El enigma de Cambises (36 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

—No me gusta usted, Jalifa —masculló—. Nunca me ha caído bien, ni nunca me caerá. Es usted arrogante, insubordinado; un puto incordio. —Dio un paso hacia el inspector apretando los dientes como un boxeador que saltase al ring y añadió—: También es usted el mejor detective del cuerpo. No crea que no lo sé. Y, aunque no se lo crea, nunca le he deseado ningún mal. De modo que escúcheme con atención: acepte el ascenso, vaya a Ismailía y olvídese del caso. Porque, créame, si no lo hace, no tendré modo alguno de protegerlo.

Miró fijamente a Jalifa por unos momentos y a continuación volvió a darle la espalda, mirando hacia la ventana.

—¡Y cierre la puerta al salir!

31

En el desierto occidental

Lo primero que notó Tara fue el calor. Era como si ascendiese desde las profundidades de un gélido lago y el agua fuese aumentando de temperatura hasta hervir al llegar a la superficie. Estaba segura de que si seguía allí mucho tiempo se cocería viva. Trató de nadar hacia abajo, de sumergirse hacia las frías profundidades del lago. Pero su cuerpo parecía haber adquirido una insólita capacidad de flotación y, por más que lo intentaba, no conseguía sumergirse más que unos centímetros. Forcejeó durante unos momentos, porfiando por descender, pero inútilmente, hasta que al fin desistió y poniéndose boca arriba se resignó a cocerse.

Abrió los ojos. Estaba en el interior de una tienda. A su lado, mirándola, se encontraba Daniel, acariciándole la cabeza.

—Bienvenida —le dijo.

A Tara le dolía la cabeza. Sentía la boca seca como si la tuviese llena de papel. Permaneció inmóvil por unos segundos y luego trató de incorporarse. A dos metros de ellos, junto a la entrada de la tienda, vio a un hombre sentado con una metralleta en el regazo.

—¿Dónde estamos? —musitó Tara.

—En el desierto occidental —contestó Daniel—. En el Gran Mar de Dunas, creo que entre Siwa y Al-Farafra.

Tara casi no podía respirar. El aire le abrasaba la boca y la garganta como si bebiese lava. Apenas veía nada a través de la entrada de la tienda, sólo una franja de arena. Oía gritos y el ruido de unos generadores. Estaba sedienta.

—¿Qué hora es? —preguntó. Daniel miró el reloj.

—Las once —respondió.

—Me han traído en el maletero de un coche —dijo Tara tratando de poner en orden sus ideas—. Y luego en un helicóptero.

—Yo no recuerdo nada —dijo él encogiéndose de hombros—, sólo la tumba.

Levantó la mano lentamente y se tocó el lado derecho de la cabeza. Le habían limpiado la sangre que Tara le había visto en la mejilla y en el cuello, a no ser que lo hubiese soñado. Tara deslizó una mano por la alfombra y le tocó los dedos.

—No sabes cuánto lo lamento, Daniel. No debería haberte mezclado en esto.

—Me he mezclado yo solo —dijo él con una sonrisa—. No ha sido culpa tuya.

—Tendría que haberte hecho caso y dejar la tablilla en Saqqara.

—Quizá —dijo él, y le dio un beso en la frente—, pero no te habrías divertido tanto. Trabajando en las excavaciones nunca me lo he pasado tan bien. Además, no viene mal estar mezclado en el mayor descubrimiento arqueológico de la historia. Merece la pena, aunque sea a costa de un buen coscorrón.

Tara comprendió que trataba de animarla y procuró que Daniel creyese que sus palabras surtían efecto. Pero lo cierto era que estaba asustada y desesperanzada; y, aunque bromease, tenía la certeza de que Daniel se sentía igual. Lo veía en sus ojos y en cada uno de sus gestos.

—Van a matarnos, ¿verdad? —dijo Tara.

—No necesariamente. Tenemos muchas probabilidades de que, una vez que encuentren al ejército...

Tara lo miró fijamente.

—Van a matarnos, ¿verdad? —repitió.

—Sí —repuso Daniel al cabo de unos segundos, con la cabeza gacha—. Es lo más probable.

Ambos se sumieron en un largo silencio; Daniel inclinado hacia delante, abrazándose las piernas y con el mentón apoyado en las rodillas. Tara se levantó y estiró las piernas. Le palpitaban las sienes. El centinela no les quitaba ojo, impasible. No se molestaba en apuntarles, y por un instante Tara pensó que podían desarmarlo y escapar. Pero desechó la idea casi de inmediato, porque, aunque lograsen salir de la tienda, ¿adónde podrían ir? Se hallaban en pleno desierto. Aquel centinela tenía una misión sólo disuasoria, pues sus auténticos carceleros eran la arena y el calor. Sintió ganas de echarse a llorar, pero tenía los ojos tan secos que no le habrían salido las lágrimas.

—Estoy muerta de sed —musitó.


Ehna aatzanin. Aazin mayya
—le dijo Daniel al centinela, que los miró y después, sin apartar la mirada de ellos, le gritó algo a un compañero que debía de estar vigilando fuera. Al cabo de unos minutos, un hombre entró en la tienda con una jarra de barro y se la tendió a Tara, que se la acercó a la boca. El agua estaba caliente y sabía a arcilla, pero bebió con avidez. Dio cuenta de la mitad de la jarra y luego se la pasó a Daniel, que bebió el resto.

Oyeron el sonido de los rotores de un helicóptero, cuyo paso hizo vibrar la tela de la tienda.

A medida que avanzaba la mañana arreciaba el calor. El sudor de la cara y del cuello de Tara se secaba casi al instante de brotar. Daniel estuvo dormitando un rato con la cabeza recostada en el regazo de Tara.

Más helicópteros sobrevolaron el campamento. Al cabo de aproximadamente una hora relevaron a su centinela y les llevaron comida (verdura cruda, queso y pan sin levadura, agrio, seco y difícil de tragar), pero ni Tara ni Daniel tenían apetito, y apenas comieron. El nuevo centinela era tan taciturno e impasible como el compañero al que había relevado.

Tara se dijo que debía de haberse quedado dormida, porque de pronto advirtió que les habían retirado la comida y que había vuelto el primer centinela. Lo miró fijamente a los ojos tratando de establecer alguna comunicación, pero él se mostró tan impasible y frío como antes.

—Me parece que es inútil tratar de comunicarse —dijo Daniel—. Para ellos somos como animales. Peor aún: somos
kufr
, infieles.

Tara volvió a acostarse, dándole la espalda al centinela, y cerró los ojos. Trató de pensar en su apartamento, en el terrario del zoo donde trabajaba, en Jenny, en el vivificante frío de las tardes de diciembre en Brockwell Park, en cualquier cosa que la distrajese del presente; pero no lograba concentrarse en nada. Las imágenes que se formaban en su mente se disipaban casi al instante, salvo una: el rostro de Dravic devorándola con los ojos, con su mirada repugnante y lasciva. Se removió varias veces, inquieta. Finalmente, se incorporó y hundió la cara entre las manos, desesperada.

A primera hora de la tarde, con un calor y un aire tan sofocantes que Tara creyó que ya no lo soportaría más, un hombre asomó la cabeza por la entrada de la tienda y le dijo algo al centinela, que se levantó y, apuntándoles con la metralleta, les indicó que saliesen.

Daniel y Tara se miraron, se pusieron en pie y salieron de la tienda.

La luz del sol era tan intensa que tuvieron que entornar los ojos para evitar que los deslumbrara.

La tienda formaba parte de un gran campamento instalado en el centro de un valle que se extendía entre dos dunas; la que quedaba a su izquierda era mucho más empinada que la que había a su derecha. Por todas partes había bidones de petróleo, sogas, balas de paja y cajones de madera para embalaje. Un helicóptero los sobrevoló a baja altura, con una red llena de cajones y bidones colgando de su panza. El aparato fue descendiendo hasta posarse en un rodal de arena, donde una docena de hombres con túnicas negras se arremolinaron alrededor, descargaron el equipo y se alejaron.

Tara apenas reparó en nada de todo ello, porque lo que llamó su atención de inmediato no fue el helicóptero ni el campamento, sino una peña de forma piramidal que se alzaba delante de ella. Su campo visual quedaba parcialmente bloqueado por las tiendas y los cajones, de modo que sólo podía ver la parte superior de la peña. Pero eso bastaba para hacerse una idea de su enorme tamaño. Producía desasosiego ver aquella roca negra emerger de la arena en pleno desierto. Tara se estremeció. Notó que los hombres del campamento procuraban no mirar aquella roca.

Se adentraron en el campamento escoltados por tres centinelas, uno por delante y dos por detrás, y ascendieron hasta un montículo, en lo alto del cual, bajo una sombrilla, estaba Dravic con un sombrero de paja.

—Espero que hayan dormido bien —dijo entre risas al verlos acercarse.

—Que te den por el culo —le espetó Daniel.

Desde lo alto del montículo se veía todo el valle, que se curvaba suavemente por la vertiente norte como entre gigantescas olas de arena. La roca negra quedaba justo enfrente de ellos, alzándose desde la base de la duna de la izquierda como la punta de una aguja que asomase de una tela amarilla. Al pie, varios hombres iban de un lado para otro con palas. De la base partían cinco largos tubos que llegaban hasta la cima de la duna y desaparecían por el otro lado. El ruido de los generadores era ahora casi ensordecedor.

—He pensado que les gustaría verlo —dijo Dravic en tono sarcástico—. Al fin y al cabo, no van a tener oportunidad de contárselo a nadie.

Tara vio que la desnudaba con los ojos. Asqueada, retrocedió detrás de Daniel. Dravic profirió un sonido ininteligible y se volvió hacia el valle. Sacó un puro del bolsillo de la camisa y se lo llevó a la boca.

—Encontrar el lugar ha sido más fácil de lo que pensábamos —alardeó—. Temía que las distancias que indicaban en la tumba sólo fuesen burdas aproximaciones, como suele ocurrir en muchos textos antiguos; pero nuestro amigo Dimacos sólo se equivocó por cinco kilómetros, todo un logro, teniendo en cuenta que carecía de los instrumentos de la moderna tecnología. —Encendió el puro y añadió—: Hemos empezado el reconocimiento aéreo temprano por la mañana, y al cabo de una hora hemos localizado el lugar. Después de las complicaciones de los últimos cuatro días, ha sido un paseo... Esperaba algo más excitante.

A su izquierda, dos motocicletas de trial remontaban la ladera de la duna, forzando los motores. Los profundos surcos que dejaban sus neumáticos en la arena daban la impresión de que estuvieran descorriendo sendas cremalleras en la ladera.

—Por lo demás —prosiguió Dravic muy ufano—, todo ha ido a la perfección. Hemos transportado un equipo completo: combustible para los generadores, cajones de embalaje y paja para proteger las piezas. Y llegará otro cargamento en una caravana de camellos. Ya hemos localizado varias inscripciones en una cara de la roca, lo que significa que el ejército debe de estar cerca. Todo lo que tenemos que hacer ahora es... —Hizo una pausa para dar una profunda calada a su puro y añadió—: Encontrarlo. Espero que dentro de un par de horas lo hayamos conseguido.

—Quizá no les resulte tan fácil como cree —dijo Daniel, fulminándolo con la mirada—. Estas dunas se desplazan y se hunden continuamente. Dios sabe a qué nivel debió de estar la superficie del desierto hace dos mil quinientos años. El ejército podría encontrarse sepultado a cincuenta metros de profundidad, o más. Cavarían durante semanas sin encontrarlo.

Dravic se encogió de hombros.

—Con los métodos tradicionales, tal vez —admitió—, pero por suerte disponemos del equipo más moderno.

Dravic señaló los cinco tubos que partían de la base de la roca. Tara reparó en que habían situado a dos hombres junto a cada tubo, uno a cada lado de la boca. Sujetaban lo que parecían asas a la vez que rastreaban la arena, que era absorbida hacia el interior de los tubos.

—Son aspiradores gigantescos —explicó Dravic—. Al parecer es el último grito en los países del golfo Pérsico. Las utilizan para limpiar las pistas de los aeropuertos, oleoductos e instalaciones similares. Funcionan básicamente por el mismo principio que los aspiradores caseros. Absorben la arena, que pasa a través de un tubo y queda depositada en un compartimento. En este caso, en uno bastante más grande, al otro lado de la duna. Pueden absorber casi cien toneladas de arena por hora. De modo que me parece que encontraremos a nuestro ejército antes de lo que usted supone.

—Los descubrirán —dijo Daniel—. No podrán mantener esta operación en secreto durante mucho tiempo.

Dravic se echó a reír a la vez que describía un amplio arco con el brazo derecho.

—¿Quién va a vernos aquí —exclamó—, en pleno desierto? ¡No me haga reír! El enclave más cercano se encuentra a ciento cincuenta kilómetros, y por aquí no hay pasillos aéreos para la aviación comercial. Lo que usted hace es confundir los deseos con la realidad, Lacage —agregó, echándole el humo a la cara y soltando otra risotada—. Imagino que se debate en un curioso dilema. Por un lado, debe de estar deseando que yo fracase; y, por otro, como arqueólogo seguramente desea que tenga éxito.

—A mí ese ejército me importa una mierda —le espetó Daniel.

—Miente, Lacage. Miente descaradamente. Anhela tanto como yo saber qué hay ahí abajo. Somos iguales.

—No se halague.

—Sí, Lacage, somos iguales. Ambos vivimos del pasado. Sentimos la irresistible necesidad de ahondar en él. No nos basta con saber que en algún lugar de este desierto está sepultado un ejército. Tenemos que encontrarlo. Tenemos que verlo. Tenemos que apoderarnos de él. Para los dos es intolerable que la historia nos oculte sus secretos. Lo conozco, Lacage, mejor de lo que se conoce usted mismo. Le importa más lo que yace ahí abajo que su propia vida, y más de lo que pueda importarle su amiga.

—¡No diga memeces, Dravic! —le espetó Daniel.

—¿De verdad? —dijo Dravic—. Yo creo que no. Podría degollarla delante de usted, y una parte de usted seguiría deseando que tenga éxito. Es una adicción, Lacage; una adicción para la que no hay cura. Y ambos la padecemos.

Daniel lo miró fijamente, y por un instante a Tara le pareció que las palabras de Dravic habían hecho mella en él. Notaba cierta confusión en su mirada, casi una contrariedad, como si acabaran de revelarle una parte de sí mismo que habría preferido ignorar. Pero esa mirada desapareció casi de inmediato y, meneando la cabeza, Daniel se metió las manos en los bolsillos en actitud desafiante.

—Que le den por el culo, Dravic.

El alemán sonrió.

—Le aseguro que si han de darle por el culo a alguien aquí, seré yo quien lo haga.

Dravic miró a Tara y luego hizo una seña con la cabeza a tres centinelas, que alzaron sus armas y obligaron a Tara y a Daniel a descender por el montículo en dirección al campamento.

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