El enigma de Cambises (38 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

—Lo sé —dijo Jalifa posando una mano en su hombro—. Y ahora necesito saber dónde.

La casa de la misión arqueológica de la Universidad de Chicago se hallaba en un frondoso recinto de hectárea y media en Corniche el-Nil, a mitad de camino entre los templos de Luxor y Karnak. El extenso edificio, de estilo rural, con muchos patios, senderos y arcos, era, durante los seis meses al año en que estaba abierto, el hogar de un variopinto grupo de egiptólogos, pintores, estudiantes y conservadores; unos estudiaban y la mayoría trabajaba al otro lado del río, en el templo de Medinet Habu. La misión de la Universidad de Chicago llevaba casi tres cuartos de siglo registrando con infinita paciencia los relieves e inscripciones del templo.

Era media tarde cuando Jalifa llegó a la verja de la entrada y mostró su placa a los centinelas, que llamaron a las oficinas. Al cabo de tres minutos, una joven estadounidense salió a recibirlo.

El inspector le explicó el motivo de su visita y la joven lo acompañó por el recinto.

—El profesor Az-Zahir es encantador —dijo la joven mientras cruzaban los jardines—. Viene todos los años. Pasa el día en la biblioteca; casi forma parte del mobiliario.

—Tengo entendido que ha estado delicado de salud.

—A veces parece un poco confuso, aunque, ¿conoce a algún egiptólogo que no lo esté? Pero se encuentra bien.

Pasaron por un sendero flanqueado de árboles y luego por una columnata paralela al edificio. El aire olía a hibisco, jazmín y hierba recién cortada. A pesar de su proximidad a Corniche, el recinto era tranquilo y no se oían más que los pájaros y el siseo de las bocas de riego por aspersión.

La joven lo condujo a través de la columnata, cruzaron un patio y llegaron a la parte trasera del edificio.

—Allí lo tiene —dijo señalando a un hombre que se hallaba sentado en un sillón blanco de madera, a la sombra de una acacia—. Está dando su cabezada de todas las tardes. Pero no le importe despertarlo. Le encanta recibir visitas. Pediré que les traigan té.

La joven dio media vuelta y regresó a la casa. Jalifa se acercó al profesor, que estaba repantigado en el sillón, con la cabeza gacha. Era un hombre menudo, calvo y arrugado como una pasa, con las manos y la calva cubiertas de manchas marrones. Tenía las orejas grandes y se le transparentaban con la luz del sol. A pesar del calor llevaba un grueso traje de lana. Jalifa se sentó en el sillón contiguo y posó una mano en su brazo.

—¿Profesor Az-Zahir?

El anciano farfulló algo, tosió y, lentamente, abrió los ojos y miró a Jalifa, quien por un instante pensó que el profesor tenía aspecto de tortuga.

—¿El té? —preguntó con un hilillo de voz.

—Enseguida lo traen.

—¿Qué?

—Que enseguida lo traen, profesor —repitió el inspector elevando el tono de voz.

Az-Zahir miró el reloj.

—Es demasiado temprano para el té.

—Es que he venido a hablar con usted —le explicó Jalifa—. Soy un amigo del profesor Mohamed al-Habibi.

—¡Habibi! —exclamó el anciano—. Habibi cree que estoy senil. Y.. ¡tiene razón! —añadió echándose a reír y tendiéndole la mano, temblorosa—. ¿Con quién tengo el honor...?

—Soy Yusuf Jalifa. Fui alumno del profesor Habibi. Y ahora soy policía.

El anciano asintió con la cabeza, rebulléndose un poco en el sillón. Jalifa reparó en que mantenía la mano izquierda en el regazo, en una extraña postura, como si no pudiese moverla. AzZahir notó que se había fijado en ello.

—Del infarto —dijo el profesor.

—Perdone...

—Cosas peores ocurren en la vida —dijo Az-Zahir en tono desenfadado—, como ser alumno del bobalicón de Habibi —añadió echándose a reír de nuevo y dejando ver su desdentada boca—. ¿Y cómo está ese viejo zorro?

—Me ha pedido que lo salude de su parte.

—Me extraña.

En aquel momento llegó un joven con dos tazas de té en una bandeja, que dejó encima de una mesita entre ambos. Az-Zahir no acertó a cogerla, y el inspector se la acercó. El profesor bebió un sorbo. Desde una pista cercana les llegaba el ruido del peloteo de un partido de tenis.

—¿Cómo me ha dicho que se llama usted?

—Yusuf, Yusuf Jalifa. Me gustaría hablar con usted sobre el ejército perdido de Cambises.

El profesor tomó otro sorbo de té.

—El ejército de Cambises, ¿eh?

—El profesor Habibi me ha dicho que nadie sabe más de eso que usted.

—Bueno... desde luego sé más que él, pero eso no es decir mucho.

Az-Zahir se terminó el té y le tendió la taza a Jalifa para que la dejase en la mesa. Una avispa revoloteó por encima de la bandeja. Estuvieron unos momentos en silencio y la cabeza volvió a vencérsele al profesor hacia el pecho, como si estuviese hecho de cera y empezara a derretirse con el calor de la tarde. El inspector temió que volviera a quedarse dormido, pero de pronto el anciano estornudó y la sacudida pareció despejarlo.

—Bueno... —refunfuñó. Sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó—. El ejército de Cambises. ¿Qué es lo que quiere usted saber?

Jalifa sacó el paquete de cigarrillos que había comprado de camino desde la orilla oeste y encendió uno.

—Pues... cualquier cosa que pueda usted decirme. Se perdió en el Gran Mar de Dunas, ¿verdad?

Az-Zahir asintió con la cabeza.

—¿Es posible precisar más el lugar? —preguntó el inspector.

—Según Heródoto ocurrió a mitad de camino entre un lugar llamado Oasis, o Isla de los Benditos y la tierra de los amonitas. —El profesor volvió a estornudar y hundió la nariz en el pañuelo—. Que sepamos, con «Oasis» se refiere a Al-Jharga —explicó con la voz amortiguada por el pañuelo—. Pero algunos sostienen que se trata de Al-Farafra. A decir verdad, nadie lo sabe. La tierra de los amonitas es Siwa, que está entre los dos oasis. Eso es lo que Heródoto dijo.

—¿Y Heródoto es la única fuente?

—Bueno... Ctesias menciona ese ejército, y también Plutarco y Estrabón, pero no entran en detalles.

El profesor terminó de sonarse la nariz y deslizó una mano por un lado de la chaqueta, tratando de guardarse el pañuelo. Pero no acertaba. Terminó por desistir y se lo remetió en la manga de la chaqueta. Oyeron pisadas por la gravilla; eran dos tenistas que, después de terminar el partido, pasaron junto a ellos en dirección a la casa.

—El tenis es un juego ridículo —farfulló Az-Zahir—. Pasarse la pelota de un lado a otro de la red... Qué bobada. Eso sólo han podido inventarlo los ingleses. —Meneó la cabeza con expresión de desagrado y añadió—: Quizá no me vendría mal un cigarrillo.

—Perdone, debería haberle ofrecido.

Jalifa le pasó uno y se lo encendió. El anciano dio una profunda calada.

—Me gusta. Después del infarto los médicos me dijeron que no debía fumar, pero estoy seguro de que uno no va a hacerme daño.

Az-Zahir estuvo fumando unos momentos en silencio, sujetando el cigarrillo con los dedos muy cerca de la brasa, inclinado hacia delante como si estuviese muy concentrado en algo. Casi se había terminado el cigarrillo cuando volvió a hablar.

—Probablemente fue el
jasim
, el viento del desierto, lo que los sepultó —dijo—. A veces es espantoso, sobre todo en primavera. Espantoso —repitió, ahuyentando una mosca—. Llevan tratando de encontrar ese ejército prácticamente desde que desapareció. El propio Cambises envió una expedición en su busca; y otro tanto hicieron Alejandro Magno y los romanos. Se ha convertido en algo místico, como El Dorado.

—¿Lo ha buscado usted?

El anciano refunfuñó por lo bajo.

—¿Qué edad cree que tengo? —preguntó. Jalifa se encogió de hombros, un poco violento. —Vamos, ¿cuántos años me echa? —insistió el viejo.

—¿Setenta?

—Me halaga usted. Tengo ochenta y tres, y he pasado cuarenta y seis de ellos en el desierto occidental, buscando ese condenado ejército. ¿Y sabe lo que he encontrado en esos cuarenta y seis años? —Hizo una pausa y añadió—: Arena. Eso es lo que he encontrado. Miles y miles de toneladas de arena. Más arena que ningún otro arqueólogo de la historia. Me he convertido en un experto. —Rió con aire melancólico inclinándose hacia delante. Apuró el cigarrillo, lo apagó en el brazo del sillón y echó la colilla en la taza del té—. No hay que tirar las colillas al suelo, pues ensucian el jardín. Y es un jardín muy bonito, ¿no cree usted?

Jalifa asintió con la cabeza.

—Es la razón principal de que viniese aquí —agregó Az-Zahir—. La biblioteca es maravillosa, por supuesto. Pero es el jardín lo que realmente me encanta; tan apacible. Me gustaría morir aquí.

—Estoy seguro de que...

—Ahórrese los tópicos, joven. Soy viejo, estoy enfermo y, cuando me llegue la hora, espero que sea en este sillón a la sombra de esta maravillosa acacia.

El anciano tosió. El joven que les había llevado el té se acercó a retirar la bandeja.

—O sea que nunca se ha encontrado rastro de aquel ejército, ¿no? —dijo Jalifa—. No hay pistas sobre dónde pudo quedar sepultado.

Az-Zahir parecía no escucharlo. Pasaba la mano por el brazo del sillón, musitando algo para sí.

—¿Profesor?

—¿Sí?

—Nunca se ha encontrado ningún rastro de ese ejército, ¿verdad?

—Oh, no faltan quienes aseguran saber dónde está —contestó Az-Zahir—. A principios de este año una expedición creyó haberlo encontrado. Pero no son más que chaladuras, teorías disparatadas. Si se les pide pruebas tangibles, nunca las aportan. —Se metió el índice en la oreja y empezó a escarbar—. Pero un estadounidense...

—¿Un estadounidense?

—Un buen hombre. Joven. Muy independiente, y buen conocedor del tema —dijo el profesor sin dejar de hurgar en su oreja—. Estuvo trabajando allí por su cuenta. En el desierto. Y tenía una teoría sobre una pirámide.

—¿Una pirámide? —exclamó Jalifa, vivamente interesado.

—No exactamente una pirámide, sino una gran roca en forma de pirámide. Eso es lo que decía. Aseguraba haber encontrado inscripciones en la roca. Estaba convencido de que las habían hecho los soldados del ejército de Cambises. Me llamó desde Siwa y me dijo que había encontrado rastros, y que me enviaría fotografías. Pero nunca las recibí. Y luego, al cabo de un par de meses, encontraron su jeep carbonizado. Y a él dentro. Una tragedia. Se llamaba John Cadey. Un buen hombre. Muy independiente.

Dejó de escarbar en su oreja y se miró el dedo.

—¿Recuerda dónde estaba excavando? —preguntó Jalifa.

Az-Zahir se encogió de hombros, algo cansado ya.

—En el desierto —contestó tras soltar un suspiro—. Pero... el desierto es muy grande, ¿no? He pasado muchos años allí. Junto a una gran roca en forma de pirámide. Eso es lo que me dijo. Un buen hombre. Por un instante pensé que quizá hubiese encontrado algo. Y luego, tuvo aquel accidente. Muy triste. Nunca lo encontrarán. Me refiero al ejército. Nunca. Es oro falso. Un espejismo. Cadey. Se llamaba Cadey.

La voz del profesor se debilitaba por momentos, hasta que dejó de hablar. Jalifa lo miró. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho. Su brazo bueno colgaba por un lado del sillón y empezó a roncar. Permaneció unos segundos observándolo, luego se levantó, lo dejó en su sopor y volvió a la casa.

La biblioteca de la casa de la misión arqueológica, la mejor biblioteca de egiptología de Egipto después de la de El Cairo, ocupaba dos salas de la planta baja del edificio, sendos espacios de techo alto y estanterías que olían a barniz y a papel.

Jalifa le mostró su placa al bibliotecario y le explicó lo que deseaba. El bibliotecario, un joven estadounidense que llevaba unas gafas redondas y una poblada barba, se frotó el mentón, pensativo.

—Bueno... tenemos algunos libros que podrían serle útiles. ¿Sabe alemán?

Jalifa meneó la cabeza.

—Es una pena.
Drei Monate in der Libyschen Wüste
, de Rohlfs, es muy bueno. Probablemente sea lo mejor que se ha escrito acerca del desierto occidental, pese a que ya tiene cien años. Pero nunca se ha traducido. De modo que supongo que no va a servirle de nada. Sin embargo, hay otras muchas cosas, en árabe y en inglés. Y también tenemos buenos mapas topográficos, algunos de ellos aéreos. A ver qué puedo encontrarle.

El bibliotecario desapareció por una puerta y dejó a Jalifa junto a una estantería cubierta de volúmenes sobre los primeros tiempos de la egiptología: entre ellos el de Belzoni sobre sus investigaciones en Egipto y Nubia;
Monumenti dell'Egitto e della Nubia
, de Roselini, y los doce volúmenes de
Denkmäler aus Aegypten und Aethiopien
de Lepsius.

El inspector pasó los dedos por los lomos, sacó un ejemplar de
Ancient Egyptian Paintings
de Davies, lo apoyó en la estantería y lo abrió con sumo cuidado.

Veinte minutos después, cuando regresó el bibliotecario, que le dio una discreta palmadita en.el hombro, aún estaba leyendo.

—Le he dejado varios libros en la sala de lectura, encima de la mesa que está junto a la ventana. No es todo lo que tenemos sobre el tema, pero puede servirle. Llámeme si necesita algo más.

El joven volvió a su mesa. Jalifa dejó el libro de Davies en la estantería y pasó a la sala contigua, donde había una hilera de mesas flanqueadas por estanterías. En la mesa del fondo, junto a la ventana, que daba a los jardines, había dos filas de libros. Fue hasta allí, se sentó y empezó a hojear uno de los volúmenes.

Tardó tres horas en encontrar lo que quería. Lo localizó en un pequeño volumen titulado
Viaje a través del Gran Mar de Dunas
, escrito en 1902 por el explorador inglés John de Villiers, que se propuso rehacer, a la inversa, la expedición topográfica de Rohlfs de 1874, partiendo de Siwa con guías nativos y una caravana de quince camellos hacia el oasis de Dajla, seiscientos kilómetros al sudoeste. Veinte días de enfermedad y de abastecimiento insuficiente los obligaron a desviarse a Al-Farafra, donde desistió de su objetivo. Sin embargo, lo que le interesaba a Jalifa no era cómo había terminado la expedición, sino algo que había sucedido ocho días después de emprenderse:

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