifa estaba escondido detrás de una hilera de barriles. Permaneció allí hasta que el campamento quedó completamente desierto. Entonces se apresuró a cruzar el laberinto de tiendas y cajas buscando la tienda en la que había visto entrar a la mujer. Calculaba que disponía de quince o veinte minutos. Desde lo alto de la duna la distribución del campamento le había parecido perfectamente clara. Pero, ahora, al nivel del suelo, no le resultaba tan fácil orientarse. Todo tenía el mismo aspecto y los puntos de referencia que antes había observado (las hileras de bidones y las pilas de balas de paja) se repetían por todos lados. Asomó la cabeza en un par de tiendas, y al no ver a nadie empezó a desesperarse. Pero de pronto identificó la tienda que buscaba. Entró blandiendo el arma, pero era innecesario porque no había centinela. Tampoco estaba la mujer. Sin embargo, de espaldas a la entrada vio a uno con la frente pegada al suelo. Jalifa fue a retroceder, pensando que había vuelto a equivocarse de tienda. Algo lo detuvo. Todo lo que veía del orante era la silueta de su túnica negra, pero tuvo el presentimiento de que se trataba de Saif al-Thar. Alzó el arma con el dedo en el gatillo, dispuesto a disparar.

Si el orante reparó en la presencia del inspector no dio muestras de ello y siguió rezando. Jalifa ciñó más el dedo al gatillo. A aquella distancia era imposible fallar. Le latía el corazón con tal fuerza que parecía resonar en la tienda.

El hombre se incorporó, musitó nuevamente una oración y volvió a arrodillarse. Jalifa no tenía más que decidirse y apretar el gatillo, y al pensar en Alí apuntó a la cabeza. Respiró hondo y se mordió el labio inferior. Pero a continuación bajó el arma, dio media vuelta y salió de la tienda.

Se detuvo a mirar la raída lona de la cortina y sintió un nudo en la boca del estómago. Aunque sólo había estado observando a aquel hombre unos segundos, el cielo estaba ahora mucho más claro que al entrar. El amanecer avanzaba con rapidez. Pronto terminarían los rezos matinales. Volvió a adentrarse en el laberinto de tiendas.

—Me gustaría saber cómo está Joey —dijo Tara.

Se hallaba sentada en el suelo de la tienda, abrazándose las rodillas y balanceando hacia delante y hacia atrás. Daniel estaba echado a su lado, haciendo tamborilear los dedos contra el suelo. De vez en cuando miraba el reloj.

—¿Quién es Joey?

—La cobra de cuello negro que tenemos en el zoo. No se encontraba muy bien últimamente.

—Imaginaba que ya estabas harta de cobras.

Tara se encogió de hombros.

—Joey nunca me ha caído demasiado bien. Pero, en fin... cuando pienso que no voy a volver a verla... Confío en que Alexandra no deje de administrarle los antibióticos. Y en que le quite la piedra del terrario. Ha pillado una enfermedad de la piel de tanto restregarse contra ella.

Tara hablaba por hablar, como si de ese modo pudiese posponer el momento en que los sacasen de la tienda para... ¿Para qué? ¿Para fusilarlos? ¿Para decapitarlos? ¿Para degollarlos?

Miró al centinela, que ya no era Mehmet sino un hombre mayor. Lo imaginaba apuntándola a la cabeza y disparando. Incluso le pareció oír la detonación y ver brotar su propia sangre. Empezó a retorcerse las manos.

—¿Y se puede saber por qué te dio por las serpientes? —preguntó Daniel, que se incorporó y se sentó—. Nunca he entendido la atracción por esos bichos.

Tara se encogió de hombros.

—Aunque de un modo muy curioso, en realidad fue mi padre quien hizo que me interesase pór las serpientes. Él las odiaba. Era su punto flaco. Y eso me daba la sensación de tener cierto poder sobre él. Recuerdo que, en cierta ocasión, unos alumnos le metieron una serpiente de goma en su bolsa, y cuando la abrió... —Tara se detuvo a mitad de la frase, como si se percatase de que no merecía la pena, porque ninguno de los dos iba a reír. Tras un silencio tenso, y esforzándose por que la conversación no decayese, preguntó—: ¿Y tú? Nunca me has contado por qué decidiste hacerte arqueólogo.

Daniel estaba atándose el cordón de una de sus botas.

—Sólo Dios lo sabe. Nunca me he parado a pensar en ello. Supongo que me hice arqueólogo porque siempre me había gustado excavar. Recuerdo que antes de que mis padres muriesen, cuando vivíamos en París, teníamos jardín y yo me pasaba la vida cavando hoyos, buscando tesoros enterrados. Los hacía enormes, como cráteres. Mi padre me decía que cualquier día iba aparecer en Australia. Supongo que así empezó mi afición. Luego me regalaron un libro con ilustraciones de los tesoros de Tutankamón y, a partir de entonces, las excavaciones y Egipto...

Un centinela entró de pronto en la tienda. La madrugada era fría, y llevaba el pañuelo muy ceñido al rostro. El centinela que estaba en el interior fue a levantarse, pero sin mediar palabra el recién llegado lo golpeó con la culata del fusil en la cabeza y lo dejó sin sentido. Daniel y Tara se levantaron de un salto. Jalifa se descubrió el rostro.

—Tenemos muy poco tiempo —les dijo a la vez que se agachaba a recoger el fusil del centinela—. Soy policía. He venido a liberarlos —agregó tendiéndole el arma a Daniel—. ¿Sabrá utilizarlo?

—Creo que sí.

—¿Cómo ha conseguido llegar hasta aquí? —preguntó Tara—. ¿Cuántos son ustedes?

—Sólo yo —contestó Jalifa—. Pero no hay tiempo para explicaciones. En muy pocos minutos habrán terminado sus oraciones y volverán al campamento. Deben huir ahora que tienen la ocasión de hacerlo. —Se cercioró de que no había nadie cerca de la entrada de la tienda, y les indicó—: Vayan en dirección norte, valle arriba, al otro lado de la excavación, y sigan tan arrimados como puedan a la base de la duna. Así quedarán fuera del campo de visión de los centinelas que tienen apostados. Dense toda la prisa que puedan.

—¿Y usted? —preguntó Tara.

Jalifa no hizo caso de la pregunta y sacó del bolsillo el móvil y el GPS.

—Tomen esto; y, en cuanto estén fuera del alcance de estos tipos, llamen y pidan ayuda. Sus coordenadas aparecerán aquí, en esta pantallita. No tienen más que pulsar...

—Ya sé cómo funciona —lo interrumpió Daniel, que cogió el GPS y le pasó el móvil a Tara.

—¿Y usted? —repitió ella.

—Tengo cosas que hacer aquí —repuso Jalifa mirándola—. No es asunto suyo.

—No podemos dejarlo aquí solo.

—Váyanse —insistió él, empujándolos hacia la entrada—. Márchense enseguida. Hacia el norte y pegados a la base de la duna que queda a su izquierda.

—No sé quién es usted —dijo Daniel—, pero gracias. Espero que volvamos a vernos algún día.

—Inshallah. Y ahora, váyanse.

Daniel y Tara salieron de la tienda, pero ella dio entonces media vuelta, se acercó a Jalifa y lo besó en la mejilla.

—Gracias —susurró.

Jalifa asintió con la cabeza y la empujó delicadamente hacia fuera al tiempo que le decía:

—He lamentado mucho lo de su padre, señorita Mullray. Asistí a una de sus conferencias, y fue magnífica. Pero, por favor, no se entretengan más.

Se miraron a los ojos por un instante y, luego, Tara y Daniel echaron a correr. Jalifa los vio alejarse hasta que hubieron desaparecido. Después dio media vuelta y corrió en la dirección opuesta.

Jalifa se dirigió hacia el lado sur del campamento, deteniéndose de vez en vez y aguzando el oído, calculando cuánto faltaría para que terminasen las oraciones. Un par de minutos, se dijo. No mucho más. Una franja translúcida de color rosado había aparecido por encima de la duna que se alzaba al este. Iba ensanchándose y su resplandor se imponía poco a poco al de los focos.

Jalifa siguió andando hasta llegar casi al final de las hileras de tiendas. Más allá, a unos cincuenta metros, los hombres de Saif al-Thar estaban arrodillados en la arena, musitando sus plegarias.

Se situó detrás de unas cajas y reflexionó, intentando imaginar alguna maniobra de diversión. A unos pasos de donde se encontraba había unas balas de paja junto a un bidón. Miró las cajas de madera que estaban detrás de él, todas ellas con una calavera y dos tibias pintadas. Fue hacia el bidón y desenroscó el tapón. El olor le indicó que, tal como había supuesto, se trataba de gasóleo. Cogió el bidón y roció la bala de paja contigua hasta que estuvo bien empapada. Luego acercó la bala a las cajas. Repitió la operación otras dos veces, sin poder evitar que el gasóleo le salpicase la túnica y los zapatos.

Cuando estaba arrimando la tercera bala, un clamor le indicó que las oraciones habían terminado. Acto seguido oyó gritos procedentes de lo alto de la duna más cercana. Se volvió empuñando el arma, convencido de que lo habían descubierto, pero al oír disparos procedentes del otro lado del campamento comprendió que no era a él a quien habían descubierto sino a Tara y a Daniel.

—¡Mierda! —musitó.

Se volvió hacia las balas de paja empapadas, hurgó en un bolsillo y sacó el encendedor. Los disparos se intensificaron. También oyó, delante de él, los gritos de los hombres que rompían filas y echaban a correr hacia el campamento. Se acuclilló y acercó el encendedor a la base de una de las balas de paja.

—Yo que usted no lo haría —dijo una voz a sus espaldas—. Suelte el encendedor y levántese. Y muy... despacio.

Por un instante Jalifa permaneció inmóvil. El mundo pareció condensarse a su alrededor. A continuación cerró los ojos, respiró hondo y encendió el mechero. Brotó una chispa, pero ninguna llama. Una ráfaga perforó la arena junto a sus pies.

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