El enigma de la calle Calabria (27 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

En los días siguientes el conde de Chiaravalle causó una gratísima impresión allí por donde pasó. Hombre rumboso aunque nada dado a los alardes innecesarios, se vio rodeado enseguida por toda una corte de aduladores, la mayoría de ellos artistas, a los que trataba con educación aunque con cierta displicencia. Max parecía moderarse en su presencia, pues aunque el conde era hombre de mundo, parecía evidente que no eran muy de su agrado los excesos de su pupilo. Se decía que el italiano se había hecho con un palco del Liceo por la friolera de cincuenta mil pesetas y allí se daban cita Max, Berga, Elia Vidal y el resto de los zalameros. Max no protagonizó ningún incidente más en aquellos días. El conde de Chiaravalle era amigo de los deportes, del ejercicio físico y solía bañarse a diario en la playa de la Mar Bella, en la Barceloneta, la preferida por los habitantes de la ciudad. Socio del selecto Círculo Ecuestre, todas las tardes acudía a montar a los terrenos que dicha asociación poseía en el paseo de Gracia. Pasaba las veladas en el Hotel Continental, en el local del Círculo Ecuestre de la calle Sant Pau o se pasaba por el Liceo, el Club Catalán de Regatas o el Club de Regatas de Barcelona, del que también era socio. Derrochaba buenas maneras, pedigrí, y llamaba mucho la atención entre las damas de mediana edad. Con él, Berga y Max acudieron a tomar una sauna (costumbre a la que se había aficionado el conde en uno de sus viajes a Finlandia) en el prestigioso gimnasio del doctor don Eduardo Tolosa, en la calle Duque de la Victoria, número 5. Allí también practicaron la esgrima en su amplia sala de armas y supieron lo que era un buen masaje. Fueron a los toros, a la vieja plaza del Torín, situada en la Barceloneta; pasaron por el Turó Park y el Saturno Park del Tibidabo, y se dieron grandes homenajes gastronómicos en el Suizo y Le Grand Restaurant de la France, ambos sitos en la plaza Real. También asistían a algunas funciones al Teatro Principal e incluso se acercaron a presenciar alguna que otra representación del género chico en locales del Paralelo como La Pajarera Catalana o El Dorado. El conde de Chiaravalle parecía sentirse cómodo en esos ambientes populares y no le hacía ascos a pasarse por tabernas o cafés como La Maravilla, la taberna D'en Paperines o La Estrella. Llegaron incluso a realizar una multitudinaria sesión de espiritismo tras el escenario del Liceo. Santiago Cusí, el retratista, era muy aficionado a las leyendas y encontró en Max un apoyo al respecto, pues el enigmático «artista mental» parecía interesarse muchísimo por aquellas historias de naturaleza ultraterrena que pasan de generación a generación. Por eso, una noche, gracias a las influencias de Berga y del conde, llegaron a realizar una sesión de guija con una vidente del Barrio Chino en el interior del teatro una vez que éste hubo cerrado sus puertas. Al parecer, y siempre según Cusí, el teatro era un lugar maldito, pues había sido construido sobre las ruinas de un antiguo convento de los Trinitarios, frailes que se dedicaban a rescatar esclavos cristianos capturados por los piratas de Berbería. El primer inmueble databa de 1662 pero fue utilizado por las tropas napoleónicas como almacén. Después, durante los años del liberalismo, fue club político, para volver a utilizarse como edificio religioso hasta que fue incendiado durante los desórdenes de 1835. Después de eso, y sobre las ruinas del convento, se edificó el Liceo. Y según Cusí, aquélla era la causa de la maldición. Allí se celebraban, en los primeros años de su existencia, no sólo representaciones teatrales sino incluso actos sociales y bailes de carnaval. Enseguida los más cenizos comenzaron a pregonar que dichas celebraciones habían terminado por ofender a los espíritus de los frailes y que el teatro sería destruido por un diluvio de fuego y otro de agua. En el año 1861 el teatro se incendió y un año después el diluvio se hizo real y una inundación anegó las Ramblas. No se pudo esclarecer la causa del incendio, pero decían las malas lenguas que entre las cenizas se encontró una misteriosa inscripción que decía: «Soy el búho y voy solo, si os volvéis a acercar lo quemaré de nuevo». Algunos, como Elia Vidal e Higinio Mestre, se negaron a participar en la sesión de espiritismo, la cual apenas duró unos minutos, pues Santiago Berga, más por efecto de la absenta que por otra cosa, dio al traste con el clima ideal alcanzado tras echar a correr dando alaridos y proclamando que había visto un fraile tras las inmensas cortinas. Después de aquello todos pusieron pies en polvorosa entre las lamentaciones de la médium, que se quejaba porque no le habían pagado sus emolumentos. Aquella misma noche se fueron a rememorar la aventura a El Bou, muertos de risa.

Por las tardes, Max y el conde frecuentaban las tertulias más de moda, como la de la librería Verdaguer, la de la farmacia de Félix Giró, en la calle Conde del Asalto, o la de la pastelería de Agustín Massana, donde Max sí que se despachaba a gusto vertiendo sus incendiarias opiniones.

Una tarde, mientras Máximus y Berga tomaban un café en el Continental, llegó muy animado el conde.

Nada más tomar asiento les dijo con voz queda, como el que cuenta un gran secreto:

—He conocido a una dama muy especial.

Max, siempre tan cáustico, respondió al instante:

—¿En sentido bíblico?

—No, hombre de Dios, no. Esta es de las buenas. Bellísima.

—Vaya, pues me alegro mucho —repuso Berga-. ¿Y le ha gustado?

—No —contestó el italiano—. No me ha gustado, me he enamorado.

Máximus dio un puñetazo en la mesa:

—¡Acabáramos! —exclamó riendo—. Ya estamos otra vez al lío, al lío; querido Giaccomo, acuérdese usted de las otras veces, no será más que una yegua...

—No hables así de ella, Max, es una diosa, una mujer de las de verdad, la madre de mis hijos.

—Pero ¿no está usted casado? —preguntó Berga.

—Paparruchas, tonterías. Al amor no se le pueden poner barreras —afirmó el conde, que pidió una botella del mejor champán de la casa—. Miren, estaba yo en la sala de armas del gimnasio practicando esgrima cuando entró ella: iba a tomar una clase, me miró, nos miramos... y
voila,
el amor. Tuve el atrevimiento de esperar a que acabara. Cuando salió la

abordé y le dije que si no me permitía invitarla a tomar un café me suicidaba allí mismo. Ella me contestó que la halagaba, pero que no era una cualquiera. Yo saqué el estilete que llevo en el botín para casos ele apuro y, al ver que era capaz de degollarme a mí mismo y en medio de la calle, accedió. Tomamos café, amigos, y me perdí en sus ojos: lindos, hermosísimos, es una mujer de una belleza exuberante, serena, segura de sí misma. Hemos quedado en vernos mañana a la misma hora.

Entonces levantó su copa y obligó a los dos jóvenes a brindar por el amor.

—Se llama Bárbara, Bárbara Miranda —dijo medio atontado.

Se excusó y se fue a la
toilette.

—Este se ha vuelto a enamorar. Veremos si no la lía de las gordas —sentenció Max.

—Es hombre de mundo, ¿no? —preguntó Santiago Berga.

Max, mirándolo por encima de sus gafas oscuras, dijo:

—Mira, hermano, las otras veces que mi mentor se lio la manta a la cabeza por una mujer, ni siquiera me habló de ellas en su primera cita. Esta vez le ha dado fuerte, te lo digo yo que lo conozco mejor que nadie. Apañados vamos.

Máximus Aeternum leyó en Santiago Berga una indudable sonrisa de satisfacción.

En los días siguientes el conde de Chiaravalle se comportó como un colegial. Max definía a su mentor como «el último romántico» y la verdad era que aquella definición le iba como un guante. Algo melodramático, casi ridículo, muy afectado por el asunto y verdaderamente cargante al contar la historia a todo el que quería escucharlo, el noble italiano se mostraba ilusionado a ratos, para al momento adoptar un tono en exceso fatalista aderezado con efectistas intentos de suicidio (más para llamar la atención que para otra cosa) que Max, Berga y los demás frustraban solícitos. En aquellos días el conde de Chiaravalle en un par de arrebatos había intentado arrojarse bajo un coche de caballos e incluso saltar desde el salón contiguo a sus habitaciones del hotel.

Todo comenzó cuando, al día siguiente de su primera cita con la joven, el conde regresó del gimnasio completamente desanimado. La mujer le había dado plantón, pero uno de los empleados le entregó una nota que su dama había enviado para él.

La leyó en voz alta delante de Elia Vidal, Berga y Max:
—«Querido Giaccomo, siento el más profundo de los dolores por no haberme presentado a nuestra cita, pero debo decirte que soy una mujer distinta a las demás. A veces el corazón le marca un camino y el cerebro o, lo que es peor, la realidad, otro. Te mentiría si te dijera que no quería ir, es más, me muero por hacerlo. Es extraño para mí decir algo así y más después de saber que eres el hombre de mi vida y puede que pienses que esto es ridículo. Aunque mi mente me dice una y otra vez que apenas te conozco, después de hablar contigo sólo una hora te diré que no, que es como si te conociera de toda la vida, como si fuéramos sólo uno y que te quiero. Tengo un gran secreto que no te puedo contar y que se interpone entre nosotros. Hasta siempre. Tuya: Bárbara Miranda.»

—Pero ¿de verdad se cree usted eso? —preguntó la pintora sonriendo.

El conde la miró con desprecio, por lo que, en lo sucesivo, la joven eludió hacer cualquier comentario crítico al respecto ante la perspectiva de perder el favor del italiano que la iba a hacer exponer en Roma.

Todos quedaron en silencio, sin saber muy bien qué decir.

—Pues a mí me parece una carta sincera. Esa joven lo ama, conde —dijo Berga.

—Lo peor es que no sé cómo encontrarla —repuso el noble italiano cariacontecido.

En los días que siguieron removió la ciudad, la recorrió arriba y abajo y contrató a varias agencias de detectives para localizarla, pero no dieron con ella. El conde de Chiaravalle era un hombre enamorado, enamorado tras un encuentro de apenas una hora.

Una tarde, en El Bou Trencat, Max sufrió un ataque de tos. Se cubrió la boca con el pañuelo, porque parecía asfixiarse, y se echó a un lado. Cuando volvió a incorporarse se aseguró de que nadie lo veía pero Berga, el único que compartía la mesa con él, acertó a distinguir una terrorífica mancha roja en el inmaculado trozo de tela.

Max se guardó el pañuelo y lo miró avergonzado.

—Ahora ya lo sabes. Me la diagnosticaron hace apenas dos meses: tuberculosis. Me muero, hermano, me muero, ésa es la verdadera razón de que nada me importe, de que sea tan valiente a la hora de correr riesgos, de escandalizar. En el fondo, pienso que si estuviera sano sería el más burgués de los burgueses. Llevaría una vida de oficinista.

—¡De eso nada, mi buen amigo! —exclamó Santiago—. Tú eres un artista, un iluminado, y lo serías igual aunque fueras inmortal. Créeme, te conozco.

—Eso lo dices para animarme, pero ¿sabes?, tengo miedo, Santiago, no quiero morir. Lo daría todo, cualquier cosa por no irme de este mundo.

—No seas fatalista, te pondrás bien, ya verás. Hay gente que se salva.

—¿Conoces a alguien que haya sobrevivido a la tisis? Santiago Berga bajó la cabeza. Entonces Max volvió a tomar la palabra:

—Haría cualquier cosa, lo que fuera, por curarme, hermano. Se hizo un silencio entre los dos.

—He oído que hay remedios... un tanto espectaculares —dijo el enfermo.

—¿Cómo?

—Sí, ya sabes, en París se decía que si bebes sangre joven, de una chica virgen, puedes sanar.

—¡Eso son tonterías de viejas! —se indignó Santiago Berga.

Max miró al suelo de nuevo, parecía un hombre hundido. Santiago quedó consternado al ver al artista mental doblegado. Lo creía invencible.

—Estoy tan desesperado, hermano... El dinero no es problema, el conde me quiere vivo.

—Ya.

—¿Conoces a alguien aquí que...?

Santiago Berga adoptó una expresión pensativa.

—Es peligroso. Además, la persona que podía ayudarte está desaparecida.

—Tu amiga.

—La misma.

—¿Cómo se llamaba?

Silencio.

—¡Hermano!

—Elisabeth, Laco, qué sé yo. Pero está huida. Además, Max, está loca, créeme.

—Haría lo que fuera, hermano, lo que fuera. El dinero no es problema, repito.

Sufrió otro ataque de tos.

Santiago Berga puso cara de comenzar a pensárselo.

Capítulo 14

El mercado del Borne aparecía imponente a ojos de los dos forasteros, el conde de Chiaravalle y Max, quienes caminaban mirándolo todo con asombro, extasiados como palurdos. La enorme estructura de metal, la cúpula que bajaba hacia los laterales, abierta, sin sujetarse en una sola columna, dejaba pasar la luz del sol, que iluminaba los tenderetes, las frutas y los puestos de especias, de vivos colores. Había voces que pregonaban los productos aquí y allá, un ciego que pedía limosna, limpiabotas, criadas haciendo la compra, algún que otro ratero y muchos desocupados. El olor de los puestos de carne, las moscas, el fuerte aroma del pescado fresco y el efluvio de la sal del cercano mar influían en el ambiente, que, caluroso y húmedo, incitaba a quitarse la chaqueta y pasear.

No les fue difícil encontrar la carnicería de la Colasa, una mujer gorda, de cuello grueso, fuerte, con la voz ronca de tanto vocear y discutir con las comadres.

—Assumpta —dijo Max como le había indicado Berga.

La mujer, dejando al cargo a dos empleadas, pasó bajo una portezuela del mostrador con agilidad, y sin mediar palabra les instó a que la siguieran. Entraron en una oscura tasca de la calle Comercio.

El ambiente era opresivo, cargado, y algunos paisanos mal encarados los miraron con desconfianza al entrar. La mujer hizo un gesto y les trajeron una botella de aguardiente y tres vasos.

—Ustedes dirán —dijo la gorda atizándose de un trago todo el vaso.

—Estoy enfermo, tisis.

—Ya no trabajo ese tipo de artículos.

—Nos dijeron que usted... —empezó el conde.

—Muy arriesgado, no merece la pena. Daba dinero, no crean, la gente bien paga lo que sea por la tuberculosis.

—¿Y no habría manera de ponernos de acuerdo? —repuso Max, lastimero.

—No hay suficiente dinero en el mundo. Por eso te dan garrote. Ustedes no son de aquí, ¿no?

El italiano le enseñó un buen fajo de billetes.

—¡Carajo! —exclamó la mujer—. Pídanme otra cosa, puedo hacerles algún amarre, filtro de amor... Tengo una pomada que pone el miembro como un hierro ardiendo, duro y...

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