El enigma de la calle Calabria (30 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Víctor Ros se levantó y salió del calabozo escuchando de fondo las súplicas de Santiago Berga. En aquella ocasión y pese a no ser amigo de los métodos expeditivos, salió de los calabozos con una amplia sonrisa.

Por primera vez en mucho tiempo Víctor Ros durmió bien. Tuvo un hermoso sueño en el que aparecían sus hijos y jugaba con ellos en la playa, en San Sebastián. También vio el rostro de muchas chicas, apenas unas crías, pobres, mal vestidas pero sonrientes que le daban las gracias. Ya no tenía ansiedad, ni miedo, el mal se había esfumado, sentía que aquella maldita mujer se había ido de allí para siempre. Cuando despertó pensó en la pobre Antoñita. Estaba muerta. Eso había dicho Santiago Berga. Desayunó con ganas acompañado de Eduardo y de Gian Cario. A eso de las once llegó López Carrillo agitando unos papeles en la mano: la confesión de Santiago Berga.

—No habrás dormido —observó Víctor.

—¡Qué va! Si vengo de casa. He podido hasta echarme un sueñecito, a la primera hostia cantó la Traviata. Créeme, no he visto un detenido con más miedo en mi vida. Aun así, lo van a tener sin dormir un par de noches para comprobar que todo lo que me dijo es verdad, pero no me cabe duda —repuso tendiendo los papeles a Víctor—. Aquí está todo lo que sabe. El y Elisabeth eran socios, pasó de ser su mejor cliente a compartir los gastos y las ganancias del negocio. Ya sabes, debían costear dos o tres piso en alquiler para, según dijo, «mantener el ganado en circulación». Según me contó, Elisabeth, una arpía sin escrúpulos, decidió sacar sangre a las crías. Estaba loca. A partir de ahí bajó el rendimiento del negocio. Según su declaración, se vio obligado a trapichear con ella porque tras su primera detención su padre no le daba un duro y a él le gustaba vivir a lo grande. La oyó decir que Antoñita estaba muerta, pero asegura que es una mentirosa compulsiva. Desconoce cuál es su escondite, pero afirma que está convencido de que se oculta en el mismo lugar donde ocultaron a don Gerardo. Insiste en que él no participó en el secuestro aunque se le ocurrió que podían desplumarlo porque supo de su fortuna gracias a las fantochadas de Alfonsín.

—¿Está implicado?

—¿Alfonsín Borrás? No. Berga dice que es inocente, un pobre imbécil gracias al cual llegaron hasta su padre. Pero tengo otra excelente noticia: hemos registrado la casa de Berga y
voila
—anunció López Carrillo agitando una fotografía.

—¡Es ella! ¡Es ella! —exclamó Víctor—. O él.

—En efecto. Es él vestido de mujer, Paco Martínez Andreu vestido de Elisabeth.

—Hay que ir a los periódicos, tienen que publicarla.

—Ya lo he hecho. Mañana sale. No tendrá dónde esconderse, es sólo cuestión de tiempo que la gente de la calle la identifique. Pondremos carteles por todo el país. Asunto resuelto.

Víctor sonrió con un cierto deje de amargura. Siempre podría escapar vestido de hombre.

—Déjame la declaración, luego la leeré —repuso mientras volvía a mirar el mapa geológico de Barcelona.

—¿Aún sigues con esa tontería? —le preguntó López Carrillo.

—Qué remedio —dijo Víctor—. No tengo otra cosa. Después de un arduo trabajo, después de infiltrarme entre ellos, de correr riesgos, de jugarme el cuello y poner en peligro al pobre Eduardo y al marido de mi suegra, sólo tengo esto para encontrar su último escondrijo: un billete de tranvía, azufre y materiales diluviales del cuaternario con
Pupilla dentata.

—Me la pegaste bien, amigo. Por poco te doy una buena tunda, ¿eh? —observó López Carrillo entre risas.

—Menudo bastonazo, no sé si podré volver a tener descendencia.

Todos rieron la ocurrencia.

—Mi comisario, don Horacio Buendía, viene de camino, bien acompañado, y don Alfredo está ya en marcha. Mañana celebraremos la reunión en casa de don Gerardo —añadió Víctor.

—He preparado todo según me dijiste —contestó López Carrillo.

Víctor no respondió, estaba como ido. Miraba el billete del tranvía que hallara en el bolso de Paco Martínez Andreu.

—¿Me has oído? —repitió López Carrillo.

—Sí, sí —dijo pensando en otra cosa.

Entonces, tras un silencio, colocó el mapa geológico sobre la mesa y con el boleto en la mano exclamó:

—Pero ¡claro, qué idiota! Si tenemos todas las variables.

—¿Cómo? —inquirió López Carrillo.

—Sí, sí. Mirad, en el dorso de este billete vienen las siete paradas de la línea —dijo.

Se lo tendió a sus amigos para que lo vieran, un pequeño boleto de color rojo con una leyenda que decía: «Los tranvías de Barcelona»; al lado, un número de serie, el 34578, y debajo, los nombres de las paradas.

—Supongamos que esta mujer compró este billete recientemente, ¿no? Parece lógico, pues es de las pocas cosas que llevaba en el bolso.

—Mucho suponer —repuso López Carrillo.

—Bien, bien —continuó Víctor dibujando un camino con su pluma—. Si sobre nú mapa geológico trazamos una línea que siga el recorrido, nos bailamos con que discurre paralelo a la costa hacia el noreste. O sea, que descartaríamos, así de buenas a primeras, dos zonas diluviales del cuaternario como son la cuenca del Ripoll y los terrenos al sur de Montjuïc, y nos quedamos forzosamente con la cuenca del Besos.

—El Besós, Víctor, el Besós. Con acento en la o.

Víctor se quedó como extasiado, mirando a la pared. Al fin tomó la palabra señalando con el dedo a su amigo Juan de Dios López Carrillo:

—¿Sabéis? Esto mismo ya me ha pasado otra vez, cuando me entrevisté con la mujer de Paco Martínez Andreu, la pintora; ella me dijo que tenía un almacén para guardar sus pinturas, lo recuerdo: yo le pregunté por unos cuadros que tenía con motivos religiosos. «¿Ah, ésos? Los hago a granel —me contestó—. Se venden fácilmente y me dan de comer. Pinto más de diez a la semana, si hasta los guardo en un almacén en Sant Adrià de...», y yo dije: «De Besos». Y ella me contestó exactamente como tú ahora: «No, no, de Besós. Con el acento en la última sílaba». ¿Os dais cuenta? La mujer de Paco, o de Elisabeth, tenía un almacén en Sant Adrià de Besós, que entra dentro de mi mapa, materiales diluviales del cuaternario con
Pupilla
y, además, es la última parada de la línea del tranvía que utilizó. Es eso, es eso.

—¿Y el azufre? —preguntó López Carrillo.

—Ahí me pillas —reconoció Ros—. No hay un solo yacimiento de azufre en toda la zona.

Pemanecieron en silencio. Víctor volvió a hablar:

—Pensemos: usos del azufre, almacenes de azufre, ¿para qué se usa?

Volvieron a quedarse en silencio, pensativos. Ros dijo:

—Se usa en fotografía, como fijador. Siguieron pensando.

—En mi tierra se usa como fungicida, en los cultivos —intervino el italiano.

—Más, más, pensad —repuso Víctor.

—Para hacer pólvora —sugirió Eduardo.

Ros chasqueó los dedos índice y pulgar y dijo:

—Ahí está. Para hacer pólvora, para eso se usa en grandes cantidades. López Carrillo, tú y el crío acercaos a la Guardia Civil, necesito una lista de polvorines, fábricas de explosivos y depósitos de petardos y fuegos artificiales de Barcelona. Gian Carlo y yo haremos otro tanto en el Registro de Sociedades Mercantiles. Aquí dentro de una hora.

Salieron a toda prisa y volvieron a reencontrarse en el vestíbulo del hotel hora y media después. Se repartieron las dos listas y comenzaron a buscar. No era sencillo, pues la lista del Registro era muy larga, aunque a la media hora López Carrillo, que buscaba en el listado de la Guardia Civil, dijo:

—Tengo algo. Esteban Hermanos S.L., deposito de pólvora para fuegos artificiales, Sant Adrià de Besos.

—¿Dice ahí el nombre del propietario?

—Sí, Faustino Rosell López.

—Materiales diluviales del cuaternario, el tranvía, azufre y Sant Adrià —enumeró Víctor contando con los dedos—. Anota la dirección, nos vamos.

Un parroquiano, algo pasado de peso y rozando la cuarentena, bregaba con la tierra intentando sacarle algo de partido a base de riñones cuando contempló dos carruajes que se paraban en el camino que había junto a su terreno. Del primero bajaron tres caballeros y un crío, y del segundo, cuatro guardias. Por un momento llegó a asustarse cuando uno de aquellos señoritos le preguntó, mostrando su placa:

—¿Faustino Rosell?

—El mismo que viste y calza —dijo apoyándose en la azada.

—Inspector Ros, de la policía. Queremos hacerle unas preguntas. ¿Es usted dueño de Esteban Hermanos?

—Quiá, aquello quebró. Era el negocio de mi padre e intentamos continuarlo, pero hará cosa de cinco años que el Señor llamó a mi hermano Práxedes. No pude competir con los precios de las grandes fábricas y cerré el negocio.

—Pero conserva el terreno, ¿no?

—Sí, un terreno con varias casetas para manipular el material, a distancia unas de otras, y una pequeña casa, apenas un salón en una planta baja.

—¿Conservan allí material?

—Poca cosa quedará —respondió el parroquiano como haciendo memoria-. En las casetas, nada, y en el sótano de la casa, que es bastante amplio pues se aprovechó una gruta natural, algunos sacos de material.

-¿Puede ser azufre para fabricar pólvora?

—¡Coño! ¿Cómo sabe usted eso? Sí, allí la temperatura es estable, fresca y hay cierta humedad, un buen sitio para conservar bien las cosas.

—¿Tiene arrendada la propiedad?

—Sí, claro, precisamente hará ahora cuatro años.

—¿A dos hombres y una mujer?

—Exacto.

—¿Esta? —dijo Víctor mostrándole una fotografía de Elisabeth.

—Es ella, sí. ¿Qué ha hecho?

—Nada bueno. ¿Queda cerca?

—Ahí al lado.

—Acompáñenos, rápido.

—¡Perfecto! —exclamó Licinio Férez contemplando su obra con las tijeras en una mano y el peine en la otra.

—No está mal. ¿Ha quedado corto? Lo quiero muy corto, como un militar —dijo Paco Martínez Andreu.

Se estaba mirando en un espejo de mano mientras se deshacía de la sábana que lo cubría. Sacudió los pelos sobrantes para que cayeran al suelo y lanzó el embozo a un rincón:

—Barre eso —dijo.

Entonces se puso un blusón de obrero y se caló una gorra hasta las orejas. Llevaba un pantalón de pana viejo, gastado, y unas alpargatas raídas.

—¿Parezco un obrero?

—Das el pego perfectamente —asintió Licinio mientras tiraba el contenido del recogedor por la ventana. Se hizo un silencio y Paco ordenó: —Haz el equipaje, nos vamos.

Este, acostumbrado a obedecer, tomó una vieja maleta de la parte de arriba del armario y la abrió sobre la cama. Extrajo un par de camisas de la cajonera y comenzó a colocarlas con cuidado, evitando que se arrugaran. Entonces sintió algo frío en la garganta y, a continuación, un insoportable escozor, como una quemadura. Quiso hablar pero sólo le salió un extraño gorjeo. Se puso la mano en el cuello y notó que la sangre, caliente y húmeda, se le escapaba a borbotones.

—Lo siento, Licinio, pero tu fotografía ha salido en todos los periódicos. No puedo ir por ahí con un lastre como tú.

Antes de que pudiera darse cuenta, estaba de rodillas. Ella, ahora él, conservaba aún las tijeras en la mano, estaban manchadas de sangre. Licinio cayó como un peso muerto y se ahogó con su misma sangre. Ella, otra vez él, de obrero, echó un vistazo por la ventana. Casi había oscurecido. Decidió salir. Tampoco era cuestión de caminar por aquellas huertas totalmente a oscuras. Arrastró el cuerpo, abrió la trampilla y lo dejó caer al sótano. Limpió un poco la sangre. Un desperdicio que le hubiera venido muy bien a su piel, pero tenía prisa. Tomó el hatillo y tras echar un vistazo a aquel mugriento cuarto salió al exterior. Comenzó a caminar a paso vivo. De pronto, de detrás de unos matorrales salieron tres guardias. Se giró para huir pero ya era tarde, alguien le echó una manta por la cabeza y dijo: —Date prisa, Elisabeth,

Intentó resistirse, pero la esposaron y la llevaron adentro. Una vez atada a una silla le quitaron la frazada que le cubría medio cuerpo. Lo primero que vio fue la cara de ese detective, Víctor Ros.

—Al fin nos encontramos —comentó éste—. ¿Y su cómplice?

Los guardias ya habían encontrado el rastro de la sangre y abrieron la trampilla.

—Aquí está, señor —dijo una voz desde el subsuelo—. Lo ha despachado.

Ella, él, sonrió.

—Todo ha acabado —repuso Ros.

—Es usted un cerdo -contestó muy tranquila—. Y espero que se pudra en el infierno.

—Le gané la partida. Eso me basta. —Debo reconocer que es usted bueno.

—¿Y Antoñita? ¿Está muerta?

Ella miró a otro lado.

—Vas al garrote, Elisabeth.

Ella asintió.

—¿Te das cuenta —insistió Víctor- de que después de andar tras tus pasos durante tanto tiempo no te había visto el rostro hasta ahora?

—Porque soy buena en mi oficio —contestó ella, quien pese a su edad parecía un hombre joven, un obrero que empezaba una nueva vida.

—No se te ve muy apenada, o apenado —observó López Carrillo—. ¿Cómo prefieres que te trate?

—Soy Elisabeth... Ya viví hace trescientos años...

López Carrillo y Víctor se miraron como sorprendidos, aquel tipo estaba como una cabra.

—Sí —convino Ros con hastío—. Fuiste Erzsébet Báthory.

—Así es.

—¿Desde siempre?

—No, comencé a ser consciente de ello a los quince años, creo. Yo lo negaba. Poco a poco fue entrando en mi mente. Llegué a casarme y todo, pero era superior a mis fuerzas, se fue apoderando de mí, yo soy ella y ella soy yo.

—¿No sabes lo que es el remordimiento? ¿Te parece bien lo que has hecho con esas criaturas?

—No sé lo que es ni me importa.

Entonces Víctor Ros se le acercó mirándola a los ojos.

—Buen disfraz —aprobó.

—Gracias —contestó ella.

—Todo este tiempo soñaba con capturarte para hacerte una pregunta, Elisabeth.

—Usted dirá, Víctor.

—¿Cómo supiste que tengo hijos?

—Un farol, casi todo el mundo los tiene. Por eso le mandé la nota y di en el clavo, lo supe cuando lo vi abandonar Barcelona de esa manera.

—Volví de inmediato.

—Sí, como Max. Muy listo.

—¿Cuándo te diste cuenta de que te habíamos tendido una trampa? Me refiero a ayer, en el apartamento.

—Aquí su amigo, el italiano, cuando crujió una madera en el descansillo tuvo un segundo de duda, se lo noté en la mirada.

—Estoy desentrenado —reconoció Gian Carlo.

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