El enigma de la calle Calabria (26 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Capítulo 13

Once días tardó Máximus en volver a dar señales de vida. Durante ese tiempo nadie supo dónde estaba; ni él, ni Alphonse, ni su aristocrático mentor, el conde de Chiaravalle. Habían desaparecido. Obviamente, los parroquianos de El Bou Trencat suponían que Max, un tipo inteligente como el que más, había decidido quitarse de en medio por unos días después del revuelo creado por su «actuación» y la consiguiente entrada de la policía en la nave. Cuando finalmente, acompañado por su joven criado y por su mentor, el artista entró en El Bou, todos los presentes se levantaron aplaudiendo a rabiar.

—¡Bravo, bravo! —gritaban entusiasmados.

—¡Sublime espectáculo! —exclamó alguien.

—¡Artista, artista, artista! -comenzaron todos a corear.

Max, poco amigo de aquel tipo de efusiones, hacía gestos con la mano derecha, calmando a los parroquianos.

—No es para tanto, no es para tanto -decía muy modesto.

Al fin tomó asiento en una mesa en la que apenas si cabía un alfiler y que aparentemente agobiaba al propio artista, el cual no era muy amigo de multitudes. Firmó incluso autógrafos. Una vez pasado el alboroto inicial, Berga, Elia Vidal y otros miembros de «la tribu» tuvieron ocasión de charlar con aquel excéntrico y su mentor, quien resultó ser un noble italiano, Giaccomo Bermetti, el conde de Chiaravalle. Un tipo viajado
bon vivant
y, al parecer, poseedor de una inmensa fortuna. A casi todos se les hacían los ojos chiribitas ante la sola idea de contar con el favor de tan acaudalado mecenas.

Ya por la tarde Santiago Berga pudo dar un largo paseo con Max, por las Ramblas y hasta casi la mitad del paseo de Gracia. Varias personas se interesaron por conocer personalmente al artista, quien parecía haberse hecho famoso, e incluso dos damitas, de aristocrático origen y acompañadas por sendas carabinas, se acercaron a pedirle ¡un autógrafo!

—Decididamente es usted un fuera de serie —dijo Santiago.

—¡Qué va, qué va! Además, estas
performances
me dejan exhausto. Tuve que ausentarme más de una semana, pues al acabar mis representaciones desfallezco. Me entrego tanto a mi público...

—Claro, claro.

—Me dicen que la reacción mandó a sus perros.

—Sí, sí, la policía irrumpió en el último momento.

—¡Cuánto atraso! ¡Cuánto freno a la imaginación!

—Y que lo diga, y que lo diga, es lo que tiene la represión.

—Y ahora que hablamos de represión, ¿se sabe algo de aquella amiga suya? Me refiero a esa que regentaba aquel local, ese círculo del placer del que usted me habló.

—No, no, sigue fuera de la circulación.

—Ya, es que después de tanto agotamiento necesitaría expansionarme, ya sabe usted. Quizá, aunque no haya reabierto su negocio, su amiga podría proporcionarme algún «entretenimiento».

—¡Qué más quisiera yo! Yo mismo me encuentro... tenso, desquiciado, hace tiempo que no...

—Que no prueba la carne joven.

—Exacto.

—Ya. ¿Y esa amiga suya? ¿Qué género trataba?

—Su local era maravilloso. Allí te preparaban cualquier cosa y, no crea, iba gente muy importante porque ya se sabe, lo mucho cansa y la gente de posibles termina buscando oíros alicientes. No sólo trataba el género púber —se podía optar por una amplia gama de edades—, sino que cualquier fantasía se hacía realidad,

Chicas, chicos... Si yo le contara lo de un prohombre y un marrano...

—¿Cómo?

—Un cerdo. Era una fantasía que acariciaba desde su niñez. Elisabeth, mi amiga, se la hizo realidad.

—¿Y la ve usted aún?

—No. No sé dónde para, pero anda por aquí, seguro. Hace un par de semanas se me apareció, es una maestra del disfraz.

—Sí? -dijo Max riendo.

—Sí, ¡iba vestida de criada! La muy ladina.

—¿Y qué le dijo?

—Me pidió dinero. Al parecer está en un apuro.

—¿Y no sería posible que me concertara una cita? Seguro que ella me busca alguna jovencita... no se asuste pero me gustan vírgenes.

—No sé, no sé, si vuelve a aparecer le hablaré de usted.

—Gracias, hermano. Y ahora, si usted gusta, mi mentor nos invita a cenar en el Club Catalán de Regatas, en el puerto.

—Vaya, qué rumboso. No le diré que no. Ese amigo suyo es un hombre notable, ¿no?

—Y rico, muy rico.

—Ya.

—En realidad el dinero no es suyo, proviene de la familia de su mujer, que apenas sale de Milán. El, por su parte, no para. Viaja, se mueve, experimenta. No hay proyecto que le parezca descabellado ni demasiado atrevido.

—Es mi héroe.

—Y el mío, hermano, y el mío. Dependo de él por completo. Hace un par de meses casi pierdo el chollo.

—¿Y eso? —se interesó Berga al tiempo que saludaba con su sombrero a una conocida.

—Sí, el conde de Chiaravalle tiene una debilidad: las mujeres bellas. Se lio la manta a la cabeza y por poco vende todos los bonos de su mujer en Suiza para fugarse a Sudamérica con una corista de Hamburgo.

—¡Qué dice!

—Sí, sí, las faldas lo vuelven loco. No sé ni cómo logramos convencerlo. Esos impulsos le pueden acarrear un disgusto. Imagínese usted que diera con una panda de facinerosos. ¡Fugarse con todo el dinero! De locos. Es víctima propiciatoria de cualquier espabilada que sepa llegar a su corazón.

—Y que usted lo diga, pero
c'est l'amour.

—Sí, o mejor, tiran más dos tetas...

Berga soltó una tremenda risotada.

—Aunque la verdad, el suyo fue un caso un poco extraño...

—¿Sí?

—Perdió la cabeza por una dama que en realidad no era tal dama.

—¿Cómo?

—Un hombre, que se vestía, vivía y se sentía mujer.

—Pero era un hombre...

—Sí, sí, tenía de todo. Era francés, de Limoges. Era un hombre físicamente hablando, pero se vestía como una dama. Daba el pego.

—¡Vaya, qué casualidad! —exclamó Berga.

—¿Cómo dice?

—Nada, nada, cosas mías. ¡Qué tipo, el conde!

Se fueron hacia el Club Catalán de Regatas, situado en el vapor
Europa
que, fuera de funcionamiento, permanecía anclado en el puerto. Allí los esperaba el conde de Chiaravalle para invitarlos a cenar.

Madrid, 2 de agosto de 1881

Amada Clara:

Después de haberme incorporado de nuevo al trabajo, el recuerdo de estos días que he pasado contigo y con los niños en San Sebastián se torna más nítido y claro. No hay como el impulso de la memoria, la mente, la imaginación, para sacar fuerzas de flaqueza y seguir adelante en esta labor con la que a veces disfruto, a qué negarlo, pero otras...

Debo reconocer que en mi trabajo no hay rutina, ningún día se parece al anterior y eso me agrada, pero, por primera vez en mi vida, mi ánimo comienza a verse superado por la naturaleza del caso que investigo. La visión (continua en mi mente) de nuestros hijos riendo, jugando con las olas y chapoteando en la bella playa de La Concha me debilita, sí, me debilita porque por una vez me he sentido vulnerable a través de ellos, a través de ti. No pecaré de falsa modestia diciendo que no soy imprescindible, Clara, sé que soy un buen detective, probablemente de los mejores de España. La prensa y el gran público han aplaudido mis descubrimientos, los casos que he resuelto, pero ¿sabes?, creo que el ser un ciudadano anónimo alejado de estos menesteres haría más feliz a mi mujer y a mis hijos, y os pondría mucho menos en peligro. Mi relación con el Sello de Brandenburgo está finiquitada. Lewis me ha decepcionado y sólo espero resolver los asuntos que tengo pendientes para hacer mutis por el foro. Como mínimo pediré una excedencia. Quizá me dedique a escribir, a lo mejor cuento mis aventuras en alguna novela, aunque seguro que a algún vivales ya se le habrá ocurrido hacerlo, no sé. Dile a tu madre que no tenga miedo por su marido, es un gran hombre, no ocultaré que lo admiro y dile que no tema, a mi lado no corre peligro. Nos acercamos mucho, Clara, nos acercamos.

Siempre tuyo, te quiere,

Víctor

Elia Vidal abrió la puerta de su estudio muy ilusionada. El vivo interés que el conde de Chiaravalle había mostrado por ver sus obras y, sobre lodo, por la posibilidad de que pudiera convertirse en una especie de mecenas para ella la hacían sentirse nerviosa e insegura, como si fuera una colegiala. El amplio ático que poseía junto a la calle del Hospital, en el mismo edificio en cuyo entresuelo se ubicaba su academia, era amplio, bien iluminado y con una buena orientación que hacía los veranos medianamente pasables en él.

—Pase, pase, señor conde, la criada nos ha preparado un ligero refrigerio.

Chiaravalle caminó por el piso de madera con parsimonia, observando los enormes lienzos que se alineaban en las paredes del enorme habitáculo.

—Mandé tirar los tabiques para dar paso a la luz.

—Excelente idea, excelente idea.

Se había parado frente a una inmensa tela en la que, sobre un fondo entre azulado y rojizo, unos delicados trazos en diferentes tonalidades de verde asemejaban las ramas de los árboles.

—Lo titulo
Olmos al atardecer.

—Magnífico, genial,
great.
Me parece increíble su forma de contar algo con el menor número de elementos. Minimalista, diría.

—Me lee usted el pensamiento, pero siéntese, siéntese y tomemos unos bizcochos con jerez.

La joven se había encargado de que, desde su asiento, el noble italiano gozara de una inmejorable vista de las obras que ella consideraba mejores, con más posibilidades.

—Excelente, este jerez. Y dice usted que ha expuesto en Madrid.

—Sí, sí, y aquí, y en La Coruña.

—Esto tiene que saberse, querida. Es usted tan buena como me había dicho mi buen amigo Max.

—Max, qué encanto de hombre. ¿Sabe?, bajo su apariencia de transgresor, de hombre al margen de cualquier norma, sé que se encuentra un corazón bondadoso y tierno.

—Lo ha retratado usted a la perfección. Es un gran amigo de sus amigos y tiene, si se me permite decirlo, una especie de sexto sentido con la gente. Elige bien sus amistades. Le cuesta trabajo otorgar su confianza a alguien, pero si lo hace, es para toda la vida. No suele equivocarse, la verdad, y ha trabado mucha amistad con ese joven, Santiago Berga.

—Sí, lo conozco desde hace mucho tiempo.

—Me alegro, porque ya que estamos, me gustaría hacerle una pregunta, seguro que usted me puede ayudar.

—Diga, diga.

—Es que resulta que me ha surgido la posibilidad de hacer un negocio con el tal Berga, y quisiera asegurarme antes, claro.

—Ya.

—El caso es que he oído algo de no sé qué problemas con la ley.

—Sí, fue detenido por un asunto de prostitución de menores.

—Ya, lo pillaron de paso por el prostíbulo.

—No, no, me consta que era socio de la arpía que lo regentaba y que luego, por cierto, resultó ser un hombre. No le negaré que Santiago no es santo de mi devoción; sé de buena tinta que escapó por poco de la cárcel. Su padre, que siempre ha sido muy tacaño, le niega el pan y la sal desde entonces. Le costó sangre, sudor y lágrimas evitar que fuera a la cárcel. Nuestro amigo Higinio intervino, pues el gobernador es su tío.

—Vaya. ¿Y sigue en negocios con esa mujer? ¿O quizá debería decir... hombre?

—¡Qué va! Está desaparecida, un asunto muy desagradable. No sólo prostituía a chicas pobres, casi niñas, sino que usaba su sangre como cosmético.

—¿Qué me dice?

—Lo que oye. Mire, yo no soy una mojigata, estoy muy viajada, pero tampoco una libertina y hay ciertas cosas que no rae gustan. Una noche, en El Bou Trencat, escuché que todo comenzó con una cría que se resistió en una juerga con gente importante. Ya sabe, quizá la chica, una vez en faena, se echó atrás. Esa mujer, Elisabeth, la abofeteó y la cría sangró por un labio, según se rumorea la visión de la sangre la excitó, y ahí empezó todo.

—No me sorprende, hay gente muy rara. Y eso que yo he visto de todo.

—Parece que esa arpía, la socia de Berga, era aficionada al tarot, la brujería y las pócimas.

—Qué macabro —convino el conde italiano—. Una loca, o loco, según se mire.

—Sí, querido amigo, y espero que algún día pague por ello, Siempre habrá gente sin escrúpulos.

—¿Y dice usted que Berga era su socio?

—Aquellos dos eran uña y carne.

—¿Amantes?

—No, no creo. Berga busca... otras cosas.

—Es homosexual, ¿no?

—No, no, digamos que si fuera asunto de cartas él jugaría a varios palos. Pero cartas bajas, de números pequeños.

—Ya.

—Le gustan las emociones fuertes. Ella, Elisabeth, se acostaba con dos tipos, dos hermanos. Uno murió hace poco, en un encuentro con la policía, y el otro escapó pero su fotografía ha salido en todos los periódicos. Dos matones que traficaban con arte robado. Algo se comenta también de que tenía un criado enano que le daba placer; también murió en la refriega con la ley. Se dice que era un hombre... ya sabe... muy dotado.

—Ya. Pues vaya amistades que tiene el joven Santiago.

—Sí, y no he añadido ni una coma, todo es la pura verdad.

Entonces, el conde italiano apuró su copa y, levantándose, dijo:

—Y esa maravilla del fondo, ¿cómo la titula usted?

Barcelona, 10 de agosto de 1881

Estimado Víctor:

¡Al fin algo sale bien! Si en mis cartas anteriores sólo te hablaba de fracasos, al fin he podido conseguir algo positivo.

Antes te diré que la pobre doña Huberta ha enfermado; al parecer y según me contó el médico, don Federico, la pobre mujer no ha podido soportar tanta tensión y quizá debido al remordimiento permanece postrada en cama por fiebre cerebral. Deben de saber que algo hicieron mal porque ese cura detestable que causó la muerte a don Gerardo ha sido trasladado a las misiones, a Molokay, y el obispo, llamado a consultas a Roma. Los rumores sobre el caso de don Gerardo son imparables. Hasta se ha publicado una novelita al respecto titulada El Endemoniado de la calle Calabria que se ha agotado nada más ponerse a la venta, es de locos.

Bien, el asunto del vampiro que viste de mujer va cayendo en el olvido y creo que todos piensan que la pobre Antoñita yace enterrada junto a algún camino intransitable durmiendo el sueño de los justos. Pero lo prometido es deuda y ahí va la buena noticia: tenías razón, amigo, Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, no se hizo con el dinero y los valores de don Gerardo. Al golpe sufrido por la familia de Borrás había que añadir la quiebra económica que representaba la desaparición de sus ahorros de su caja fuerte y, lo que es más grave, los valores que poseía y en los que al parecer había invertido su cuantiosa fortuna. Pues bien: los he recuperado y obran en poder de sus legítimos dueños, esto es, al hallarse enferma doña Huberta, del crápula de Alfonsín.

Y dirás... ¿cómo los he hallado?

La suerte, me temo, la suerte. Resulta que el bueno de don Gerardo (menudo elemento) tenía alquilado un piso en la calle Nou de San Francesc, a un paso de su oficina. Según parece lo usaba como lugar de encuentro para sus citas amorosas. Uno o dos días antes de su secuestro (esto lo he podido deducir por el testimonio de la portera) se presentó en la portería con mucha prisa y dejó una bolsa negra, como de viaje, diciendo que ya pasaría a recogerla. Luego transcurrió el tiempo y no dio señales de vida. Unos ladrones asaltaron el piso hasta en tres ocasiones, como buscando algo, rajaron los colchones, registraron armarios e incluso intentaron levantar alguna baldosa que otra. Fue por entonces cuando don Gerardo volvió a aparecer y, tras el incidente del obispo, falleció, así que la dueña, suponiendo que no volvería por allí y que no cobraría las dos mensualidades que se le debían, ordenó a la portera que limpiara el piso, retirara cualquier pertenencia del interfecto y lo dejara como una patena para volverlo a alquilar. En aquel momento la portera le dijo a la propie taria que don Gerardo se había dejado una bolsa en la portería. La abrieron y se quedaron de piedra al ver que contenía una gran cantidad de dinero y valores. Asustadas por el descubrimiento se presentaron en comisaría y asunto resuelto. Dada la gran cantidad de dinero hallado en la bolsa supongo que las dos arpías tomarían un buen fajo cada una. Además, .han sido generosamente recompensadas por Alfonsín, quien pagó además las dos mensualidades que debía el pícaro de su padre. Así que, asunto resuelto. Pero digo yo, ¿por qué retiraría el dinero y los valores don Gerardo horas antes del secuestro? ¿Sabría que iban a por él?

No entiendo nada, amigo, ojalá estuvieras aquí y no vegetando como un oficinista en tu despacho de Madrid. Te envidio y te echo de menos.

Atentamente,

Juan de Dios López Carrillo

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