El enigma de Cambises (52 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

—Yo nunca lo odiaré —dijo Mehmet mirando a Jalifa, pese a saber que sus órdenes eran no hablar ni una palabra con él. Pero no pudo evitarlo—. Nunca. Me diga usted lo que me diga. Es un hombre bueno. Es el único que se ha preocupado por mí —añadió sonriente—. Lo quiero. Siempre estaré a su lado. Nunca le fallaré.

El muchacho bajó la vista. Sus ojos rebosaban amor e inocencia y, de pronto, se oyó un ruido ensordecedor y algo rasgó la lona de la tienda. Mehmet cayó de rodillas; había perdido un costado de la cabeza y la sangre y trozos de masa encefálica caían sobre su hombro. Permaneció en la misma postura por unos segundos, temblando, con la sonrisa aún en la boca, ensangrentada. A continuación, se desplomó de bruces sobre Jalifa, que cayó hacia atrás. Otra ráfaga perforó los miembros y el torso de Mehmet, sacudiendo su cuerpo como si de una marioneta se tratara. Y al fin quedó inmóvil, con los dedos crispados, como si se aferrase al borde de un precipicio.

Jalifa tardó unos instantes en reaccionar, sobrecogido. Por fin, se quitó de encima el cadáver de Mehmet y se levantó. El techo de la tienda estaba hecho trizas y el suelo parecía un colador escarlata. Si el muchacho no hubiese caído encima de él, Jalifa habría muerto sin remedio.

El inspector se inclinó sobre el cuerpo y, casi como un acto reflejo, le tomó el pulso. Era inútil. Luego, posó las yemas de sus dedos en los párpados y los cerró.

—No te merecía —musitó.

Las llamas habían llegado ya a la parte trasera de la tienda, que estaba llenándose de un humo denso. Jalifa empezó a toser. Se quitó la túnica, empapada de sangre, recogió del suelo el fusil del muchacho y, tras dirigirle una última mirada, salió de la tienda.

El campamento se había convertido en un infierno. Todo era humo y llamas. Los hombres de Saif al-Thar parecían espectros; unos corrían despavoridos y otros yacían muertos. Desde tres helicópteros seguían disparando contra todo el recinto. Un barril de gasóleo explotó produciendo un estruendo ensordecedor.

En cuanto vio el panorama, Jalifa echó a correr. Pero apenas había recorrido treinta metros cuando una ráfaga, procedente de su derecha, perforó el suelo a escasos centímetros de sus pies, obligándolo a parapetarse detrás de una caja. Fue a asomarse, pero tuvo que agacharse de nuevo al ver a dos hombres con máscaras antigás y uniforme color caqui a pocos metros de la caja. Por un instante pensó que lo habían visto, pero enseguida uno de ellos le hizo una seña al otro y volvieron a desaparecer en el torbellino.

Jalifa contó hasta tres, se levantó y echó a correr de nuevo. Rodeó una hilera de barriles en llamas, saltó por encima de un cadáver que ardía y alzó la vista para observar la posición de los helicópteros. Uno de los hombres de Saif al-Thar se tambaleó delante de él y se desplomó en la arena, sujetándose el vientre. La sangre le manaba a borbotones. Jalifa se arrodilló a su lado.

—¡Saif al-Thar! —le gritó—. ¿Dónde está Saif al-Thar?

El hombre lo miró. Por las comisuras de sus labios empezaba a rezumar sangre.

—¡Por favor! ¿Dónde está Saif al-Thar? —insistió Jalifa.

El herido movió los labios, pero no consiguió emitir sonido alguno. Se agarró a la camisa de Jalifa manchándosela de sangre.

—¿Dónde está? —insistió el inspector, tomándole una mano—. Por favor...

El herido lo miró como si no comprendiese. Después, con un esfuerzo supremo, señaló hacia atrás, en dirección a la excavación.

—¡En la roca! —balbuceó—. ¡En la roca!

Fueron sus últimas palabras. Cayó hacia atrás, muerto. Jalifa musitó una breve plegaria, se levantó y echó a correr, desentendiéndose del caos que lo rodeaba. Llegó al borde del cráter y se parapetó detrás de una bala de paja, escrutando frenéticamente la gran roca piramidal, que se alzaba a su izquierda.

—¿Dónde estás, hermano? —musitó para sí—. ¿Dónde estás?

Era tal la confusión que reinaba a su alrededor, que no lo vio hasta que una cortina de humo se rasgó y apareció una silueta acuclillada junto a la base de la pirámide. Tenía una caja gris a sus pies, de la que partía un grueso cable negro que llegaba hasta la zanja a unos cien metros de distancia. A Jalifa no le cupo duda de quién era, ni de lo que estaba haciendo.

—¡Ya te tengo! —gritó echando a correr.

Vio que algo se movía a su izquierda, se volvió y disparó. Un hombre vestido de negro cayó de espaldas sobre un montón de escudos. Otro asomó desde detrás de una caja de madera y Jalifa le disparó también, alcanzándolo en el pecho. No disponía más que de unos segundos. De pronto se vio envuelto en una humareda tan densa que le impidió ver, y tropezó. Consiguió mantener el equilibrio, y, aunque sin saber si iba en la misma dirección, siguió corriendo. La humareda era tan densa que temió asfixiarse. Pero el humo se disipó de pronto como por ensalmo. Y, allí, a sólo unos metros, estaba Saif al-Thar con una mano junto al botón del detonador, dispuesto a destruir los restos del ejército de Cambises.

Jalifa se arrojó de un salto sobre su hermano y lo hizo caer de espaldas contra la roca.

Por un instante, Saif al-Thar se quedó inmóvil, inerte. Un hilo de sangre brotó de su sien derecha. Pero se rehízo y embistió a Jalifa como una fiera.

—¡Te mataré! —gritó—. ¡Te mataré! —Lo cogió por la cabeza y se la golpeó repetidamente contra la roca—. ¡Me has traicionado, Yusuf! ¡Mi hermano! ¡Mi propio hermano! —Lo puso de rodillas y le dio un puñetazo en la boca—. ¡No puedes luchar contra mí! ¡Soy demasiado fuerte! Siempre lo he sido. Dios está conmigo. Volvió a golpearlo, una y otra vez, hasta lograr tumbarlo en la arena. Entonces se volvió hacia el detonador. Pero Jalifa le lanzó una patada que le hizo doblar la rodilla. Saltó entonces encima de él y le sujetó las manos contra el suelo.

—¡Yo te quería! —le gritó entre lágrimas—. Eras mi hermano. ¿Por qué tuviste que convertirte en esto?

—Porque son malvados —repuso Alí, forcejeando desesperadamente para soltarse—. Todos ellos. Malvados.

—¿Y las mujeres y los niños inocentes? ¿También son culpables?

—¡Sí! ¡Mataron a nuestro padre! —Saif al-Thar logró soltarse una mano y trató de meterle los dedos en los ojos a Jalifa—. ¿Es que no lo ves? Mataron a nuestro padre. ¡Destrozaron nuestras vidas!

—¡Fue un accidente, Alí! ¡No fue culpa suya!

—¡Sí que lo fue! ¡Destrozaron a nuestra familia! Son malvados. ¡Todos ellos! ¡Demonios! —Con tremenda fuerza se quitó a Jalifa de encima, se levantó y le dio una patada en las costillas—. ¡Los mataré a todos! ¿Me oyes? ¡No voy a dejar ni uno con vida!

Siguió dándole patadas hasta el mismo borde de la zanja. Desesperado, Jalifa miró alrededor en busca de algo que pudiese utilizar como arma. Vio una daga de aquel milenario ejército, con la hoja mellada y verdosa. La empuñó y trató de mantener a Saif al-Thar a distancia, pero éste se arrojó rápidamente sobre él, le cogió la muñeca y, arrodillándose encima de su pecho, fue acercando la hoja de la daga al cuello de Jalifa.

—Creen que pueden tratarnos como a animales —gritó Alí—. Creen que están por encima de la ley. Pero no están por encima de la ley de Dios. Dios ve su maldad. ¡Y Dios clama venganza!

Seguía acercando la punta de la daga al cuello de Jalifa, que porfiaba por desviarla. Pero Alí era demasiado fuerte y no pudo impedir que la punta de la daga llegase a rozar su nuez y le rasgase la piel.

De pronto, Saif al-Thar apartó el arma y lo miró a los ojos. El clamor de la batalla había cesado y al parecer sólo ellos dos seguían peleando.

—Adelante. ¡Hazlo! —le gritó Jalifa.

Aunque Jalifa ya no tratase de impedírselo, Alí empuñaba la daga como si aún le sujetase la muñeca, atenazado por una fuerza invisible.

—¡Hazlo! —repitió Jalifa—. Ya es hora. Quiero librarme por fin de ti. Sé de nuevo mi hermano. Mi buen hermano. Anda, ¡hazlo!

Jalifa hizo acopio de valor y cerró los ojos. La hoja penetró una décima de milímetro más en su piel y un hilo de sangre se deslizó por su cuello. Pero Saif al-Thar volvió a apartar la hoja. Se levantó y, al notarlo, Jalifa abrió los ojos.

Los dos hermanos se miraron fijamente, como si ambos buscasen la respuesta a tantas cosas que no comprendían. Al cabo, Saif al-Thar dio media vuelta y fue hacia la caja del detonador. Cuando apenas había dado cuatro pasos, una ráfaga lo alcanzó en un costado y lo arrojó contra la roca. Quedó sentado al pie de ésta, sangrando por la nuca. Al instante, otra ráfaga le perforó el pecho.

Saif al-Thar cayó hacia delante y rodó hasta la zanja, mezclándose con una maraña de brazos y piernas, como si los soldados de Cambises le acogiesen como uno de los suyos.

Jalifa alzó la vista, aterrorizado. A diez metros de él estaba Daniel, que, empuñando un fusil, avanzó lentamente, se agachó y arrancó el cable del detonador. Jalifa se dejó caer hacia atrás y miró al cielo, cegado por las lágrimas.

—¡Oh, Dios! —musitó—. ¡Oh, Alí!

Dravic alejó a Tara del borde de la duna. El campo de batalla desapareció de su vista. Ella empezó a darle puñetazos y a arañarlo, pero el alemán era demasiado fuerte y la zarandeaba como si fuese una muñeca de trapo. Tara no se molestaba en gritar, consciente de que nadie podía oírla entre el estruendo de las explosiones y el fragor de las armas automáticas.

—Te daré una lección que nunca olvidarás —masculló él—. Lo has destrozado todo, y vas a pagar por ello.

Dravic siguió tirando de Tara hasta que se hubieron alejado un buen trecho de la cima. Entonces la obligó a ponerse boca abajo, hundió el pie derecho en la arena y la rodilla izquierda en la rabadilla de Tara, que lanzó el puño hacia atrás para golpearlo en la entrepierna. Pero Dravic era muy alto, y no hizo más que rozarle el muslo. El alemán le tiró entonces del pelo y le echó la cabeza hacia atrás. Tara sintió náuseas al oler su apestoso sudor.

—Cuando haya terminado contigo desearás que te hubiese violado.

—Eres muy valiente —dijo ella con la voz entrecortada—. Todo un héroe que asesina a mujeres y a niños.

Dravic se echó a reír y le llevó la cabeza aún más hacia atrás haciéndole crujir las cervicales.

—No voy a matarte —dijo—. Eso sería demasiado amable por mi parte. Sólo voy a rajarte un poquito —añadió a la vez que sacaba la paleta del bolsillo y la esgrimía ante sus ojos—. Me conformaré con saber que cada vez que te mires al espejo recordarás este ratito de intimidad —añadió mostrándole el afilado canto de la paleta—. Aunque tendrás que suplicarme para que te deje un ojo con el que puedas mirarte.

Deslizó el filo de la paleta por la mejilla derecha de Tara y luego hasta el pecho. Le dio con la punta en el pezón, que se endureció ligeramente.

—Bueno, bueno... —dijo Dravic entre risas, a la vez que apartaba la tela de la blusa con la paleta y descubría el pecho—. Eres una zorra, ¿eh? Te va la marcha, ¿verdad?

—¡Que te jodan, Dravic!

Tara trató de escupirle pero tenía la boca tan reseca que no le quedaba saliva. Dravic se inclinó hacia ella casi rozándole la cara con la suya, con los labios húmedos y temblorosos.

—¿Con qué quieres que empecemos? ¿Con una oreja? ¿Con un ojo? ¿Con un pezón?

Dravic se llevó la paleta a la boca, la lamió y se la acercó a un pezón, echándose ligeramente hacia atrás para evitar que ella le metiese los dedos en los ojos. Tara notó el roce de la paleta y, al comprender que estaba decidido a rajarla, agarró un puñado de arena y se la echó a la cara.

—¡Maldita zorra! —bramó él, soltándole el pelo y llevándose las manos a los ojos—. ¡Maldita zorra!

Tara se escabulló y rodó hacia un costado. Él estaba en cuclillas, con los ojos llorosos a causa de la arena. Tara aprovechó para hacer acopio de todas sus energías y le dio una patada en los testículos. El alemán profirió un grito agudo y se dobló hacia delante retorciéndose de dolor.

—¡Te voy a rajar la puta cara! —le gritó.

Trató de darle un tajo en una mejilla, pero Tara lo esquivó y empezó a gatear a lo largo de la falda de la duna. Dravic fue tras ella. Saltó hacia delante sin lograr alcanzarla. Volvió a saltar y consiguió agarrarla de la blusa. Ambos rodaron cuesta abajo, envueltos en una nube de arena, a través de la cual se entreveían fugazmente retazos de cielo y de la zanja llena de cadáveres.

Al llegar abajo, Tara se quedó inmóvil, aturdida y desorientada. Pero enseguida reaccionó y se puso en pie. Dravic, que había ido a parar a unos diez metros de ella, también reaccionó al instante y se irguió esgrimiendo la afilada paleta. Sangraba por la nariz.

—¡Hija de puta! —bramó—. ¡Maldita zorra!

Avanzó hacia ella hundiéndose hasta los tobillos en la arena, sorprendentemente profunda. Tara retrocedió y fue a dar media vuelta para echar a correr, pero se detuvo al ver que, al dar una larga zancada, el alemán se hundía aún más, ahora hasta las rodillas. De pronto, Dravic dejó de mirarla. Echó el cuerpo hacia atrás e intentó levantar una pierna, pero algo parecía tirar en sentido contrario, hacia abajo.

—¡Oh, no! —clamó Dravic—. ¡Esto no, por favor! —añadió mirando a Tara con expresión de pánico—. ¡No, por favor!

Permaneció inmóvil por unos instantes, con expresión de súplica. Luego empezó a forcejear, con el rostro contorsionado por el terror. Saltaba hacia arriba intentando liberar las piernas, pero sólo conseguía hundirse más en las arenas movedizas, que ya le llegaban hasta los muslos. Y siguió hundiéndose; hasta la entrepierna, hasta la cintura. Volvió a echar el cuerpo hacia atrás, se apoyó con las manos en la arena e intentó tirar hacia arriba, pero se le hundieron también las manos. Las sacó rápidamente, empuñando aún la paleta, y volvió a intentarlo, en vano. La arena le llegaba ya a las costillas. Dravic empezó a llorar.

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