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Authors: Jerónimo Tristante

El enigma de la calle Calabria (3 page)

—¿Hablaste con Juan de Dios López Carrillo?

—Sí -dijo don Alfredo—. Pero no se ha mostrado muy colaborador.

Víctor sonrió para sí.

—Es un tipo muy suyo —repuso—. Se alegrará de verme, verás.

El coche había llegado a la puerta del Hotel Continental, en la esquina de la rambla de Canaletas con la plaza de Cataluña, y Víctor echó un vistazo arriba y abajo, contemplando las Ramblas. Lugar de paso por excelencia, aquélla era la arteria principal que articulaba la vida barcelonesa. Había surgido de manera paralela a la muralla de la ciudad, que construyera Jaime I en el siglo XIII y, de hecho, aquella avenida en su origen no era más que La cárcava de un torrente, el Cagalell.

A finales del siglo XVIII, dicha vía estaba tan llena de excrementos, residuos y trastos que se ordenó ir cubriéndola lentamente hasta convertirla en un curso subterráneo. Más adelante se derribó la muralla (una pretensión histórica de los ciudadanos de Barcelona), pues la ciudad necesitaba crecer, y un ingeniero militar, Juan Martín Cermeño, fue el encargado de convertir el antiguo lecho de un río en una avenida que atravesara la urbe de punta a punta. Las viejas Ramblas eran ahora lugar de reunión y paseo, a pesar de que el ambiente en verano era sofocante, lleno de polvo y, en época de lluvias o en invierno, intransitable por el barro. De hecho, con su remodelación definitiva comenzaron a levantarse en ellas los palacios más bellos, como el Palau de la Virreina, de la viuda de uno de los más famosos indianos, Manuel Amat; la Casa March de Reus o el elegante y celebrado Palau Moja.

Víctor miraba el panorama como hipnotizado. Eran las siete de la tarde y a aquella hora las Ramblas estaban repletas de gente.

Apenas se podía caminar: quioscos que servían bebidas; tranvías tirados por muías; coches de alquiler; paisanos con blusón gris que venían del tajo; damas peripuestas; institutrices y amas de cría empujando carritos de bebé de ruedas inmensas; algún militar de paseo y caballeros bien vestidos, a lo
gentleman,
algunos con chistera, que caminaban de arriba abajo dando a aquella arteria un aire vivo y alegre.

Las Ramblas cumplían muchas funciones en la vida cotidiana de la ciudad: desde la búsqueda de trabajo a primera hora de la mañana, pues era el lugar donde aguardaban los desempleados a que apareciera algún capataz o empresario que les ofreciera un jornal o un porte, hasta espacio para la compraventa de ovejas, transacciones varias y, por supuesto, vía comercial. Allí se situaba el Plá de l'Os que daba acceso al maravilloso, colorista y bien pertrechado mercado de la Boquería, en el que Víctor sabía que se podía hallar, pagando unos buenos dineros, hasta la mercancía más exótica y escasa del mundo. Por la tarde, aquél era un lugar de paseo, donde la gente se saludaba, se exhibía, se relacionaba. El Liceo: pensó en las magníficas noches del Liceo en las que había presenciado algunas funciones verdaderamente sublimes acompañadas de champán y coristas; en los palcos en los que tiraba su sueldo de subinspector cuando era soltero. Qué tiempos.

Entró en el hotel decidido a asearse un poco después del largo y agotador viaje. Necesitaba recuperar fuerzas.

Apenas una hora después y ya en el comedor, tras degustar unas exquisitas codornices con salsa de nueces, Víctor dijo oliendo su humeante café:

—Ponme al día, Alfredo.

—¿Desde el principio?

—Desde el principio. Quiero saberlo todo. Familia, historia, negocios y luego, por supuesto, el secuestro.

—De acuerdo, entonces. Mira, Víctor, mi tío Julián vino a Barcelona a los treinta y tres años. Ya no era ningún chaval, pero había perdido mujer y dos hijos por la gripe y decidió cambiar de aires. Vendió todo lo que poseía. Tenía un bufete en Madrid, y vino aquí, donde comenzó a hacer negocios para terminar en el mundo textil. Fue propietario de una fábrica inmensa en Gracia. Conoció a una joven de la burguesía barcelonesa, casi una niña, mi tía Juana, que le dio cuatro hijas. Mis tíos murieron; primero él, que era ya muy mayor, y ella hará cosa de un par de años. Mis cuatro primas casaron bien y con las rentas que obtuvieron por la venta de la fábrica y de las enormes posesiones de mi tío tienen un buen pasar. Como ya sabrás, hace alrededor de un par de semanas recibí un telegrama de una de ellas, Huberta.

—¿Cuándo se produjo la desaparición?

—Hará ahora cosa de un mes. Tardaron dos semanas en avisarme.

Debieron hacerlo antes.

—Ya, pero ni siquiera la policía de aquí se lo tomó muy en serio, de hecho pensaban que se había fugado con alguna pelandusca. La familia, lógicamente, sabía que no había nada de eso. El marido de mi prima era... perdón, es, es un hombre pío, de costumbres espartanas y volcado en sus negocios.

—Pero...

—Pero hace dos semanas recibieron este anónimo y entonces decidieron avisarme dijo don Alfredo tendiendo una esquela a su amigo.

Víctor leyó la nota:

—«Tienen ustedes una semana para entregarnos veinte millones de reales si quieren bolver a ver a don Gerardo con vida.» Vaya —dijo—. «Bolver», sólo hay esa falta de ortografía. Me parece obvio que esto lo ha escrito alguien leído que se quiere hacer pasar por analfabeto.

—Puede ser.

—¿Y pagaron?

—No, no hemos vuelto a tener noticias de los secuestradores.

—Vaya.

—Estamos a oscuras. Por eso te llamé. Tu amigo, el inspector López Carrillo...

—Juan de Dios.

—... Juan de Dios piensa que pueden haberlo matado. No hemos querido decírselo a la familia, claro. Les sigo dando esperanzas al respecto.

Víctor se quedó pensativo por unos instantes:

—¿Tienen hijos don Gerardo y tu prima Huberta?

—Sí, Alfonsín, un bohemio que vive entre artistas. Dice ser escultor, aunque antes fue pintor y también, según él, poeta y novelista. Vive a lo grande con el dinero de papá.

—¿Servicio?

—Un cochero, dos doncellas, cocinera y un ama de llaves.

—¿Algún antecedente?

—Consultamos los archivos. Están limpios, sus referencias cuando llegaron eran magníficas y llevan años trabajando en la casa.

—Bien hecho. Cuéntame entonces cómo fue lo de la desaparición.

—Sí, sí, mi prima vive en el Ensanche, en la calle Calabria. Aquella mañana, Gerardo iba a coger el tren porque tenía que ir a Madrid a cerrar un negocio.

—¿Hora?

—Las ocho y cuarto de la mañana -contestó don Alfredo mirando su libreta de notas—. En la puerta de casa lo aguardaba un coche.

—¿De alquiler?

—No, no, el suyo propio. Como ya te he dicho, el cochero es de absoluta confianza, trabaja en la casa desde niño.

—Bien, sigamos.

—A continuación el coche toma el camino del apeadero del barrio de Sants para llegar hasta el tren.

—Un trayecto relativamente corto.

—En efecto. Y cuando llega a la puerta de la estación, el cochero lanza la maleta a un mozo, baja a abrir la portezuela a su señor y se encuentra con que el interior de la berlina está vacío.

—¡Vaya! ¡Qué caso! ¿Y cómo no me avisaste antes?

—No conocía los detalles hasta que llegué aquí.

—Es probable que se haya enfriado ya el husmillo. Ha pasado mucho tiempo. Bien, bien—dijo Víctor Ros atusándose su cuidada barba—. Este caso es muy pero que muy interesante. ¿Nadie lo vio bajar?

—Nadie.

—Feo asunto. Tengo que hablar con todos, todos los testigos, uno por uno y con calma. ¿Cuándo podré hablar con tu prima?

—Mañana por la mañana nos espera.

—Bien hecho, Alfredo. Avisa a Juan de Dios. Y ahora, me temo que me iré a descansar, La mente reposada funciona mejor.

—Yo me quedo un rato leyendo la prensa.

—Pues buenas noches y hasta mañana, amigo —dijo el inspector Ros levantándose.

—Buenas noches, Víctor.

A la mañana siguiente Víctor se despertó pronto. Las habitaciones que había tomado don Alfredo se comunicaban por una especie de pequeño salón en el que les sirvieron un excelente desayuno. Después de hojear la prensa del día, más para hacer tiempo que para otra cosa, los dos amigos bajaron al recibidor del hotel, donde los aguardaba Juan de Dios López Carrillo.

—¡Dichosos los ojos! —dijo éste lanzándose en brazos de Víctor, quien pareció alegrarse mucho por el reencuentro con su viejo amigo.

Juan de Dios López Carrillo era un tipo alto; corpulento; de rasgos marcados, muy meridionales; moreno de tez y pelo; ojos negros y pobladas patillas, que cubrían por entero sus fuertes mandíbulas de sabueso.

—Estás más gordo, bribón —dijo Víctor riendo.

—¡Y tú, y tú! —repuso el inspector de la policía barcelonesa—. Ya no quieres saber nada de los amigos, ¿eh? Leí lo de la casa esa encantada, la casa...

—Aranda —dijo Víctor sin dejar de mirar con cariño a su viejo amigo.

—... y lo del coronel aquel...

—Ansuátegui.

—Ese. Con lo de la viudita aquella y el envenenamiento. ¡Menudo caso! Leí todos los detalles en la prensa. Lo publicaban como un folletín. «El caso de la Viuda Negra», lo titularon. Eres famoso, amigo. Yo lo sabía, era evidente que llegarías lejos. Siempre has sido un tipo listo. —De pronto López Carrillo hizo una pausa y dijo de sopetón—: ¿Te acuerdas de la juerga aquella por San Juan, cuando tiramos a las dos putas a la fuente de Pedralbes? —Y estalló en una sonora carcajada.

Víctor reía un poco avergonzado mientras que don Alfredo parecía sorprendido al descubrir que su amigo no había sido siempre el joven responsable y estirado que él había conocido cuando aquél regresó a Madrid.

—Éramos jóvenes, Juan de Dios —dijo a modo de disculpa—. Alfredo, ¿tenemos tiempo para un café?

—Claro, sentémonos a charlar un rato.

Tomaron asiento en unas mesas que el hotel había dispuesto junto a la puerta, en la Rambla. Pidieron café para tres, y Víctor y López Carrillo ordenaron que en el suyo añadieran un poquito de coñac. A pesar de que era temprano, hacía ya calor. Aquel mes de junio prometía ser caluroso. La mañana era espléndida, el cielo, azul, y la luz, intensa.

—Feo asunto el de don Gerardo Borras —dijo Víctor.

—Está muerto, créeme.

—Sí, parece lo más probable —declaró Ros—. ¿No tienes ninguna pista? ¿Nada?

El otro negó con la cabeza.

—Vaya —dijo Víctor encendiendo un cigarrillo—. ¿Fumas?

—No, mi mujer no me deja —contestó López Carrillo riendo de nuevo.

—¡Vaya! Te casaste.

—Si

—O sea, que ya no quieres volver a tu pueblo.

—Quiá. Me casé con Eugenia Rusiñol.

Se hizo un silencio y los viejos amigos se miraron. Don Alfredo no sabía qué ocurría. Entonces Víctor, con la boca abierta, señaló con el índice a su amigo y dijo:

—¿La Pazguata?

—La Pazguata —contestó Juan de Dios, asintiendo.

Los dos comenzaron a reír como posesos.

—Perdona, amigo, perdona —dijo Víctor secándose las lágrimas de la risa—. Es que no me lo imaginaba siquiera. Eres de lo que no hay, amigo, de lo que no hay.

—No, no, si me lo tengo merecido. Éramos unos crápulas.

—No os sigo -dijo don Alfredo muy serio.

—Luego, aquello de volver a Cuenca...

—Ni en broma. Aquí vivo feliz. Eugenia es la mujer más maravillosa del mundo y me ha dado tres hijos. Me siento a gusto en la ciudad y no cambiaría esto por nada del mundo —añadió López Carrillo pasándose las manos por la barriga, que comenzaba a parecerse a la de un hombre feliz.

—Has cambiado, Juan de Dios.

—Sí. Un poco, creo.

—No sabes cuánto me alegro. Pareces integrado.

—Pues sí. Este es un buen lugar para vivir; mi mujer y los críos son de aquí, de Barcelona. Mis hijos están ahora en un club excursionista, redescubriendo su tierra.

—Me alegro, Juan de Dios, me alegro. —Entonces Víctor miró a don Alfredo y le hizo la aclaración que éste esperaba-: Conocí a este pedazo de pan cuando estaba destinado en Figue-ras. Tuve que venir a esta hermosa ciudad por un asunto relacionado con un timador, al que dicho sea de paso cazamos entre los dos.

—Tú eras el intelecto y yo la fuerza bruta. ¡Qué equipo!

Víctor continuó:

—El caso es que mi buen Juan de Dios, natural de Cuenca, tenía su destino en Extremadura, pero llevaba aquí destinado cosa de un par de años. Digamos que estaba... ¿te parece correcto el término «desterrado»?

López Carrillo rio como un niño.

—Sí, sí —repuso—. Totalmente correcto. Podemos decir que me beneficié a la hija del comisario jefe de Badajoz. No creáis, no era lo que se dice muy virtuosa. El caso es que el hombre tenía influencias y me enviaron lejos de casa y a un destino complicado. Ya sabéis, los asuntos de faldas a veces salen caros.

—López Carrillo vivió aquí el sexenio revolucionario —aclaró Víctor—. No fue una época fácil para los funcionarios gubernamentales. Tampoco para la gente de la ciudad Tiempos agitados. De hecho, en un par de ocasiones se escapó por muy poco. Cuando llegué lo hallé poco adaptado, perdido en esta gran urbe y deseando volver. Él no entendía que Madrid no había tratado bien a esta ciudad. Para mí, todo empezó cuando Felipe V hizo entrar a saco al ejército. Hay cosas difíciles de olvidar. Luego hubo monarcas que fueron más queridos aquí, como Carlos III, que se preocupó por Aragón y Cataluña. Pero, bueno, el caso es que de eso han pasado ya muchos años y creo que con la Restauración las cosas volverán a su cauce. Ya veréis como poco a poco Sagasta hará que Cánovas les vaya cediendo algo más de autogobierno. Por eso no me gustan los radicales. Si intentamos hacer cambios, así, de golpe, el ejército, la aristocracia y la Iglesia acabarán por hacernos volver al absolutismo. No podemos olvidar que hemos padecido el mismo sistema político desde los Reyes Católicos y sería ingenuo creer que el antiguo régimen mutará por sí solo hasta convertirse en una República o un estado federal al estilo de Estados Unidos de Norteamérica, así, de un día para otro. Las cosas llevan su tiempo, han de hacerse cambios, sí, pero de manera pausada, con calma.

—Víctor, al grano —terció don Alfredo sonriendo con indulgencia ante las divagaciones políticas de su buen amigo.

—Sí, sí, perdona. Tienes razón, divago. El caso es que López Carrillo lo llevaba mal. Era obvio que algunos funcionarios del Gobierno no eran muy queridos por aquí. Digamos que desde Madrid, durante una buena época, esto se gestionó como si fuera una delegación colonial, con la Ciudadela y el castillo de Montjuïc amenazando a la ciudad. Juan de Dios se sentía mal. Yo le insistía en que se integrara, que hablara con la gente, que se abandonara por las calles de la ciudad. Estaba tenso y no se dejaba llevar, caminar, embeberse del ambiente de la calle.

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