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Authors: Jerónimo Tristante

El enigma de la calle Calabria (23 page)

—Es un hombre muy atractivo.

Hablaba con Fulgencio Manueles, un próspero inversionista, mujeriego y crápula, y con Higinio Mestre, escultor especializado en el hierro y los forjados. El primero de ellos contestó:

—Sí, eso dicen las damas, aunque yo, por supuesto, no entiendo. Dicen que es artista mental.

Berga entreabrió los ojos y vio que asentían como si supieran qué era aquello.

—Me ha dicho que es lo último en París, algún día hará una
performance
—repuso la pintora—. Me lo ha prometido.

—Llama a todo el mundo «hermano» —añadió Higinio, el escultor.

—Sí, sí. Lo he observado —contestó el casanova, Fulgencio—. ¿Será anarquista?

La joven tomó la palabra de nuevo:

—No, no, qué va, está por encima de todo eso, ya sabéis, las ideologías y esas patrañas. Cree en el yo, en el «subconsciente del animal que lleva dentro». Está de vuelta de todo.

—Se nota que es un hombre corrido, de mundo —apuntó el escultor.

Fulgencio, el inversor, dijo entonces:

—Eso dice ser: ciudadano del mundo. Bebe como un poseso. No he visto a nadie ingerir la absenta de ese modo. Qué bárbaro. Siempre lleva una botella para él solo, y un vaso. A veces bebe ron, y otras, ginebra. Qué tipo.

—Y se hace acompañar por ese chico, medio sordomudo -ahora era ella la que hablaba—. Dicen que es gitano, húngaro. Él lo llama Alphonse. Le sigue a todas partes como un corderito, atento al más mínimo de sus deseos.

—Huelen fatal, él y su acompañante. Si se me permite decirlo.

Berga sintió que se dormía, le pesaban los miembros.

—Pues que sepas, Higinio, que hay una razón ideológica para ello —contestó ella defendiendo al misterioso recién llegado—: que desprecia cualquier atisbo de acomodamiento, odia a la aristocracia y a los burgueses, y dice que el pueblo llano no se lava, ni los animales tampoco. Es lo natural.

—Ahhh asintieron los otros dos.

—Ha expuesto, o como se llame eso que hace, en París, en Vierta y en Nueva York apostillo la pintora.

—¿Y de dónde es? —preguntó el escultor—. Tiene un acento...

—Imposible de identificar —cortó Fulgencio.

—Eso es —Higinio volvía a tomar la palabra—. Dicen que de Huelva, otros que catalán, hay quien dice que se crio en Cuba.

—Pues en los calabozos de Montjuïc ha estado —añadió ella—. El otro día, Justino Alrnirall, que estuvo preso allí durante la Jamancía, me contó que le había escuchado hacer una descripción de aquellos sótanos y de los tormentos que se infligía allí a los sublevados que le pusieron los pelos de punta. Es imposible hablar así de aquel horrible lugar sin haber tenido la desgracia de haberlo visitado.

—Dicen que es un proscrito, que fue enviado al exilio y que ha vuelto de incógnito —apuntó el escultor. La joven pintora volvió a tomar la palabra:

—Decididamente, Max es un hombre curioso.

—¿Max?

—Sí, claro, a él le gusta que lo llamen así. Sabe cómo intrigar a una mujer, eso está claro.

—Y al auditorio, y al auditorio —sentenció Higinio muy admirado.

Santiago Berga escuchaba, atento, hasta que sus sentidos no pudieron más y volvió a caer en los brazos del sueño.

Capítulo 11

Al día siguiente, después de cenar en casa de unos amigos, Berga decidió pasarse por El Bou Trencat para tomar una copa. Como casi siempre, se hacía acompañar por Alfonsín Borras. El local estaba de bote en bote, pero lograron que Segismundo les proporcionara un par de sillas y tomaron asiento en una mesa que, a la luz de una vela, compartían Elia Vidal, la pintora; uno de los hermanos Torrents, Lluís, el mayor, achaparrado, algo grueso y de fieros bigotes encanecidos; y un joven pintor, Santiago Cusí, que al parecer había aprendido lo que sabía malviviendo por las calles del Trastévere. Parecían muertos de risa y hablaban, cómo no, de Máximus Aeternum, artista mental.

—...Y entonces, va el elemento y le dice al guardia: «Perdone agente, pero esa señora le estaba haciendo gestos obscenos con la mano, así...». ¡Y levanta el dedo corazón! ¡Qué cara más dura! El guardia se va para la pobre portera a ver qué pasaba y entonces ella le dice lo que Max le había hecho. Teníais que haberlo visto, se giraba como un idiota para verse la espalda, pero, claro, no podía... Entonces nos mira muy serio y dice: «¡Alto a la guardia urbana!». Ni que decir tiene que tuvimos que correr como posesos. A mi amigo Joan casi lo trincan.

Los tres estallaron en una carcajada. Vaya, parecéis divertidos,—dijo Berga sintiéndose excluido.

—Ay, Santiago, ay. Es que este Max es un irreverente. Esta mañana, a eso de las nueve, terminábamos la farra de anoche. ¡Qué tipo! No tiene límite, ¿eh? El caso es que cuando ya nos íbamos, dice: «Esperad». Se saca de un bolsillo un botecito de pintura amarilla y un pincel y nos manda a preguntarle a un urbano por la calle de la Ubre...

Los tres artistas que compartían mesa volvieron a reír.

—El caso es que el guardia nos mira así, como desconfiando, pero nosotros insistimos muy serios, y el hombre empieza a hacer memoria mientras nosotros le contamos un cuento, que si sabemos que hay una bodega cerca, un puesto de alquiler de coches... y así, mientras lo distraemos, el crápula de Max ¡le pinta una flor amarilla en la guerrera! ¡En la espalda! —Hubo una nueva carcajada general.

—Eso no es nada, el otro día hizo una buena —contó el escultor, Lluís—. No se quién me contó que el tipo tuvo el cuajo de echar unos polvos laxantes en un aguardiente que se había pedido un policía de paisano. Uno que viene por aquí, no sé si lo conocéis, pero huele a polizonte desde lejos. Este hombre es el acabóse. Pidió a no sé quién que le preguntara al policía sobre una lámina de la pared, ésa de Casas, y él se acercó por el otro lado y le echó unos polvitos. ¡Se fue de vareta! Tuvo que salir corriendo al excusado con una mano en el culo.

Todos volvieron a reír.

Mientras Lluís Torrents se secaba las lágrimas, continuó diciendo:

—Entonces, al rato, el policía salió cagándose en la madre de Segismundo, «que si vaya mierda de aguardiente», que si «voy a llamar al Ayuntamiento para que te cierren este nido de gérmenes».

Los cinco reían dando golpes en la mesa. Aquel tipo, Max, en apenas un par de semanas se había ganado un sitio entre aquel grupo de adelantados que, más que nada, valoraban la irreverencia, el atrevimiento y la oposición frente al estatu quo.

En eso que Máximus Aeternum hizo su entrada acompañado de su fiel criado, Alphonse. Todos se apartaron para hacerle un sitio celebrando su llegada.

—Vaya, amigo, me han contado sus últimas correrías y debo decir que me tiene usted impresionado —dijo Berga.

—¿Cómo? —contestó el otro, más pendiente de una joven dama acompañada de un petimetre que tomaban un vaso de vino en una mesa del fondo.

—Sí, hombre —insistió Santiago—. Sus trastadas a la policía.

—No me agrada la autoridad. Esta sociedad está podrida, hay que reventarla desde abajo, derribando hasta los cimientos—sentenció el enigmático Max.

—¿Es usted socialista? —preguntó Santiago Cusí, el pintor.

Máximus lo miró con desprecio, sus gafas oscuras caían resbalando por su nariz, y por encima de ellas asomaron unos ojos pardos, casi verdes, inquisitivos y hermosos a la vez.

—A mí ésos no me la pegan. Yo hago la guerra por mi cuenta. Creo en el individuo.

Santiago Berga se armó de valor y tomó de nuevo la palabra:

—Perdone, Max, pero quizá usted no me recuerda. Hace unos días me salvó usted de una buena, en el fum...

—Yo a usted no lo conozco de nada —sentenció el «artista mental».

A Berga le pareció que Max le guiñaba un ojo. Le agradó aquel detalle, al menos era un tipo prudente para según qué cosas, con sentido del honor. Discreto.

—Me llamo Santiago Berga y éste es mi amigo, Alfonso Borrás, Alfonsín.

—Sí, soy escultor —apuntó éste.

Max, sin apenas mirar al hijo de don Gerardo, dijo con retintín:

—Alfonsín... ¿De verdad esculpes?

Todos estallaron en una violenta carcajada.

—¡He sido poeta' ¡Y novelista!

Los cinco se morían de risa

—Ya, y ahora... escultor -dijo Max.

Alfonsín se levantó enfadado y se fue hacia la barra.

—No le haga caso —dijo Berga—. Alfonsín no es lo que se dice un intelectual, pero goza de nuestras simpatías.

Los demás comenzaron a hablar de no sé qué exposición y Berga y Max entablaron una conversación más íntima.

—He intentado conocerle en varias ocasiones y no me ha sido posible hablar con usted -dijo Santiago.

—¿Y cree usted en casualidades?

—¿Cómo? No le sigo.

—Mire, amigo...

—Santiago.

—Santiago. No se lo tome a mal, pero yo no necesito amigos. Voy por el mundo sin intención alguna de trascender, fluyo, y me encuentro lo que me encuentro. ¿Me sigue?

—Sí —mintió Berga.

—El caso es que... No se ofenda... pero es usted alguien a quien no merece la pena conocer.

Santiago Berga no daba crédito a sus oídos.

—Qué? —repuso incrédulo.

—Sí, hombre, sí. Yo admiro la creatividad, el impulso creador del artista que, a la vanguardia de la sociedad, no teme escandalizar experimentando nuevas vías, nuevos caminos. Y usted, si se me permite decirlo, no es más que un cliché, un niño rico quizá venido a menos, que ve pasar los días entre juergas y drogas, alcohol y sexo, un hedonista, vamos, que se acerca a gente bohemia, a los artistas, para sentir que está usted fuera del sistema, pero en realidad forma parte de él, lo sustenta y lo necesita. No, amigo, no, usted no aporta nada a la revolución, al cambio que se avecina, la gente como usted sucumbirá y sufrirá las iras de los desposeídos más incluso que los propios terratenientes. Usted quiere aparentar que es como los pobres, como los iconoclastas con los que se relaciona, pero pertenece a la casta dirigente.

Santiago Berga se quedó paralizado. Aquel Upo era increíble, nunca nadie lo había insultado y definido a la vez de aquella manera, al mismo tiempo, sin mirarlo apenas, como si no existiera. Y lo más grave es que aquel tipo, aquel transgresor recién llegado de París, tenía razón.

Antes de que pudiera preparar una réplica inteligente, Max dijo:

—Mire, ahí sí que hay alguien interesante.

Y se levantó acercándose a la barra, donde pasó toda la noche charlando amistosamente con la Juani, una puta de don Benito, una tirada carcomida por la sífilis.

Decididamente, aquel tipo era un fuera de serie.

Barcelona, 5 de julio de 1881

Estimado Víctor:

Me pongo en contacto contigo con el ánimo algo bajo, la verdad. No termino de comprender por qué tuviste que volver Madrid, pues me consta que el comisario Buendía, de la Brigada Metropolitana, no ha cursado nunca ninguna orden para que dejaras el caso. Además, el incidente del obispo ha quedado silenciado. Tengo informaciones fidedignas al respecto y sé que Su Ilustrísima no tiene intención alguna de formular una queja, porque él tiene mucho que callar, y me refiero a que don Gerardo Borras ha muerto. Supongo que lo sabrás por la prensa. El hombre no salió en ningún momento del coma, y teniendo en cuenta que se reventó la cabeza por culpa (entre otros) de nuestro señor obispo, te harás a la idea de que es mejor silenciar el asunto. Don Federico Ponce, el médico, te manda recuerdos. Me consta que ha intentado lo imposible para evitar este trágico final, pero al estado de extrema debilidad en que se hallaba el infortunado se ha añadido la pérdida de sangre y el fuerte traumatismo, por lo que nada se pudo hacer por su vida. Quizá sea mejor así. La prensa, aquí, ha seguido haciéndose eco de la historia del Endemoniado y ha ido añadiendo poco a poco detalles escabrosos, la mayoría inventados: que si levitaba, que si hablaba en lenguas extranjeras (incluido el arameo) con una voz ronca que no era la suya... en fin, de locos.

El otro asunto no progresa: a Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, se lo ha tragado la tierra, debe de haber volado. De su único compinche vivo, el hermano del tipo de la cicatriz, no hay ni rastro: a estas alturas, la pobre Antoñita estará criando malvas. Aquí hemos tenido nuestros más y nuestros menos con el público. La publicación de los detalles más escabrosos, la declaración de Teresita y la preocupación de padres y familiares llegó a provocar algaradas que reclamaban justicia al gobernador. Se rumorea en la calle que había personas importantes metidas en este asunto, que eran clientes de Elisabeth, pero me temo que poco a poco el tema se irá olvidando. Me consta que el propio don Trinitario se encargó de que el dietario ardiera. Yo recuerdo algunos de los nombres, pero no se lo digas a nadie o es posible que mi vida no valiera un real. No se puede luchar contra el sistema y al menos me queda el consuelo de que esa maldita asesina no podrá seguir matando en Barcelona, mi ciudad. ¿Te das cuenta? He escrito «mi ciudad».

Al menos conseguimos pararla, Víctor, a la asesina, o asesino, ese consuelo me queda. Te echo de menos, amigo, quizá con tu ayuda hubiéramos llegado más lejos. Sé que tuviste motivos para irte. No te censuro. La familia es lo primero y el miedo, humano. A veces pensaba que eras de otra especie y en el fondo me agrada ver que eres de carne y hueso.

A instancias tuyas, he ordenado que vigilen a Santiago Berga, quizá el único nexo con el pasado de Elisabeth, y debo decirte que no he sacado nada en claro. Ese joven es un crápula, un tipo miserable que vive al máximo gracias al dinero de papá. Te detallo el ambiente en el que se mueve, pero debo decirte que de Elisabeth, ni rastro. Berga se relaciona, en efecto, con el hijo de don Gerardo, Alfonsín, un zángano de primera. También frecuenta a un grupo de artistas, algunos de ellos personas decentes y, otros, unos verdaderos libertinos, gente que busca nuevas experiencias, escandalizar y llegar a extremos que no conoce hasta ahora la sociedad. Destaca una pintora, Elia Vidal, la cual residió en Florencia y ahora vive de sus pinturas y de una academia para mujeres que regenta con cierto tino. Los hermanos Torrents, ambos escultores, Arca-di y Lluís. Gente bien que se dedica al arte y que, pese a haber heredado una considerable fortuna, vive de lo que obtiene por la venta de sus esculturas. Hay también un tal Fulgencio no sé qué, un empresario de éxito, de buena familia, joven y emprendedor. Un escultor, de nombre Higinio Mestre, toma nota, sobrino de don Trinitario, el gobernador. Un joven pintor, Santiago Cusí, y algunos bohemios más, escritores, poetas y gente de mal vivir. Ni que decir tiene que se reúnen en El Bou Trencat, como me dijiste, bajo el ala de tu buen amigo, el propietario, Segismundo Cifuentes.

No es fácil realizar tareas de vigilancia. El otro día algún desgraciado le puso un laxante en su bebida a uno de mis hombres y por poco se jiña allí mismo. Aún sigue en su casa, con el estómago revuelto. Últimamente ha aparecido un tipo muy raro, un tal Max, me dicen mis hombres. Qué pinta tendrá que destaca sobremanera entre esa panda de melenudos, ya de por sí llamativos. En fin, que te mantendré informado.

Dejo para el final una noticia que no sé cómo darte. Se trata de Eduardo. No te lo he dicho antes porque pensaba que podría encontrarlo pero debo comunicarte que se ha ido. Quedó en el hotel, como tú ordenaste, con todo pagado hasta que comenzara el curso y bajo mi supervisión diaria. Después de irte tú me pasaba cada tarde, pero al cuarto día ya no lo hallé allí. Nadie sabe adónde ha ido. He removido Roma con Santiago pero, al fin, debo concluir que ha volado. Quizá se haya ido a otra ciudad, es un perro callejero y supongo que la perspectiva de vivir encerrado en un internado no le seducía. Es una pena porque era un buen chico. Un vendedor de bebidas, el del quiosco del final de las Ramblas, me dijo que lo vio varias veces en compañía de un tipo con muy mala pinta. No quiero ponerme en lo peor. Lo siento, amigo. Te prometo que haré lo que pueda al respecto, porque sé que te habías encariñado con el crío. Me consta de veras que te añoraba. Sé que quizá éste no es el mejor momento para decírtelo, pero creo que don Alfredo tenía razón. De alguna manera Eduardo había llegado a la conclusión de que te lo llevarías a Madrid contigo. En fin, dicho está.

Como ves, todo lo que hemos intentado ha salido mal: don Gerardo, muerto; Elisabeth y el compinche que le queda, fugados; veintitantos crías muertas; Antoñita, desaparecida, y ahora, Eduardo, que se nos ha ido, en las calles de alguna ciudad trampeando, robando o limando. Y encima, para rematar la faena, algunos viciosos adinerados que se divertían con las chicas que esa arpía de Elisabeth les proporcionaba, sueltos por ahí, para seguir disfrutando de sus decadentes vidas, gente bien de Madrid, Sevilla, Barcelona, Lisboa... qué asco.

Me siento desanimado, amigo. Y triste.

Atentamente,

Juan de Dios López Carrillo

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