El enigma de la calle Calabria (28 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

—¿Sabe de alguien que trabaje ese tipo de artículo?

—Soy bruja, no agente comercial.

El conde puso un montón de billetes encima de la mesa. -Ustedes sí que saben motivar a la gente, ¿eh?

Silencio.

—Hay una mujer, bueno, un hombre. Se cree bruja. Comenzó conmigo, pero acabé por darle pasaporte. Demasiado sanguinaria. Se cree la reencarnación de una condesa húngara, Erzsébet Báthory. Una especie de vampira que despachó a cientos de jovencitas en el siglo XVI, ¿conocen el caso?

—Ni idea.

—Bueno, pues ese chico, que cada vez más a menudo vestía de mujer, se hacía llamar Elisabeth. Tras una sesión de espiritismo salió convencido de que era su reencarnación. Está como una auténtica cabra.

—Su dirección —dijo Max.

—Está huida.

—¿Podría localizarla?

La mujer permaneció en silencio. Al cabo de un rato habló:

—Hará cosa de un mes se pasó por mi puesto. Iba justa de dinero y curiosamente me ofreció un par de tarros con sangre. Me aseguró que eran de virgen.

—¿Los tiene usted?

—Les digo que ya no trabajo esa clase de género.

—¿Adonde fue? La mujer esa —insistió Max.

—No lo sé, es escurridiza y lista. Si vuelvo a verla se la envío.

—Coja el dinero. Si ella viene a vernos le daremos el doble. Estamos en el Continental, pregunte por Chiaravalle —dijo el conde.

Y dicho esto, arrojó unas monedas para pagar la botella y él y su protegido salieron de aquel antro.

Al fin el conde de Chiaravalle tuvo un encuentro con su amada a resultas del cual llegó tarde a su palco del Liceo.

—Ya era hora. Te esperaba —le dijo Max recriminándole.

—Ha aparecido —contestó el conde con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Fantástico! —exclamó Max—. Cuéntame, cuéntame.

Alguien chistó desde el palco de al lado, pues la función había comenzado.

Los dos hombres, que disfrutaban de todo un reservado para ellos solos, bajaron el tono de voz.

—Me la he encontrado fuera. Me han tocado en el hombro y me he girado. Dice que me esperaba, que no podía soportar la vida sin verme.

—¿Y?

—La he invitado a un café, en uno de los reservados del Cercle del Liceo. Una vez a solas le he pedido que se fugara conmigo, que olvidara lo de «su secreto». He intentado besarla, pero no me ha dejado.

—Bien, bien —asentía Max.

—Entonces he decidido apostar fuerte —añadió Chiaravalle— . Y le he dicho que todo mi dinero era de mi mujer pero que podía movilizarlo en una semana, convertirlo en efectivo y fugarme con ella. «Estás loco, Giaccomo», me ha dicho. Yo he insistido, le he dicho que no quería a mi mujer, que es una vieja arpía...

—¡Bien hecho! ¡Bien hecho!

—Entonces he pensado: está aquí, conmigo, en un recinto cerrado, podría echar la cerradura y... pero antes de que pudiera darme cuenta había volado. Ha dicho que tenía prisa cuando salía.

—¿Has vuelto a quedar con ella? —No, me ha dicho que me encontrará.

—¡Maldición!

—Sssssh —chistaron desde el palco contiguo.

Max, muy enfadado, se asomó y miró fijamente a la señora que los importunaba. Estaba acompañada por dos caballeros, casi ancianos, y tres jovencitas de buen ver.

—Señora profirió amenazante—. ¿Quiere que vuelva a sacar las coliflores?

Todos los ocupantes del palco miraron hacia otro lado atemorizados. Una de las jóvenes suspiró enamorada. Máximus Aeternum tenía sus admiradoras.

Barcelona, 14
de agosto de 1881

Estimado Víctor:

Te escribo para comunicarte que, definitivamente, considero los casos de don Gerardo Borrás y Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, cerrados. Sobre don Gerardo poco más podremos averiguar: ¿dónde estuvo?, ¿qué le pasó?, ¿cómo desapareció? Todo eso para mí es un misterio y me temo muy mucho que seguirá siéndolo, porque no ha quedado nadie que pueda aclaramos nada: don Gerardo, muerto; el Tuerto, ídem; el tipo de la cicatriz en la barbilla, Pérez, criando malvas; su hermano,Licinio, huido, porque a estas alturas su fotografía la conocen en el campo, el mar y la montaña; el enano, reventado, y el verdadero culpable, esa horrible y maldita Elisabeth, supongo que a muchas, muchas jornadas de viaje. Total, la cosa queda así; al menos recuperé el dinero de la familia Borras que, dicho sea de paso, tampoco me parece gran cosa. Doña Huberta está muy enferma y el hijo va a pulírselo todo en juergas.

El otro día, sin ir más lejos, protagonizó un incidente en pleno Liceo que ha dado mucho que hablar. Iba borracho y comenzó a recriminar a Berga diciendo a voz en grito que ya no quería saber nada de él, que ya no eran amigos y que no quería volver a verlo. Al parecer Santiago Berga le había dicho que aquella noche se quedaría en casa, y al llegar al Liceo y verlo en compañía de ese conde de Chiaravalle y del tal Max, montó en cólera. Este último propinó un puñetazo a Alfonsín Borrás, que rodó por el suelo medio inconsciente. Menudo pájaro.

Aquella misma noche me di una vuelta por la ciudad —mi Eugenia y los críos están en casa de su abuelo, a la fresca, en el Pirineo leridano—, y me sentía solo. Bebí más de la cuenta y me pasé por El Bou Trencat. Una vez allí, esperé a que el tal Max saliera al patio donde está el excusado y lo aborde aprovechando que no había nadie. Lo cogí por las solapas y le dije que en mi ciudad no iba a armar más escándalos, que si volvía a protagonizar otro incidente lo encerraba en Montjuïc y tiraba la llave.

¿Y sabes lo que hizo el muy canalla?

Empezó a reírse. A carcajada limpia. Yo, entonces, le propiné un golpe con el pomo de mi bastón en salva sea la parte y se dobló por el dolor.

«¿Me has entendido?», le dije. El, sonriendo y con una extraña mueca en el rostro, sin apenas conseguir levantarse me tendió una tarjeta ¡tuya!

Decía: «Víctor Ros Menéndez, inspector, Brigada Metropolitana».

Me dijo que hacía unos años había trabajado para ti, como confidente, en Madrid. Aquello lo salvó, la verdad, porque le dejé ir sin darle una buena paliza, que es lo que debería haber hecho. ¡Qué tipo tan despreciable! Un sodomita que goza abusando de niños, como ese gitano que lo acompaña como un perrito faldero a todas partes. Le di una semana de plazo para que desapareciera de Barcelona. Si tienes ocasión de hacerlo, adviértele que salga de aquí, ya.

No me queda más que decirte, amigo, sólo que espero que nos veamos pronto, que eches barriga, que disfrutes de tu familia y que tengas salud, tú y los tuyos.

Recibe un cordial abrazo de tu amigo,

Juan de Dios López Carrillo

El conde de Chiaravalle había recuperado la alegría, las ganas de vivir y el impulso de meterse de lleno en negocios descabellados tras su reencuentro con la misteriosa Bárbara Miranda. Fue a raíz de trabar conocimiento con dos jóvenes, Jaume Massó y Casas-Carbó. Éstos, pasando mil penalidades, habían conseguido editar una revista llamada
L'Avenc
y que frecuentaban El Bou Trencat. Al conde se le ocurrió entonces hacerse editor de una publicación periódica en Barcelona. Hombre inquieto, siempre embarcado en mil negocios, se hizo acompañar por Berga y Max para recorrer la ciudad en busca de una imprenta. Se decía que había hecho una oferta elevadísima por hacerse con la Librería Espanyola, que editaba tanto
L'Esquella de la Torratxa
como
La Campana de Gràcia,
dos semanarios satíricos, ilustrados y de trasfondo literario, que hacían las delicias del conde, sobre todo por una viñeta humorística que solían llevar al final. En aquellos días, el noble italiano se hallaba muy excitado porque intuía que el asunto con su amada iba viento en popa. Max comenzaba a mostrar ciertos síntomas de cansancio por aquel asunto ya que, no en vano, era un egoísta presuntuoso que solo pensaba en sí mismo y que quería la atención de Chiaravalle para él solo.

Una tarde, según contó el conde a Max y a Berga, se había encontrado a su dama de improviso, mientras paseaba por el parque de la Ciudadela. Pudieron tomar asiento en un banco, cerca de la cascada, y charlaron un rato. El le pidió una cita amorosa.

—Ya he retirado todos mis efectivos. Dígame usted la hora y el minuto exactos y allí estaré con todo mi capital para comenzar una nueva vida con usted, Bárbara. Lo tengo todo preparado. La semana que viene sale un vapor para Cuba y tengo dos billetes en primera clase. Allí nadie nos conocerá y empezaremos una nueva vida. Hágase cargo, amada mía, de que he corrido un gran riesgo por usted, es cuestión de días que la noticia llegue a Milán. En cuanto mi mujer sepa que he retirado el dinero me echará a la policía detrás.

Según el conde, la joven, entre lágrimas, le confesó que tenía un problema personal, físico, y además, un padre anciano al que no se atrevía a abandonar de aquella manera.

El veía que lo amaba pero no terminaba de decidirse debido a la férrea educación que había recibido.

—Tráelo con nosotros —propuso—. Lo trataré como si fuera de mi familia.

Ella le dijo que no, que si se fugaba lo haría sola, dejándolo todo y sin mirar atrás, para que su amor se impusiera al mundo. El conde sintió que le estallaba el corazón de gozo. Entonces le pidió una sola cosa. Una cita amorosa en la que expresar su amor físico. Quería saber cómo era estar con ella. Lo necesitaba antes de dar el gran paso. La joven pareció entenderlo y prometió pensárselo al menos.

Entonces, el conde, henchido de optimismo y satisfacción, se levantó de pronto. Fue hacia un fotógrafo ambulante que se ganaba la vida en el parque y pidió que le hiciera una foto junto a su amada.

—¿Y ella se dejó? —interrumpió la narración un muy sorprendido Berga. Su rostro se había cubierto con un velo de preocupación.

—¿Cómo lo sabe, joven? —preguntó el conde—. Cuando me giré, en efecto, había desaparecido una vez más, pero sobre el banco estaba su pañuelo; miren, miren: perfumado. Una firme promesa de que la semana que viene nos fugamos.

—Si usted lo dice... —dijo con retintín Max, cuyos ataques de tos eran cada vez más frecuentes y, para qué negarlo, preocupantes. La gente comenzaba a rehuirlo, pues todos temían la tisis y Berga también se planteó dejar de frecuentar tanto su compañía y tantear de nuevo un acercamiento a Alfonsín Borras, el cual empezaba a gastar el dinero de los negocios de su padre a espuertas.

—Eso es amor, querido conde, eso es amor —dijo entonces.

—El comportamiento de esa mujer me parece muy sospechoso —sentenció Max.

—¿Cómo? —exclamó el conde de Chiaravalle.

—Sí, ya sabe. Siempre aparece de improviso, como si lo vigilara. Los mejores detectives de Barcelona no han hallado su casa, no existe, y encima, evita hacerse una simple fotografía como si fuera una proscrita.

A Santiago Berga se le escapó el café a presión de la boca.

Chiaravalle, visiblemente molesto, dijo:

—¿Qué quieres decir, Max? No te entiendo.

—Que esa mujer es una farsante, una buscavidas, actúa, interpreta y va a por su dinero.

—¡Cómo! No te consiento... —exclamó el italiano.

—Un momento, un momento —terció Berga—. Es completamente normal que la dama eluda las fotografías, es decente.

El conde miró a Max elevando las cejas, como diciendo: «¿Ves? Tenía razón». Pero éste se levantó con cara de pocos amigos y añadió:

—Me voy a mi cuarto, creo que tengo fiebre.

A Santiago Berga le pareció evidente que Max y el conde se estaban distanciando por momentos.

Pensará que soy un mezquino —se justificó el conde.

—¿Cómo?

—Sí, mi querido amigo Santiago, es por algo que necesito decirle. No tengo empacho en afirmar que esa mujer es la criatura más maravillosa que ha dado la creación y que estoy resuelto a fugarme con ella arriesgándolo todo. Tengo el dinero a buen recaudo, pero en cualquier momento puedo acceder a él. Es cuestión de horas. Sin embargo, antes debo cerciorarme de una cosa, amigo.

—Usted dirá.

—Si ésta es la definitiva, la mujer con la que he de pasar el resto de mis días, a riesgo de parecer un miserable, debo decir que me gustaría estar con ella aunque sólo sea una vez. Es un gran paso el que voy a dar y para mí eso es importante, ya sabe, amigo, saber si en la pareja hay compatibilidad en el tálamo, en la coyunda. Sé que tener intimidad con ella será como tocar el cielo, lo sé. ¡Dios, cuánto la deseo!, pero antes de lanzarme al vacío necesito hacerlo aunque sólo sea una vez.

Se hizo un silencio.

—Parece despreciable, ¿no? —insistió el conde. —No, no, ¡qué va! —dijo Berga—. Es algo absolutamente normal. Lógico.

—Ya, pero ella pensará que soy un cerdo, como todos los hombres.

—No, hombre, no, ella le quiere, lo comprenderá. Además, sepa usted que soy un gran conocedor del bello sexo y le aseguro que ella lo desea tanto como usted.

—¿De veras?

—Estoy seguro.

—Ay, Santiago, últimamente tengo la sensación de que es usted el único que me comprende. Max se muestra tan contrario al asunto que a veces, no crea, me hace dudar. Tengo en muy alta estima su opinión. Además, ella es una joven decente, no accederá a que nos citemos; la han educado bien y no querrá arriesgar su honra, su buen nombre.

—Yo no lo vería tan negro, querido conde, no lo vería tan negro... —sentenció Santiago Berga con expresión pensativa.

Aquella misma noche Máximus Aeternum y el conde de Chiaravalle tomaban café en sus habitaciones del Hotel Continental. Era la una de la madrugada y el niño, Alphonse, dormía a pierna suelta sobre su cama. Entonces, excusándose por la hora pero alegando que había visto luz, un botones trajo un mensaje para Max. Después de dar una generosa propina al empleado del hotel, el «artista mental» echó un vistazo a la nota:

—Es de Berga, dice que me ha concertado una cita con alguien que puede venderme algo para mi tisis. Su amiga.

—¿Cómo?—exclamó el conde.

—Sí, dentro de una hora, en la calle dels Pescadors, en la Barceloneta, en la esquina frente a la iglesia de San Miguel. Me dice que lleve mucho dinero e insiste en que vaya solo. Supongo que tendrá sangre que venderme.

—Es una trampa.

Max guardó silencio, parecía valorar los pros y los contras. —Tengo que arriesgarme, merece la pena aunque sólo sea intentarlo.

—Voy contigo.

Miraron al crío. Dormía.

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