Read El enigma de la calle Calabria Online
Authors: Jerónimo Tristante
Unos minutos después un carruaje de alquiler los dejó a la entrada de aquel barrio artificial de bloques rectangulares y alargados, muy estrechos. Max caminó escuchando el sonido de sus propios pasos sobre el pavimento. Al fondo sonaba una guitarra. Llegó a la esquina en cuestión y se pegó a la pared del templo de forma que quedó oculto en su sombra. Al rato apareció un tipo con pinta de marinero.
—¿Max? —preguntó.
—Aquí —dijo éste saliendo de su escondite.
—¿Trae el dinero?
—¿Y la mujer? ¿Y la mercancía?
Entonces percibió que se acercaban. Dos. Por la espalda. Mientras se giraba saco el delgado estilete de su bastón y vio el brillo de dos navajas que buscaban su pecho. Gracias a que su arma era más larga golpeó de revés en el cuello al primero de ellos y se ladeó ante la embestida del segundo, que se ensartó él solo en el delgado sable por el impulso que llevaba.
Max se volvió de nuevo esgrimiendo la porra que llevaba en la zurda para esperar el envite del que quedaba, y lo vio correr calle abajo. Salió tras él, pero corría mucho. No lo alcanzaría, era un tipo fuerte, bragado. Entonces el coche de alquiler salió de una esquina con los caballos al galope y arrolló con estrépito a aquel tipo, que quedó inmóvil sobre el suelo.
Max llegó hasta donde estaba e intentó incorporarlo. Se había roto la columna.
—No me noto las piernas —se lamentó el matón.
Chiaravalle y el cochero llegaron al instante.
—¿Quién te envía? Di.
—Una mujer —dijo entre balbuceos. Tenía los ojos vidriosos. Se iba.
—¿Cómo era? ¿Cómo era?
—Hermosa. Nos dijo que un tal Max pasaría esta noche por la Barceloneta con mucho dinero encima para un negocio, que era un asunto seguro, pero que el tipo era duro, que había que eliminarlo primero...
De pronto, enmudeció. Max lo agitaba por los hombros, pero el tipo había muerto.
—Vámonos de aquí, no nos interesa tener asuntos pendientes con la justicia —dijo el conde, soltando al cochero una bolsa repleta de monedas para asegurarse su silencio.
Tres días después el conde de Chiaravalle apareció por El Bou Trencat acompañado tan sólo por Alphonse. Tomó asiento en una mesa con Santiago Berga y le preguntó sin siquiera dar las buenas noches:
—¿Ha visto usted a Max?
Santiago Berga, haciéndose el sorprendido, respondió:
—No, pensé que andaría con usted. Hace un par de días que no lo veo
—Pues eso, que hace dos noches salió del hotel de madrugada y no ha vuelto, me lo dijeron en recepción. Comienzo a estar preocupado por él.
—No tema, ya lo conoce.
—Sí, sí, pero esta vez nuestras desavenencias habían llegado muy lejos, temo que se haya ido para siempre.
—Luego su amor queda libre de obstáculos, ¿no? —dijo Berga dibujando una amplia sonrisa.
—Pues de eso se trata, joven, que precisamente ahora necesitaría hablar con él. Esta misma mañana he recibido una nota de mi amada. ¡Accede a tener un encuentro amoroso conmigo!
—¡Vaya, hombre! Eso hay que celebrarlo. ¿Cuándo?
—Esta misma tarde, en la calle Lleida, al pie de Montjuïc, en la pensión Doña Joana.
—Ah, sí, es un lugar que se ha especializado en alquilar habitaciones por horas, precisamente para encuentros amorosos. ¿Y se lo piensa usted?
—No, no, claro. Entonces... voy, ¿no?
—La historia no la han escrito los cobardes, querido conde -dijo Berga muy seguro de sí mismo—. Y Max ya no está aquí para interponerse.
Comenzaba a atardecer cuando el conde de Chiaravalle descendió del coche de alquiler. Había ya poca luz. En el portal lo esperaba una vieja, la alcahueta. Le hizo una seña y él la siguió muy nervioso tras indicar al cochero que lo aguardara allí mismo. Atravesaron un mugriento y oscuro pasillo, muy largo y lleno de humedades, para subir un pequeño tramo de escaleras hasta un entresuelo. La vieja llamó tres veces a la puerta, hizo una pausa y luego otras dos. Una contraseña.
La puerta se abrió y apareció Bárbara Miranda.
—Pasa —dijo mirando hacia ambos lados. Parecía temerosa de que alguien pudiera verla allí.
Chiaravalle despidió a la anciana con una suculenta propina, se acercó a la joven, la tomó por el talle y, cerrando la puerta de un taconazo, la besó apasionadamente. Ella gimió y por un momento pareció desfallecer. Entonces se separó un poco y propuso:
—Tornemos un poco de té primero. ¿Te parece?
Se sentaron a la mesa. Frente a frente. Ella hizo los honores y le cogió la mano. Entonces habló:
—Pero... —dijo extrañada al ver que él no llevaba ninguna maleta-—. ¿No has traído el dinero?
—No, no, querida, cuando vayamos de camino al barco. Sólo faltan dos días. ¿Estás segura? Te deseo.
—Yo también —asintió la joven.
Sus ojos eran hermosos, grandes, gatunos. Lo miraban con una mezcla de suspicacia e inteligencia.
—Te amo, Bárbara —confesó él poniendo cara de embelesado. Ella sonrió. Entonces se escuchó un crujido del suelo. Venía de fuera del cuarto, del pasillo. El conde se dio cuenta al segundo de que había errado. Al escuchar el sonido había mirado hacia un lado, de manera apenas imperceptible pero lo suficiente como para estropear un buen timo. Lo sabía, era un profesional.
Ella lo miró muy profundamente, leyendo en su interior.
Con su mejor sonrisa dijo:
—Voy al cuarto, a prepararme.
Entonces lo dejó a solas. Ahora o nunca, se dijo Chiaravalle. Caminando lentamente, con tiento, para no hacer ruido, se acercó a la puerta del pequeño apartamento. Esos segundos se le hicieron eternos. Abrió la puerta, que crujió demasiado, y allí estaba Max, con el revólver en la mano. Le señaló el cuarto con la cabeza y el «artista mental» comprendió. Max recorrió el pequeño salón sin hacer ruido y se situó junto a la puerta. Le hizo un gesto que el conde entendió y éste se encaminó hacia el cuarto.
—¿Estás lista ya, querida? —preguntó abriendo la puerta del mismo. Antes de que pudiera darse cuenta, el brillo del acero surgió desde el dormitorio. El conde de Chiaravalle esquivó el brutal zarpazo de milagro y sufrió una herida en el pecho que apenas si le rasgó la ropa y algo de piel. Max hizo fuego al instante y la puerta se cerró. Todo había sido muy rápido.
—¿Estás bien? —se preocupó Max.
—Sí, no es nada.
Entonces Máximus Aeternum derribó la puerta de una patada con el arma en ristre. La mujer se descolgaba ya por el balcón que daba al paseo de Santa Madrona. El artista corrió hacia allí, se asomó y contempló cómo ésta era abordada por Alphonse justo cuando iba a subir a un coche que la esperaba. El cochero iba embozado, sin duda era el hermano del tipo de la cicatriz en la barbilla. Vio brillar la navaja en manos de aquella arpía y temió lo peor. Disparó al aire. Ella se soltó del niño y éste cayó al suelo, inmóvil.
-Nooooo —gritó Max mientras ella subía al coche, que ya rodaba calle abajo.
Max bajó las escaleras a toda prisa y salió a la calle. Alphonse ya estaba de pie sacudiéndose el polvo de la ropa.
—Estoy bien, estoy bien. No me ha tocado —aseguró con voz muy tranquila—. Lo que lamento es que ha escapado.
Subieron al apartamento, donde el conde apuraba su taza de té.
Miraron la mesa. Aquella arpía había tenido que huir sin su bolso.
Max lo registró a fondo.
—Nada —dijo—. Un pañuelo, un frasco de perfume, un monedero y poco más. Lo único útil, quizá, este pequeño billete de tranvía
—Maldición—soltó el conde
Entonces Máximus Aeternum, quitándose el sombrero, se despojó de sus sempiternas lentes, se quitó la peluca, el bigote y la perilla postizos y ordenó:
—Eduardo, avisa a Juan de Dios López Carrillo, dile que vamos a casa de Santiago Berga, que vaya para allá con una docena de agentes a la mayor brevedad posible. Dile que es un mensaje de parte de Víctor Ros.
Santiago Berga pensó que todo aquello no era más que un sueño. Acababa de inyectarse una buena dosis de morfina y sus sentidos, abotargados por el sueño, comenzaban a sumergirse en ese mundo laxo y profundo que tanto lo ayudaba a superar el tedioso día a día. A su lado, en el diván, completamente desnuda y semicubierta por una sábana blanca, yacía una joven de pelo negro y tez blanca. Estaba sedada por la droga, el brazo caído, a un lado; la boca, abierta; y respiraba profundamente. Tenía los ojos perdidos, gélidos, ausentes. La había conocido la noche anterior y no sabía ni cómo se llamaba. Por eso creyó que todo era un sueño, extraño y perverso: su mayordomo gritando para impedir que entrara alguien y la puerta del salón reventada de una patada para dar paso a un extraño individuo, un híbrido vestido con las ropas de Máximus Aeternum y con el rostro de ese maldito policía, ese remilgado de Víctor Ros, que le decía:
—Santiago Berga, queda usted detenido.
En su sueño aquel tipo extraño, acompañado del conde y de Alphonse, le ponía las esposas.
—¿Cómo? —preguntó una voz nueva. Era un tipo al que conocía, otro policía, Juan de Dios López Carrillo, que llegaba acompañado por multitud de guardias.
—Perdona, amigo, pero tuve que jugar esta baza para intentar detener a estos desalmados contestó Max, o Ros, lo que fuera.
—Pero... ¿Víctor? —exclamó López Carrillo sorprendido—. No entiendo. ¿Tú eras...? ¿Qué está pasando aquí?
—Te pido disculpas, Juan de Dios, pero no he tenido más remedio que recurrir a esta pequeña comedia para intentar atrapar a esa maldita mujer, Elisabeth, y aun así ha escapado.
Todo era tan confuso, pensó Berga. Sentía el efecto de la droga que corría por sus venas, le escocían los pulmones y le pesaban los brazos, las piernas. Se sentía muy cansado.
—Qué sueño más raro —observó antes de quedar inconsciente.
—Pueden pasar —dijo el guardia de fieros bigotes abriendo la puerta del calabozo—. Acaba de despertar.
Víctor Ros hizo su entrada en aquel oscuro cuarto acompañado de Juan de Dios López Carrillo y de un sargento. Había dos guardias junto a Santiago Berga, quien permanecía sentado y con las esposas puestas. Tenía un ojo tumefacto y le sangraba el labio.
Los tres recién llegados tomaron asiento tras una mesa.
—Este es el sargento Guarinós, que tomará nota de su declaración. A mí ya me conoce, y este caballero es López Carrillo. Va usted a confesar —dijo Ros por toda presentación.
—¡Ustedes no saben con quién...!
Un sonoro bofetón de uno de los dos guardias que lo custodiaban hizo rodar por el suelo al detenido. Aturdido por el efecto de la droga, la resaca de la noche anterior y la violencia de sus guardianes tomó asiento con porte sumiso ayudado por los dos enormes agentes que lo vigilaban. López Carrillo tomó la palabra:
—Ha visto que aquí no se andan con chiquitas. Más le vale confesarlo todo. Ha participado usted en un intento de asesinato a un miembro del cuerpo de policía en acto de servicio.
—¿Cómo?
—Sí, usted y su amiga le tendieron una trampa a Max, o sea, a mí. Luego intentó hacer otro tanto con el conde dijo Víctor.
—¿Cómo? No entiendo.
Otro guantazo.
—Explícaselo, anda —repuso López Carrillo como asqueado. Víctor volvió a tomar la palabra:
—Es usted un pedófilo, amigo, y va a pagar por ello. Es usted cómplice de Paco Martínez Andreu, Elisabeth, y le va a costar el garrote, a no ser que...
—¿Qué?
—Que nos cuente usted lo que sabe —añadió Víctor—. Mire, Berga, yo no soy amigo de violencias pero no puedo engañarlo. Aquí no aprecian la compañía de los pederastas, y no digamos en la cárcel. Ante usted se abren dos opciones: confiesa y cumple cadena perpetua en otra prisión con un nombre falso o guarda silencio y le dan garrote, o peor, va a la cárcel, donde me encargaré de que todos conozcan su verdadera identidad.
—Pero... el gobernador... —musitó el detenido.
—Bastante tiene el gobernador con lo suyo —observó Víctor—. ¿Lo ve usted por aquí, Santiaguito? —El detective miró a su alrededor.
-No —negó López Carrillo entre risas—. No lo ve.
—Pues eso, hermano —repuso Ros—. Habrá notado que en esta ocasión no lo tratan a usted con tanta deferencia, por algo será.
—Usted... usted era Max.
—Veo que su mente, o lo que de ella han dejado las drogas y el alcohol, comienza a atar cabos. —Víctor Ros reía divertido— Sí, amigo, soy Max.
—¿Y el conde?
—Un buen amigo, el mejor. Pero diga, diga, ¿dónde se oculta Paco Martínez Andreu, Elisabeth?
—No lo sé.
Un guantazo más. No quiero dejarlo a solas con López Carrillo, es mi amigo, pero es un cabestro. — Víctor vio de reojo cómo aquel miserable comenzaba a sollozar—. Le tiene ganas, ¿sabe? ¿Cómo contactaba con ella?
—Aparecía por mi casa algunas noches y luego se iba, es muy lista.
—El cochero que la acompañaba es Licinio Férez, ¿no?
—Sí.
—¿Está viva Antoñita?
—No, me dijo que no le era útil.
—¿Dónde está esa bruja?
—No sé dónde se esconde. ¡Lo juro!
El guardia levantó la mano de nuevo y Víctor dijo:
—Deje, deje, no soy amigo de violencias. Vas a pagar por todo, Santiaguito, hermano. Tú solo.
—Pero usted es Max, yo lo vi, usted... él era como yo, el niño, Alphonse, tenía el calzón rojo...
—Ah, lo preparamos, pintura roja. Necesitaba que me creyeras un igual, un degenerado como tú. Intentaste matarme, en la Barceloneta.
-¡No! ¡Fue idea de ella! Max se oponía a que el conde se fugara con ella y había que quitarlo de en medio, ella lo preparó todo, es mala, ¡muy mala! —gritó el detenido tapándose la cara con las manos.
—Este guiñapo es patético —dijo López Carrillo mirando a otro lado.
Entonces el detenido alzó la vista, no podía creer lo que estaba sucediendo y habló:
—Pero tú, Max, yo lo vi, las coliflores en el Liceo, el arte mental... ¡te pegaste con una monja!
Víctor sonrió divertido.
—Sí. Siempre me veo obligado a trabajar del lado de la ley y debo confesar que eso a veces cansa, pero por una vez me divertí. Sobre todo con lo de la monja, estoy deseando llegar a Madrid para contarlo. No les negaré que soy un tanto anticlerical. Además, gané yo.
Todos rieron la ocurrencia, aunque a Berga ya no le parecía tan divertido.
—Mira, hermano —prosiguió Víctor adoptando el tono de voz de Máximus—. Son las dos de la madrugada y estoy cansado. Pasado mañana, a las doce, tengo una cita importante para aclararlo todo, espero una confesión en firme. López Carrillo me dará los detalles. Te dejo con él. Va a disfrutar.