Read El enigma de la calle Calabria Online
Authors: Jerónimo Tristante
Max se acercó. ¿Cómo hacía aquel hombre para mantenerse siempre sobrio?
—Hermano —dijo Max muy serio—, quiero disculparme contigo. Tú no eres un burgués acomodado, eres un artista, un artista del placer.
Berga, señalándolo con el índice, contestó arrastrando la lengua:
—Tú lo has dicho, amigo Max. Me has definido a la per-lección.
—Otros trabajan la piedra, la pintura, el papel e incluso, como Fulgencio Manueles, el empresario, las mujeres, pero tú, amigo... tú experimentas contigo mismo llevando el cuerpo y la mente más allá de lo que nadie lo ha hecho. El día que te conocí te habías puesto al límite, realmente, en el fumadero de opio de Takeo. Menos mal que estaba yo por allí.
—Me hubiera ayudado.
—¿Takeo? No lo conoces, yo lo adoro, pero es un maldito chino cabrón. Esos amarillos venderían a su madre por dos reales. Pero tú, no tienes miedo, hermano, eres un transgresor.
—Sssí —contestó Santiago Berga, que comenzó a sufrir un severo ataque de hipo.
—¿Sabes? —continuó Max—. Tú podrías ser, como yo, un buen artista mental.
—¿Y qué es eso? —preguntó inocentemente el borracho. Max soltó una carcajada.
—¡Qué razón tienes, amigo, qué razón tienes! No debemos creer ni en nuestro propio arte. Nada existe, todo es efímero.
—Antes... —dijo Berga recordando el incidente del excusado—. He comprobado que tus gustos amorosos son...
—No te creía tan remilgado -comentó Max—. En la Grecia clásica era algo normal. Cualquier filósofo, cualquier notable que se preciara, gozaba de los cuerpos de sus efebos sin ningún tipo de pudor.
—No, no. Me malinterpretas, no te censuro, al contrario. Yo mismo llegué a tener problemas por eso —contestó Santiago, al que se le cerraban los ojos.
—¿Cómo?
—Sí, Max, por hacer lo que tú hacías con Alphonse en el excusado.
—Acabáramos.
—Me detuvieron. Estaba en un local, bueno, en casa de una amiga donde se vendían ese tipo de servicios, ya sabes.
—Vaya.
—Hubo una redada y caí. Afortunadamente, papá intervino y el tío de Higinio, el gobernador, ayudó a que se echara tierra sobre el asunto.
—¿El gobernador? He oído que es un reaccionario.
—No lo sabes bien, es un fiel representante de los intereses de Madrid. Piensa que esto es como una colonia.
—¿Y la mujer? Tu amiga. ¿Sigue existiendo ese local? No es por nada, no me malinterpretes, puede que a uno le guste el pescado, pero comer... no sé, comer, por ejemplo, dorada todos los días, puede llegar a cansar.
—Te entiendo perfectamente, te entiendo —repuso Berga totalmente borracho—. Pero no, ahora no tiene ningún local en funcionamiento. Tuvo ciertos... problemas con la ley.
—Cuánta hipocresía. ¿Qué hay de malo en ello? Es una simple transacción comercial: unos ponemos el dinero y otros, su cuerpo, los padres de los críos salen beneficiados, ¿o no? Lo siento por tu amiga. Se iría de la ciudad, claro.
—No, no creo.
—¿Está por aquí? ¿Volverá a abrir su local? No dudes en avisarme.
—No creo que se haya ido, a veces se deja caer por aquí y la veo, pero está muy perseguida por ese otro asunto en el que se metió, una historia desagradable. Pero, descuida, si aparece y vuelve a abrir el garito te aviso.
—Tú sí que sabes, hermano, tú sí que sabes.
Santiago Berga sintió que todo se volvía negro.
San Sebastián, 10 de julio de 1881
Amado Víctor:
Espero que te encuentres bien. Las vacaciones les están sentando muy bien a los niños. Aquí el clima en verano es mejor que en Madrid, Los días que hace bueno bajamos a la playa y Cecilia disfruta jugando con las olas. Te echa mucho de menos, pero sabe que su papá está atrapando a los hombres malos, así que se siente muy orgullosa de ti. A Victítor le ha salido su primer diente y crece sano como un roble. Nos acompañan Nuria y Ricardo. Alfredo y Mariana se ocupan mucho de nosotros y de mi madre, que añora a su nuevo marido desde que partió hacia Madrid. Estará a punto de llegar, cuídalo y cuídate. Hiciste bien en ayudarlo cuando pretendía a mamá y descubriste quién era. Fue para bien, están muy compenetrados y lo son todo el uno para el otro. No sé qué haría mamá si le sucediera algo. Sé que no trabajas en un banco y que siempre correrás riesgos, pero te pido que no lo hagas más allá de lo necesario. Estoy contigo en esto. El bueno de Alfredo me ha contado lo que Elisabeth hacía a las niñas y no me queda la menor duda de que debes emplear cualquier medio a tu alcance para que ella y sus compinches paguen por sus crímenes. No dejo de pensar en nuestros niños y sacar agente así de las calles es la garantía para que podamos vivir tranquilos. Tengo fe en ti. Cuídate, por favor, cariño.
Te
quiere y te necesita,
Clara
Al fin llegó el día de la exhibición de «arte mental» de Máximus Aeternum. La expectación era enorme, ya que Max gozaba de un amplio predicamento entre la parroquia de El Bou y además, su dueño, Segismundo Cifuentes, parecía avalarlo. El propietario del local tenía un prestigio, no en vano había conseguido crear un remanso de libertad, un oasis cultural. Pese a que no era un hombre instruido, su relación con pintores, poetas, escritores, escultores y revolucionarios le había llevado a adquirir un cierto buen criterio estético, unos muy útiles conocimientos sobre pintura, literatura y poesía pasados por el prisma de un hombre del pueblo llano, lo cual confería un encanto especial y un fino olfato para saber lo que gustaba y lo que no. Las paredes de El Bou Trencat eran una auténtica pinacoteca que años más tarde, y tras la muerte del propio Segismundo, había de hacer rico al crápula de su yerno, Álvaro Ferrer, un chulo sin escrúpulos que no se cansó de dar mala vida a la única hija del dueño de El Bou. En aquellos momentos inciertos en los que convivían los últimos románticos con los que, sin saberlo, eran los precursores del modernismo, la creatividad, el arte y la ebullición intelectual estaban en el ambiente. Todos ellos: pintores, socialistas, anarquistas, escritores, poetas, putas, carteristas y algún que otro señorito de vuelta de todo se dieron cita en la primera función, o performance, como él decía, que Max dio en Barcelona. La primera y la última.
Fue en una nave abandonada de Sants, una antigua fábrica de cordelería, donde los dos guardaespaldas de Takeo daban el plácet sólo a quienes presentaban la invitación de Max, un trozo de papel de periódico de los que las carniceras de la Boquería usaban para envolver la carne, manchado de sangre y todo.
Había más de sesenta personas en la nave, gigantesca y mal iluminada, a eso de las once de la noche. La expectación se palpaba en el ambiente y todos se saludaban muy aparatosamente, alegrándose de haber sido invitados a tal evento. Había incluso una duquesita, recién llegada de Bohemia, con su aya, una mujer enorme de maneras prusianas cuya sola visión alejaba a cualquier moscón que se acercara a la bellísima joven, que estudiaba arte en Madrid. Un concejal del Ayuntamiento, don Japundio Córcega, aguardaba sentado expectante, e incluso algunos artistas franceses se habían dado cita en aquel lugar y en tan señalada fecha. Le Grand Restaurant de la France se encargó de servir una cena fría en la que no faltó de nada. Max, tan maloliente como siempre, y seguido por su fiel Alphonse, deambulaba de aquí para allá procurando que a nadie le faltara de nada
—Los canapés, exquisitos —dijo un diputado que iba acompañado de su mujer.
—Este
jote
es sublime —jaleó otro caballero.
Se sirvieron ostras, varios faisanes, rosbif y langostas a granel.
—Todo esto cuesta un dineral, ¿eh? —observó el concejal, famoso en toda la ciudad por su tacañería, que rayaba lo enfermizo.
Los caldos fueron excelentes, vinos blancos y tintos, todos franceses. A continuación circuló el champán y se les sirvió el pastel, una especie de tarta de almendras, que al parecer iba bien cumplida de cannabis, una hierba de la que los moros sacaban una resina, el
hashish,
que unos pocos conocían. Entonces llegó el segundo postre: ¡huevos fritos con patatas!
—Este Max es el acabóse —decían los unos.
—Me ha dicho que esto forma parte de la «preparación» —susurraban los otros como quien hace una confidencia.
Al fin, cuando todos estaban ahítos, tomaron asiento. Junto a cada silla plegable había una pequeña mesita sobre la cual cada invitado halló un vasito de cristal, en el que varios criados marroquíes sirvieron la absenta siguiendo el más típico ritual.
—¡Fée verte!
—gritó Max alzando los vasos.
Una vez que en todas las copas el líquido mezclado con agua y azúcar había adquirido un color opalescente y ciertamente parecido a la leche, Berga dijo:
—Es de la variedad más fuerte, Suisse.
—¡La
buche
está lista! —vociferó Max—. ¡Beban!
Todos los asistentes hicieron lo que se les decía. Volvió a correr el champán. Entonces, la sala quedó de pronto a oscuras y los moros fueron pasando con unas enormes pipas de agua de las que todos los invitados debían fumar.
—¡
Hashish
, la droga del conocimiento! —exclamó Max.
Una mujer, una dama, que ya se había negado a ingerir la absenta, rehusó fumar, por lo que fue expulsada de inmediato de la sala. Todos permanecían atentos, con los sentidos aguzados, expectantes. Entonces se encendió una luz en el centro del escenario que se había dispuesto al fondo de la sala y un círculo multicolor comenzó a girar a toda velocidad sobre sí mismo generando una atmósfera hipnótica, mágica. Todo estaba en penumbra, pero era fácil adivinar que casi todos los presentes estaban borrachos, drogados. Volvieron a pasar dos enormes cachimbas, esta vez de opio. Otra dama se desmayó y la sacaron a tomar el aire.
—¡Silencio! —Max había aparecido en el centro de la escena—. ¡Fuego! —gritó a la vez que de sus manos salían unos polvos que, al pasar sobre dos llamas avivadas por el gas de un tubo que atravesaba el escenario, se convirtieron en dos inmensas explosiones de color azulado.
—¡Oooh! —exclamó el respetable.
Hacía un buen rato que algunos habían perdido el conocimiento, pero los más avezados gozaban del espectáculo estimulados por el alcohol y las drogas que habían ingerido.
—¡Agua! —ordenó entonces el artista.
El líquido elemento cayó de arriba, de la techumbre, entre cuyas sombras se adivinaban unas figuras oscuras que se movían de aquí para allá. Entonces, sin que cesara el espectáculo, aquellos exóticos camareros sirvieron otro vaso de absenta a los que permanecían en pie.
Máximus Aeternum apareció sobre el escenario llevando una vaca, enorme, sujeta por una cuerda.
—¡Libertad! —dijo soltándola y arreándola para que se confundiera con el público.
Algunos reían a mandíbula batiente.
—¡El amor!
Una cortina se descorrió y aparecieron dos mujeres desnudas en una cama, besándose y abrazándose.
Entonces, sobre el escenario, apareció un tipo vestido de empresario, de rico; Max le propinó un tremendo puñetazo y el otro rodó por el suelo, Aparentemente le sangraba la nariz. El artista gritó:
—¡Sangre! ¡Sudor! —Y apareció un obrero con la cara negra por el tizne empapado por el esfuerzo—. ¡Lágrimas!
Una mujer viuda, de negro, lloraba de rodillas en el escenario. Al fondo, un cuerpo amortajado, como una momia, envuelto en sábanas blancas.
La gente estalló en un sonoro aplauso, espontáneo, entusiasta.
Max había bajado del escenario y la joven duquesa de Bohemia, completamente ida, se le echó en brazos. Con su acento, extraño y gutural como el de las gentes del norte, dijo:
—Hazme tuya, Max, hazme tuya.
El artista la miró con desprecio y le dio una bofetada.
—Zorra —murmuró quitándosela de encima.
Berga buscó al aya temiendo que ésta atacara a Max y estropeara el espectáculo, pero la vio besándose con el concejal en un rincón; tenía un seno fuera que éste apretaba con su recia mano derecha mientras que con la otra buscaba bajo la falda. La vaca pasó frente a él. El inmenso círculo giraba en el escenario dibujando mil colores. Se frotó los ojos.
-¡La decadencia! ¡La decadencia! —gritó Max provocando que las llamas rodearan al respetable. Salían de unos tubos de gas dispuestos alrededor de la zona preparada para el público. Algunos gritaban, otros aplaudían e incluso algunas damas reían histéricas.
Entonces, Máximus subió de nuevo al escenario, todo quedó a oscuras, un solo foco le iluminaba el rostro y dijo muy serio:
—Esto es una obra de Máximus Aeternum.
Una sonora explosión les sacudió los oídos y apareció junto a él un tipo de porte aristocrático, con pantalón gris a rayas, elegante levita negra, chistera y un bello bastón de marfil acabado en un repujado pomo de pedrería. Max añadió entonces:
—Todo gracias a la gentileza de mi mentor ¡el conde de Chiaravalle!
Otra explosión de llamas azules y ambos desaparecieron. Entonces alguien gritó: «¡La policía! ¡La policía!». La mayor parte de los invitados, los que permanecían conscientes al menos, creyeron que aquello formaba parte del espectáculo.
Barcelona, 25 de julio de 1881
Estimado Víctor:
Te escribo para decirte que la vigilancia que dispuse sobre Santiago Berga no ha tenido éxito. Elisabeth no ha dado señales de vida y comienzo a pensar, como el gobernador, que ha volado. Si yo fuera ella, o él, me habría ido de la ciudad, la verdad, y creo que es lo que ha hecho. Hemos tenido que retirar el operativo de vigilancia sobre Berga, sobre todo tras la indignación de mi comisario por recientes incidentes que hemos vivido, relacionados precisamente con este grupo de «modernos» que frecuenta nuestro objetivo. Debo llamar tu atención al respecto sobre un tipo muy extraño que ha ido adquiriendo protagonismo en los últimos tiempos y que no me extrañaría que fuera el hermano del tipo de la cicatriz en la barbilla, ya sabes, el último compinche de la arpía a la que perseguimos. Te hablé de él en mi última carta. Se hace llamar Máximus Aeternum y dice ser «artista mental»; el otro día lo detuvieron por montar un escándalo en el Liceo y durmió en el calabozo. Su cédula dice que se llama Andrés Goytisolo, de Baracaldo, un jeta, un vividor, vamos. Ha protagonizado múltiples incidentes; por ejemplo, hace una semana se pegó en plenas Ramblas con una monja a la que gritaba «¡Pingüino!, ¡pingüino!», y el incidente no llegó a más gracias a la intervención de dos comerciantes que salieron de sus establecimientos al oír el griterío. Me consta que en jefatura le dieron lo suyo. Pero lo de ayer, lo de ayer fue tremendo. Parece que se recibió un aviso de que había llegado un cargamento de tabaco de contrabando a una nave abandonada de Sants. Se hizo una redada y se encontró a una panda de libertinos, tirados aquí y allá por el suelo, a oscuras. Algunos dijeron que asistían a una función de teatro del tal Max, «arte mental» lo llamaron, y que les habían servido una cena, pero, al margen de un pequeño escenario, no se halló nada que lo corroborara. Te ahorro los detalles, pero por poco deshonran a una joven aristócrata de Bohemia que, al parecer, estudia en nuestro país. Había mucha gente bien allí, así que tuvimos que hacer la vista gorda, pero me temo que aquello fue Sodoma y Gomorra. Por cierto, se rumorea que el tal Max es sodomita y que disfruta de las compañías infantiles, así que me he propuesto no perderlo de vista, porque no me extrañaría que nos condujera a Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth.
Como ves, no pierdo ripio. Me mantengo ojo avizor.
Atentamente,
Juan de Dios López Carrillo