El enigma de la calle Calabria (14 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

A los postres, los hombres se acercaron a tomar café y coñac a la Venta, junto a la cual había una especie de pequeño estanque donde remansaba el agua de la fuente. Se sentaron a la mesa Adolfo Tusell, el arquitecto, don Alfredo, López Carrillo, Víctor Ros y el otro cuñado de Juan de Dios, Andreu Cadafalch.

—Bueno, bueno, ¿se quedarán ustedes a vivir aquí, en Barcelona, como mi cuñado? —preguntó Adolfo Tusell.

—No, no —dijo Víctor sonriendo—. Nos gusta mucho Barcelona, pero tenemos a la familia en Madrid.

—Viajo a Madrid regularmente -declaró el otro de los cuñados, Andreu-. Y debo decir que es una ciudad agradable.

—¿Por negocios? —preguntó don Alfredo.

—Aquí mi cuñado Andreu está metido en política. Ahí donde lo ven es un gerifalte en el Centre Catalá.

—Nada, nada, colaboro un poco, sólo eso.

—De Valentí Almirall —dijo Víctor.

—Exacto —apuntó López Carrillo.

—Es el fundador del
Diari Catalá,
¿no? —añadió Víctor.

—Vaya, está usted informado, Ros.

—Procuro estarlo. Me gusta leer y hojeo la prensa con atención, sólo es eso.

—No hagáis caso, tiene una memoria portentosa —añadió López Carrillo.

—Andará usted muy ocupado -dijo Víctor refiriéndose a Andreu.

—No se imagina, además las aguas vienen revueltas y pronto sufriremos una escisión. Al tiempo.

—Vaya.

—Yo procuro no meterme en política -dijo Adolfo Tusell—. Lo mío son los cálculos y los contrafuertes, qué los alumnos me salgan preparados y que construyan con solidez y armonía,

—Se viven momentos interesantes en esta ciudad —intervino Ros—.El panorama político es muy variado, estimulante. Están ustedes, los regionalistas, que viven un renacimiento, ¿cómo lo llaman ustedes?

—La
Renaixenca.

—Eso es —dijo Víctor.

Don Andreu Cadafalch tomó la palabra:

—Es cierto que vivimos una buena época, cuando los liberales tomaron el poder, con Isabel II, la cosas pudieron ponerse feas. Son partidarios del libre comercio y pretendían levantar los aranceles sobre los paños de Manchester. Afortunadamente, con la Restauración se nos aseguró que el gravamen sobre los productos ingleses se mantendría.

—Vaya —se sorprendió don Alfredo—. Pensaba que los liberales apoyarían más sus demandas de un Estado descentralizado.

—Pues en principio, sí —dijo Andreu—. Pero no podemos obviar que Cataluña es el único enclave industrializado aquí y, aun así, si nos comparamos con el norte de Europa, se puede decir que estamos en un momento de mecanización incipiente. Aún no podemos competir con los ingleses o los franceses. Poco a poco, hay que ir poco a poco. Al menos, en los últimos años hay cierta apertura. Con la Restauración y los acuerdos entre Cánovas y Sagasta parece que estamos recuperando nuestra cultura y nuestra lengua, sobre todo a través del excursionismo, el movimiento coral, por el que Clavé ha hecho mucho, y por la propia literatura. Hay gente muy notable que escribe en catalán y es muy leída por el pueblo, como Jacint Verdaguer, Ángel Guimerà y Narcís Oller.

—¿Y qué tal van ustedes con la clase obrera? ¿Gozan de predicamento entre ellos? —preguntó Víctor. Parecía que trataba de poner el dedo en la llaga.

—Poco, poco. El socialismo y, lo que es peor, el anarquismo. Ésas sí que son ideologías que pujan entre los más humildes —dijo Andreu con semblante preocupado.

Juan de Dios López Carrillo tomó la palabra:

—Debo decir que el asunto pinta mal, mira si no la algarada de ayer. Aquí mi amigo, el inspector Ros, quedó vivamente impresionado.

—Debo reconocer que siempre he sido muy crítico con las ideologías radicales, pueden dar al traste con las reformas —dijo Víctor, observando cómo sus interlocutores asentían—. Pero lo que presencié ayer me afectó, la verdad... los ojos de esa gente, el hambre. No tienen nada que perder y el socialismo y el anarquismo por lo menos les prometen algo. Habría que mejorar las condiciones de vida de esa gente si no queremos que las revueltas estallen. Las jornadas son de doce horas, muchos viven en chabolas inmundas y la mortalidad infantil es altísima. Así, cuando uno no tiene nada que perder, es fácil lanzarse a las barricadas.

—No se ha hecho público —continuó Juan de Dios—, pero el otro día cazamos a un joven anarquista, un criajo de Huesca, que intentaba entrar en el Liceo con una bomba. Su intención era lanzarla desde el anfiteatro a la platea.

—¡Menuda carnicería podía haberse armado! —exclamó don Adolfo Tusell—. No quiero ni pensarlo.

—Hasta ahora hemos mantenido a esa gente controlada. Tenemos infiltrados, pero el asunto se nos va de las manos. Un buen día nos la arman -sentenció López Carrillo.

—El asunto es peliagudo —dijo Víctor—. Y la dinámica política de aquí, muy compleja. Todo depende de un equilibrio muy delicado, si se me permite decirlo. Por ejemplo, dentro de los regionalistas, sin ir más lejos, tienen sus más y sus menos, muchas tendencias, me temo. Usted apuntaba algo de una escisión, Andreu...

—No se hace usted una idea, don Víctor —contestó éste—. Al principio el catalanismo era un movimiento más cultural que otra cosa, pero ahora, en los últimos tiempos, está adquiriendo una verdadera dimensión política. La cosa es más compleja de lo que parece. Así a vuela pluma podemos citar hasta cuatro corrientes: la primera, suscrita por una élite intelectual, se ciñe sólo al ámbito cultural, a saber: la
Renaixença.
La segunda es la del catalanismo republicano, los federalistas. No tiene visos de triunfar, la verdad, porque está dirigida a un auditorio más humilde al que seducen más las ideas socialistas. Además, la mayoría de los obreros no piensa en si se gestiona desde Madrid o desde Barcelona. Lo que quieren es comer y mejorar sus condiciones de trabajo, por no decir que la mayoría son de fuera de Cataluña. La tercera —unos reaccionarios— es la del catalanismo ligado al movimiento carlista y, por tanto, de origen rural. No goza de muchas simpatías entre la gente de la ciudad y no tiene futuro. Pura reacción, amigos, pura reacción. Y la cuarta, nosotros, la que se impondrá. Somos realistas y sabemos que en gran parte dependemos del proteccionismo en lo referente a los paños de Manchester, eso nos hace necesitar, en cierta medida, a Madrid. Por eso, un catalanismo serio, sustentado en una burguesía laboriosa, laica y de perfil moderado, nos permitirá poco a poco ir consiguiendo nuestros objetivos, ir ganando cotas de autogobierno a la vez que creamos riqueza. Algunos nos acusan de pactistas, pero es mejor un mal acuerdo que un buen pleito. Es lo que aquí llamamos el
seny.
Pienso.

—Me alegro, es un camino largo y difícil, pero saldrá bien a poco que los radicales no den la excusa perfecta para que se desencadene un violento movimiento de reacción —dijo Ros.

Todos asintieron.

—Sabias palabras —dijo don Adolfo Tusell, el profesor de arquitectura—. Somos muchos los que, no estando de acuerdo con las ideologías de los demás —particularmente me considero apolítico—, creemos que esta sociedad debe modernizarse y pienso, como don Víctor, que los cambios deben hacerse poco a poco, de manera paulatina.

Volvieron a asentir al unísono.

En eso entraron dos excursionistas vestidos de
sport.
Llevaban botas de montaña y se apoyaban en sendas varas que eran casi tan altas como ellos; transportaban mochilas a la espalda.

—¡Dichosos los ojos! —dijo Tusell—. Vengan, vengan. Miren, aquí unos amigos de Madrid, dos policías de relumbrón, don Víctor Ros y don Alfredo Blázquez; aquí dos conocidos míos, José Luis Tornell, ingeniero, y Antonio Gaudí, que fue alumno mío. A mis cuñados ya los conocen ustedes.

Todos se estrecharon las manos y tomaron asiento. Los dos excursionistas pidieron café.

—Aquí don Antonio es un hombre que promete —dijo Tusell—. Siendo aún un alumno de la facultad, los cálculos que hizo sobre el depósito de agua que deberá alimentar la cascada de la Ciudadela demostraron que los que había hecho el encargado eran erróneos.

—Sólo fue cuestión de suerte —dijo el excursionista, un hombre joven, de rostro agraciado, amplia frente, pelo abundante peinado con raya a un lado y una muy luenga barba algo ensortijada.

—¡Qué va, qué va! —insistió Tusell mientras traían el café a los dos recién llegados—. Han pasado muchos alumnos por mis manos y les aseguro que este joven llegará lejos. Hará cosa de un par de años ganó un concurso para diseñar y ejecutar unas farolas en la plaza Real y en el Pía del Palau: échenles un vistazo, merece la pena.

—Sí, sí, las hemos visto, admirables —dijo don Alfredo.

—Y esa casa, Antonio, la que prepara usted para el año que viene...

—Viçens.

—Ésa. Tengo una copia de los planos que don Antonio me dejó —dijo el cuñado de López Carrillo muy entusiasmado—. Y los diseños de la fachada, atrevidos, ¡exquisitos! Debería venir a verlos, don Víctor. ¿Le interesa la arquitectura?

—Algo, sí, me interesa más la innovación, que las ciudades sean repensadas, como está ocurriendo ahora con Barcelona.

—Ha hablado usted bien —dijo el joven Gaudí . Repensadas.

Tusell abundó en el tema

—Pues entonces lo llevaré a mi casa a ver los planos que mi ex alumno llevó a cabo para una vivienda de lujo en la calle de las Carolines. ¡Una maravilla! Ya hay quien define un nuevo movimiento... ¿Cómo dicen?... ¡El modernismo!

Gaudí sonrió y se excusó. Debían seguir su camino.

—Soy muy aficionado a la historia de mi tierra, y patear el campo y la montaña es una buena forma de recuperar el pasado. Además, es un buen ejercicio y mejora la salud —sentenció con un aire quizá demasiado afectado.

Se pusieron en pie ante la salida de los dos caballeros y volvieron a tomar asiento.

—Un tipo algo raro, ¿no? —dijo Andreu—. Apenas han apurado los cafés y ya se han ido.

—No, no, es muy buena gente, pero, como todos los genios, un poco reservado. Cuando le firmó el título, mi amigo Elies Rogent me dijo: «He aprobado a un loco o a un genio». Le costó terminar la carrera porque no tenía posibles, pero retengan su nombre, llegará lejos.

Después de la sobremesa, Víctor hizo un aparte con López Carrillo, el cual tenía información sobre el amante de don Gerardo Borrás, Paco Martínez Andreu.

—He tenido ocasión de hojear su expediente —dijo Juan de Dios mientras los dos caminaban bajo un enorme ficus—. El atestado de su última detención es impresionante. Tiene antecedentes por todo: prostitución, robo, agresión, extorsión, participó incluso en el secuestro de otra prostituta...

—¿Tuvo cómplices en ese secuestro?

—Dos desgraciados, marselleses, que murieron en una refriega con la policía. Su última fechoría no tiene precio: regentaba un prostíbulo... especializado.

—¿Especializado ?

—Sí, ya sabes, jóvenes, casi púberes. Hay clientes muy caprichosos que buscan cosas especiales.

—No te sigo.

—Vírgenes.

—¿Cómo?

—Como lo oyes. Una virginidad se paga a un buen precio, no creas, y hay tipos adinerados a los que les atrae mucho ser los primeros. La policía entró en su piso por una

denuncia anónima. Prostituía a chicas de diferentes edades, desde doce a dieciséis años. Había también algún que otro crío, varones.

—Todo concuerda. Según me dijo Eduardo, el enano contrataba a chicas, casi niñas, de los poblados marginales. Quizá el amante de don Gerardo y el enano están conchabados. El alcahuete le suministra mercancía a Paco Martínez Andreu, chicas de gente pobre. ¿Tienes su última dirección?

—Estuvo casado con una pintora que reside en el Poblé Sec. Acabaron separándose.

—Vaya. ¿Y después? ¿Tienes otra dirección? ¿No sabes dónde vivió después?

—Sí, claro, lo del prostíbulo ocurrió en la calle Petritxol, pero ya no vive allí, fue detenido por aquello.

—¿Y cómo es que no está en la cárcel?

—Con él fue detenido un joven de la alta sociedad, Santiago Berga. No sé muy bien cómo, pero ambos salieron absueltos. Me temo que las influencias del joven fueron de gran ayuda.

—Poderoso caballero... —sentenció Ros.

El lunes, de buena mañana, Víctor desayunó y ayudó a Eduardo a disfrazarse con sus antiguas ropas para que saliera a la calle a buscar con sus pilludos al enano, al que parecía haberse tragado la tierra. Nadie en Jefatura lo conocía y no había ni rastro de él. Víctor pensó que era cuestión de tiempo, se sentía optimista a esas horas del día. Entonces se encaminó hacia el Poblé Sec. Tomó un tranvía de muías y luego continuó un buen trecho a pie, no le importaba caminar. Pensaba y repensaba en el caso mientras se empapaba del paisaje: era curioso, pero la ciudad había ido creciendo hasta engullí las poblaciones cercanas, con lo que el panorama alternaba la existencia de zonal nuevas y modernos edificios con huertas, lavanderías con fábricas o vaquerías con nuevos almacenes. Iba a ver a la ex mujer de Paco Martínez, el amante de don Gerardo. El marido de doña Huberta había resultado un tipo interesante, con doble y hasta triple vida. No tardó en encontrar el domicilio de la pintora, una pequeña casa encalada, de planta baja, aislada del camino polvoriento por una endeble valla de cañas.

Llamó a la puerta y le abrió una joven escuálida, de aspecto apocado y hermosos ojos azules, que vestía un inmenso guardapolvos con manchas de múltiples colores.

Mostró su placa y ella dijo:

—Viene a verme por Paco, ¿no es así?

Ros asintió y la pintora añadió:

—Pase.

Tomaron asiento, Víctor en una silla plegable de madera, endeble, y ella en un taburete desde el que atacaba un cuadro, un desnudo que al detective le pareció horrible. Apenas sí se distinguía el cuerpo de la joven del entorno.

—Lo titulo
Desnudo conceptual
—dijo la joven.

—Ah —contestó Ros.

Al fondo había cuadros de santos, crucifixiones y martirios de prohombres de la Iglesia. Era evidente que se ganaba la vida con aquel tipo de obras para poder dedicarse a otro tipo de pinturas de aspecto modernista.

—Bueno —comenzó a decir Víctor—. No le he preguntado, pero supongo que es usted Juana Baños.

—Sí, sí, claro, ¿qué ha hecho ahora?

—De momento, que yo sepa, nada, pero quiero hablar con él lo antes posible.

—Hace dos años que no lo veo. Nos separamos.

—Lo sé. Cuénteme cosas sobre él.

—Yo la quería, ¿sabe?, señor...

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