El enigma de Cambises (35 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

En el desierto occidental

Tara se despertó dos veces durante el trayecto. Pero sólo fueron atisbos de luz en medio de las tinieblas que envolvían su mente. Primero vio un espacio sofocante y atestado que apestaba a gasolina. A pesar de la oscuridad impenetrable y del mortificante dolor de cabeza, se apercibió de que estaba dentro del maletero de un coche, en posición fetal, amordazada y con las manos atadas a los tobillos. Dedujo que debían de circular por un firme asfaltado, porque el traqueteo no era brusco a pesar de que tenía la sensación de que iban a bastante velocidad. Pensó que, en muchas películas, los encerrados en un maletero deducían por dónde iban prestando mucha atención a los sonidos y sensaciones que tuviesen durante el trayecto. Y eso trataba de hacer ella en ese momento, prestar atención a todo ruido que pudiese orientarla. Sin embargo, aparte del ocasional sonido de un claxon y de la música a todo volumen de un coche, no oyó nada que la orientase, y no tardó en volver a perder el conocimiento.

La segunda vez que recuperó momentáneamente el conocimiento oyó un ruido fuerte y sonoro por encima de su cabeza. Trató de concentrarse para captar qué era y luego abrió los ojos. Estaba sentada y atada a un asiento. Daniel se encontraba a su lado, con la cabeza inclinada sobre el pecho y una mejilla y el cuello ensangrentados. Le extrañó no sentir ninguna preocupación por él. Sencillamente notó que estaba allí. Al volverse vio que cruzaban por una enorme extensión amarillenta, que se le antojó un inmenso bizcocho, y se echó a reír. Casi de inmediato oyó voces y advirtió que le ponían una especie de saco en la cabeza. Antes de volver a verlo todo vidrioso, tuvo un instante de lucidez. «Estoy en un helicóptero —se dijo—. Sobrevolando el desierto hacia el ejército perdido de Cambises.» Luego se sumió de nuevo en las tinieblas, y ya no recordó nada.

Luxor

Jalifa se llevó dos sorpresas al llegar a la comisaría. La primera fue topar en el vestíbulo con el comisario Hassani, quien, en lugar de soltarle un rapapolvo por haber llegado tarde, lo saludó con un ademán que guardaba cierta similitud con la cordialidad.

—Me alegro de que ya haya llegado, Yusuf.

Si la memoria no le fallaba, era la primera vez que el comisario lo llamaba por su nombre de pila.

—Hágame un favor. En cuanto tenga un momento, venga a mi despacho. Pero no se preocupe. Al contrario. Tengo buenas noticias.

Hassani le dio una palmadita en el hombro y enfiló un pasillo.

La segunda sorpresa fue encontrar a Omar Abd el-Faruk sentado en su despacho.

—No ha querido esperar abajo —se justificó Sariya—. No quiere que lo vea nadie. Me ha dicho que tiene información acerca del caso de Abu Nayar.

Omar estaba sentado en un rincón del despacho, haciendo tamborilear los dedos sobre una rodilla, visiblemente incómodo.

—Bien, bien —dijo Jalifa tras sentarse a su mesa—. No esperaba que llegara el día en que un Abd el-Faruk viniese aquí por propia voluntad.

—Le aseguro que no he venido por mi gusto —replicó Omar.

—¿Quiere té?

Omar negó con la cabeza.

—Y... quiero hablar a solas —dijo señalando a Sariya—. Lo que tengo que decir es exclusivamente para usted.

—Mohamed es mi compañero —repuso Jalifa—, es tan...

—Sólo hablaré con usted a solas, o no hablaré —lo interrumpió Omar.

Jalifa suspiró resignado y asintió mirando a Sariya.

—Sólo serán unos minutos, Mohamed. Luego le informaré.

Su ayudante salió del despacho y cerró la puerta. El inspector le ofreció un cigarrillo a Omar, que lo rechazó, diciendo:

—He venido a hablar, no a intercambiar cortesías.

Jalifa se encogió de hombros, se retrepó en su asiento y encendió un Cleopatra.

—Pues bien, Omar, hablemos.

El nerviosismo de El-Faruk iba en aumento.

—Creo que unos amigos míos están en peligro —dijo bajando la voz—. Ayer vinieron a mi casa a pedirme ayuda. Y ahora han desaparecido.

—¿Y qué tiene eso que ver con Abu Nayar?

Omar miró alrededor como si quisiera asegurarse de que nadie lo oía.

—Hace dos días, cuando me citó usted aquí, me preguntó si se había descubierto otra tumba en las colinas.

—Y usted respondió que no sabía nada. ¿Debo deducir que, de pronto, ha recordado algo? —dijo Jalifa en tono sarcástico.

—Ya veo que le resulta divertido que un El-Faruk venga a pedirle ayuda —masculló Omar, fulminándolo con la mirada. Jalifa dio una calada a su cigarrillo y permaneció en silencio. —Bien —continuó Omar—. Efectivamente, Abu Nayar descubrió una tumba. No sé dónde, así que no se moleste en preguntármelo. Pero el hecho es que encontró una tumba. Se llevó una especie de tablilla, un trozo de yeso de la decoración. Mis amigos tenían esa pieza. Y ahora han desaparecido.

Oyeron estallar un cohete y Omar se rebulló inquieto en la silla.

—¿Y quiénes son esos amigos?

—Un arqueólogo llamado Daniel Lacage y una inglesa.

—¿No será por casualidad Tara Mullray? —preguntó Jalifa.

Omar enarcó las cejas.

—¿La conoce?

—Al parecer, ella y Lacage estuvieron implicados en un tiroteo en Saqqara hace dos días.

—Ya sé lo que piensa, Jalifa, pero he trabajado con el doctor Lacage durante seis años, y es una buena persona.

—Le creo —dijo el inspector asintiendo con la cabeza—. Aunque nunca me imaginé haciendo semejante profesión de fe en un El-Faruk —agregó en tono irónico.

Omar guardó silencio por unos instantes. Luego esbozó una sonrisa, algo más relajado.

—Bien... quizá sí le acepte un cigarrillo —dijo.

Jalifa se inclinó hacia delante y le tendió el paquete.

—¿Y qué ocurrió ayer exactamente, Omar?

—Como le he dicho, vinieron a casa a pedirme ayuda. Llevaban ese trozo de yeso en una caja. La inglesa dijo que su padre lo había comprado, pero que Saif al-Thar lo quería, y la embajada británica también.

—¿La embajada británica?

—Eso dijo la inglesa: que la embajada británica también lo quería.

Jalifa sacó un bolígrafo de la chaqueta y empezó a hacer garabatos en un trozo de papel, preguntándose qué demonios estaba pasando.

—¿Qué más?

—Querían saber de dónde procedía la pieza. Les dije que era peligroso y que debían dejarlo correr, pero no quisieron. El doctor Lacage es mi amigo. Y, si un amigo me pide ayuda, yo no se la niego. Les prometí que haría averiguaciones. Salí de casa a las cuatro de la tarde y al regresar ya no estaban. No he vuelto a verlos desde entonces.

—¿Sabe adónde han ido?

—Le comentaron a mi esposa que querían subir al Qurn. Temo por su seguridad, inspector. Especialmente después de lo ocurrido a Abu Nayar. Y a Suleimán al-Rashid.

Jalifa dejó de garabatear.

—¿Suleimán al-Rashid?

—Lo han quemado vivo.

Jalifa palideció.

—¿Quemado vivo?

Omar asintió con la cabeza.

—Oh, no, Dios mío. Suleimán... —musitó Jalifa sobrecogido.

—¿No lo sabía usted?

—He estado en El Cairo.

—Lo lamento —dijo Omar, bajando la cabeza—. He pensado que ya debía de haberse enterado. —Hizo una pausa y añadió—: Todo el mundo sabe lo que usted hizo por Suleimán.

—Le diré lo que he hecho yo por Suleimán... —Jalifa se tapó la cara con las manos—. ¿Sabe lo que he hecho? Matarlo. Si no hubiese ido a verlo aquel día... ¡Maldita sea! ¡Cómo pude ser tan estúpido!

Desde la calle les llegaban redobles de tambores. Guardaron silencio como si escuchasen.

—Quizá... debería marcharme ya, inspector —dijo Omar, levantándose lentamente—. Comprendo lo doloroso que ha de ser para usted... —agregó, poniéndose en pie.

—El trozo —lo interrumpió Jalifa.

—¿Cómo?

—El trozo de pared. ¿Lo ha visto?

—Sí —respondió Omar—. Lo he visto.

—¿Tiene una hilera de serpientes en la parte inferior, y jeroglíficos?

Omar asintió con la cabeza.

—Y... ¿recuerda alguno de esos signos jeroglíficos?

Omar reflexionó por un instante, se inclinó hacia delante y con el bolígrafo de Jalifa hizo un boceto en una hoja de papel que tenía delante. El inspector lo estudió.

—¿Está seguro de que es esto lo que vio?

—Creo que sí. ¿Sabe de qué se trata?

—El signo de una pirámide —repuso el inspector, que miró unos instantes el boceto y luego dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo—. Gracias, Omar —concluyó—. Sé lo difícil que ha sido para usted venir aquí hoy.

—Encuentre a mis amigos, inspector. Es todo lo que le pido. Encuentre a mis amigos.

Omar sintió el impulso de tenderle la mano a Jalifa, pero se abstuvo. Inclinó cortésmente la cabeza y salió del despacho.

Jalifa dedicó veinte minutos a informar a Sariya sobre lo sucedido en El Cairo y a preguntarle por los detalles del brutal asesinato de Suleimán. Después subió al despacho del comisario.

Normalmente, a Hassani le gustaba hacerlo aguardar por lo menos cinco minutos antes de recibirlo, pero ese día lo hizo entrar enseguida. Y no sólo eso, sino que por una vez le ofreció una silla decente.

—A mediodía tendré pasado a máquina un informe completo sobre la marcha de la investigación —dijo Jalifa adelantándose a las inevitables preguntas de Hassani.

—No se preocupe por eso. Tengo buenas noticias, Yusuf. —El comisario se retrepó en el sillón, adelantó el mentón y adoptó una pose similar a la del presidente Mubarak, cuya fotografía tenía colgada en la pared—. Me complace comunicarle que su solicitud de ascenso ha sido aprobada. Lo felicito.

Hassani sonrió, aunque había algo en su expresión que indicaba que no estaba tan complacido como pretendía aparentar.

—Bromea... —dijo Jalifa.

—Nunca bromeo —replicó el comisario, dejando de sonreír—. Soy policía.

—Claro, señor comisario. Perdone.

Jalifa no sabía qué decir. Era lo último que esperaba oír de boca de Hassani cuando le pidió que subiera a su despacho.

—De modo que quiero que se tome el resto del día libre, que vaya a casa, se lo comunique a su esposa y lo celebren. Mañana irá al congreso de Ismailía.

—¿A Ismailía?

—Sí. Hay un congreso sobre la policía urbana en el siglo XXI. Dura tres días. Lo compadezco, pero no hay más remedio que apechugar con estas cosas si se quiere progresar en el cuerpo.

Jalifa guardó silencio. Estaba exultante, como es lógico, pero había algo que...

—¿Y el caso? —preguntó.

El comisario hizo otro ademán desdeñoso y le dirigió una sonrisa forzada.

—No se preocupe por el caso, Yusuf. Puede esperar un par de días. Vaya a Ismailía y cuando vuelva reanude las investigaciones. No hay prisa.

—No puedo interrumpir la investigación en estos momentos, señor.

—Tranquilo, hombre, tranquilo, ¡acaban de ascenderlo! ¡Disfrútelo!

—Sí, pero...

El comisario soltó una risotada.

—Me temo que nuestro reglamento va a quedar en entredicho. ¡Pedirle a uno de mis hombres que trabaje un poco menos! No vaya a decírselo a nadie, ¿eh? Perjudicaría mi reputación.

Jalifa sonrió pero no se desvió de la cuestión.

—Se trata de tres asesinatos, comisario. Y han desaparecido dos personas. He comprobado que existe un vínculo con Saif al-Thar, y tal vez también con la embajada británica. No puedo interrumpir la investigación en estos momentos.

El comisario no dejó de reír mientras Jalifa justificaba su objeción. Pero su forzada risa dio paso al enojo. Empezaba a exasperarse.

—¿No quiere usted ese ascenso, Jalifa?

—¿Por qué no voy a quererlo?

—Es que... no me parece que se haya alegrado mucho; ni tampoco que lo agradezca demasiado.

El comisario puso especial énfasis en las dos últimas palabras, como si invitara a Jalifa a tomar buena nota.

—Lo agradezco, señor comisario, pero la vida de dos personas corre peligro. No puedo desaparecer por las buenas, ir a Ismailía y quedarme allí tres días.

Hassani asintió con la cabeza, como si supiese perfectamente a qué se refería el inspector.

—¿Cree que no podremos arreglárnoslas sin usted? —le dijo.

—No, señor comisario. Es que...

—¿Supone que la brigada no sabrá qué hacer en su ausencia?

—Señor comisario...

—¿Acaso cree que es usted el único que vela por la ley y el orden, que se preocupa por el bien y el mal? —le espetó Hassani en un tono de voz cada vez más alto. Estaba tan exasperado que se le marcaba una vena del cuello—. Pues déjeme que le aclare una cosa: he consagrado toda mi vida al bien de este país, y no voy a tolerar que un mierda como usted pretenda ser el único que se preocupa por él —añadió jadeante—. Ya ha conseguido lo que quería. Ha logrado su puto ascenso. Mañana, si sabe lo que le conviene, irá usted a Ismailía. Y no hay nada más que hablar.

El comisario echó el sillón hacia atrás, se levantó y fue hasta la ventana. Se detuvo a mirar hacia el exterior de espaldas a Jalifa, haciendo crujir los dedos de una mano.

Jalifa encendió un cigarrillo sin molestarse en pedirle permiso.

—¿Quién le ha mandado... hacer esto, señor?

Hassani no contestó.

—Ése ha sido el trato, ¿eh? Me ascienden y, a cambio, me olvido de la investigación. Ése ha sido el pacto, ¿no? O sea, un soborno.

Hassani hacía crujir los nudillos con tal fuerza que parecía que fuesen a dislocársele los dedos. Se volvió lentamente.

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