El evangelio según Jesucristo (3 page)

Sabemos ya que José es carpintero de oficio, regularmente hábil en el menester, aunque sin talento para perfecciones cuando le encomiendan obra de más finura. Estas insuficiencias no deberían escandalizar a los impacientes, pues el tiempo y la experiencia, cada uno con su vagar, no son suficientes para añadir, hasta el punto de que eso se note en la práctica diaria, la sabiduría profesional y la sensibilidad estética a un hombre que apenas pasa de los veinte años y vive en tierras de tan escasos recursos y aún menores necesidades. Con todo, no debiéndose medir los méritos de los hombres sólo por sus habilidades profesionales, conviene decir que, pese a su poca edad, este José es de lo más piadoso y justo que se pueda encontrar en Nazaret, exacto en la sinagoga, puntual en el cumplimiento de sus deberes, y aunque no haya tenido la fortuna de que Dios lo haya dotado de facundia suficiente que lo distinga de los comunes mortales, sabe discurrir con propiedad y comentar con acierto, especialmente cuando viene a propósito introducir en el discurso alguna imagen o metáfora relacionadas con su oficio, por ejemplo, la carpintería del universo. No obstante, como le ha faltado en su origen el aleteo de una imaginación realmente creadora, nunca en su breve vida será capaz de producir parábola que se recuerde, dicho que mereciese quedar en la memoria de las gentes de Nazaret y ser legado para los venideros, menos aún uno de aquellos proverbios en los que la ejemplaridad de la lección se nota de inmediato en la transparencia de las palabras, tan luminoso que en el futuro rechazará cualquier glosa impertinente, o, al contrario, lo suficientemente oscuro, o ambiguo, como para convertirse en los días del mañana en pasto favorito de eruditos y otros especialistas.

Sobre las dotes de María, sólo buscando mucho, e incluso así, no hallaríamos más de lo que legítimamente cabe esperar de quien no ha cumplido siquiera los dieciséis años y, aunque mujer casada, no pasa de ser una muchacha frágil, cuatro reales de mujer, por así decir, que tampoco en aquel tiempo, y siendo otros los dineros, faltaban estas monedas. Pese a su débil figura, María trabaja como las otras mujeres, cardando, hilando y tejiendo las ropas de casa, cociendo todos los santos días el pan de la familia en el horno doméstico, bajando a la fuente para acarrear el agua, luego cuesta arriba, por los caminos empinados, con un gran cántaro en la cabeza y un barreño apoyado en la cintura, yendo después, al caer la tarde, por esos caminos y descampados del Señor, a apañar chascas y rapar rastrojos, llevando además un cesto en el que recogerá bosta seca del ganado y también esos cardos y espinos que abundan en las laderas de los cerros de Nazaret, de lo mejor que Dios fue capaz de inventar para encender la lumbre y trenzar una corona. Todo este arsenal reunido daría una carga más apropiada para ser transportada a casa a lomo de burro, de no darse la poderosa circunstancia de que la bestia está adscrita al servicio de José y al transporte de los tablones. Descalza va María a la fuente, descalza va al campo, con sus vestidos pobres que se gastan y ensucian más en el trabajo y que hay que remendar y lavar una y otra vez, para el marido son los paños nuevos y los cuidados mayores, mujeres de éstas con cualquier cosa se conforman.

María va a la sinagoga, entra por la puerta lateral que la ley impone a las mujeres, y si, es un decir, se encuentra allí con treinta compañeras, o incluso con todas las mujeres de Nazaret, o con toda la población femenina de Galilea, aun así tendrán que esperar a que lleguen al menos diez hombres para que el servicio del culto, en el que sólo como pasivas asistentes participarán, pueda celebrarse. Al contrario de José, su marido, María no es piadosa ni justa, pero no tiene ella la culpa de estas quiebras morales, la culpa no es de la lengua que habla, sino de los hombres que la inventaron, pues en ella las palabras justo y piadoso, simplemente, no tienen femenino.

Pues bien, ocurrió que un bello día, pasadas alrededor de cuatro semanas desde aquella inolvidable madrugada en que las nubes del cielo, de modo extraordinario, aparecieron teñidas de violeta, estando José en casa, era esto a la hora del crepúsculo, comiendo su cena, sentado en el suelo y metiendo la mano en el plato, como era entonces general costumbre, y María, de pie, esperando que él acabase para después comer ella, y ambos callados, uno porque no tenía nada que decir, la otra porque no sabía cómo decir lo que llevaba en la mente, ocurrió que vino a llamar a la cancela del patio uno de esos pobres de pedir, cosa que, no siendo rareza absoluta, era allí poco frecuente, vista la humildad del lugar y del común de sus habitantes, sin contar con la argucia y experiencia de la gente pedigüeña siempre que es preciso recurrir al cálculo de probabilidades, mínimas en este caso. Con todo, de las lentejas con cebolla picada y las gachas de garbanzos que guardaba para su cena, sacó María una buena porción en una escudilla y se la llevó al mendigo, que se sentó en el suelo, a comer, fuera de la puerta, de donde no pasó. No había precisado María de licencia del marido en viva voz, fue él quien se lo permitió u ordenó con un movimiento de cabeza, que ya se sabe son superfluas las palabras en estos tiempos en los que basta un simple gesto para matar o dejar vivir, como en los juegos del circo se mueve el pulgar de los césares apuntando hacia abajo o hacia arriba. Aunque diferente, también este crepúsculo estaba que era una hermosura, con sus mil hebras de nube dispersas por la amplitud, rosa, nácar, salmón, cereza, son maneras de hablar de la tierra para que podamos entendernos, pues estos colores, y todos los otros, no tienen, que se sepa, nombres en el cielo. Sin duda estaría el mendigo hambriento de tres días, que esa, sí, es hambre auténtica, para, en tan pocos minutos, acabar y lamer el plato, y ya está llamando a la puerta para devolver la escudilla y agradecer la caridad. María acudió a la puerta, el pobre estaba allí, de pie, pero inesperadamente grande, mucho más alto de lo que antes le había parecido, en definitiva es verdad lo que se dice, que hay enormísima diferencia entre comer y no haber comido, porque era como si al hombre, ahora, le resplandeciese la cara y chispeasen los ojos, al tiempo que las ropas que vestía, viejas y destrozadas, se agitaban sacudidas por un viento que no se sabía de dónde llegaba, y con ese continuo movimiento se confundía la vista hasta el punto de, en un instante, parecer los andrajos finas y suntuosas telas, lo que sólo estando presente se creerá.

Tendió María las manos para recibir la escudilla de barro, que, tal vez como consecuencia de una ilusión óptica realmente asombrosa, generada quizá por las cambiantes luces del cielo, era como si la hubieran transformado en un recipiente del oro más puro, y, en el mismo instante en que el cuenco pasaba de unas manos a las otras, dijo el mendigo con poderosísima voz, que hasta en esto el pobre de Cristo había cambiado, Que el Señor te bendiga, mujer, y te dé todos los hijos que a tu marido plazcan, pero no permita el mismo Señor que los veas como a mí me puedes ver ahora, que no tengo, oh vida mil veces dolorosa, donde descansar la cabeza. María sostenía el cuenco en lo cóncavo de las dos manos, cuenco sobre cuenco, como si esperase que el mendigo le depositara algo dentro, y él, sin explicación, así lo hizo, se inclinó hasta el suelo y tomó un puñado de tierra, después, alzando la mano, la dejó escurrir lentamente entre los dedos mientras decía con sorda y resonante voz, El barro al barro, el polvo al polvo, la tierra a la tierra, nada empieza que no tenga fin, todo lo que empieza nace de lo que se acabó. Se turbó María y preguntó, Eso qué quiere decir, y el mendigo respondió, Mujer, tienes un hijo en tu vientre y ese es el único destino de los hombres, empezar y acabar, acabar y empezar, Cómo has sabido que estoy embarazada, Aún no ha crecido el vientre y ya los hijos brillan en los ojos de las madres, Si es así, debería mi marido haber visto en mis ojos el hijo que en mí generó, Quizá él no te mira cuanto tú lo miras, Y tú quién eres para no haber necesitado oírlo de mi boca, Soy un ángel, pero no se lo digas a nadie.

En aquel mismo instante, las ropas resplandecientes volvieron a ser andrajos, lo que era figura de titánico gigante se encogió y menguó como si lo hubiera lamido una súbita lengua de fuego y la prodigiosa transformación ocurrió al mismo tiempo, gracias a Dios, que la prudente retirada, porque ya se venía acercando José, atraído por el rumor de las voces, más sofocadas de lo que es habitual en una conversación lícita, pero sobre todo por la exagerada tardanza de la mujer. Qué más quería ese mendigo, preguntó, y María, sin saber qué palabras suyas podría decir, sólo supo responder, Del barro al barro, del polvo al polvo, de la tierra a la tiera, y nada empieza que no acabe, nada acaba que no empiece, Fue eso lo que dijo él, Sí, y también dijo que los hijos de los hombres brillan en los ojos de las mujeres, Mírame, Te estoy mirando, Me parece ver un brillo en tus ojos, fueron palabras de José, y María respondió, Será tu hijo.

El crepúsculo se había vuelto azulado, iba tomando ya los primeros colores de la noche, veíase ahora que dentro del cuenco irradiaba como una luz negra que dibujaba sobre el rostro de María trazos que nunca fueron suyos, y los ojos parecían pertener a alguien mucho más viejo. Estás encinta, dijo José, Sí, lo estoy, respondió María, Por qué no me lo has dicho antes, Iba a decírtelo hoy, estaba esperando a que acabases de comer, Y entonces llegó ese mendigo, Sí, De qué más habló, que el tiempo ha dado para mucho más, Dijo que el Señor me conceda todos los hijos que tú quieras, Qué tienes ahí en ese cuenco para que brille de esa manera, Tierra tengo, El humus es negro, la arcilla verde, la arena blanca, de los tres sólo la arena brilla si le da el sol, y ahora es de noche, Soy mujer, no sé explicarlo, él tomó tierra del suelo y la echó dentro, al tiempo que dijo las palabras, La tierra a la tierra, Sí.

José abrió la cancela, miró a un lado y a otro. Ya no lo veo, ha desaparecido, dijo, pero María se adentraba tranquila en la casa, sabía que el mendigo, si era realmente quien había dicho, sólo si quisiese se dejaría ver. Posó el cuenco en el poyo del horno, sacó del rescoldo una brasa con la que encendió el candil, soplándola hasta levantar una pequeña llama.

Entró José, venía con expresión interrogativa, una mirada perpleja y desconfiada que intentaba disimular moviéndose con una lentitud y solemnidad de patriarca que no le caía bien siendo tan joven.

Discretamente, procurando que no se viera demasiado, escrutó el cuenco, la tierra luminosa, componiendo en la cara una mueca de escepticismo irónico, pero si era una demostración de virilidad lo que pretendía, no le valió la pena, María tenía los ojos bajos, estaba como ausente. José, con un palito, revolvió la tierra, intrigado al verla oscurecerse cuando la removía y luego recobrar el brillo. Sobre la luz constante, como mortecina, serpenteaban rápidos centelleos, No lo comprendo, seguro que hay misterio en esto, o traía ya la tierra y tú creíste que la cogía del suelo, son trucos de magos, nadie ha visto nunca brillar la tierra de Nazaret. María no respondió, estaba comiendo lo poco que le quedaba de las lentejas con cebolla y de las gachas de garbanzos, acompañadas con un pedazo de pan untado de aceite. Al partir el pan, dijo, como está escrito en la ley, aunque en el tono modesto que conviene a la mujer, Alabado seas tú, Adonai, nuestro Dios, rey del universo, que haces salir el pan de la Tierra. Callada seguía comiendo mientras José, dejando discurrir sus pensamientos como si estuviese comentando en la sinagoga un versículo de la Tora o la palabra de los profetas, reconsideraba la frase que acababa de oírle a su mujer, la que él mismo pronunció en el acto de partir el pan, intentaba saber qué cebada sería la que naciese y fructificase de una tierra que brillaba, qué pan daría, qué luz llevaríamos dentro si de él hiciésemos alimento. Estás segura de que el mendigo cogió la tierra del suelo, volvió a preguntar, y María respondió, Sí, estoy segura, Y no brillaba antes, En el suelo no brillaba. Tanta firmeza tenía que quebrantar forzosamente la postura de desconfianza sistemática que debe ser la de cualquier hombre al verse enfrentado a dichos y hechos de las mujeres en general y de la suya en particular, pero, para José, como para cualquier varón de aquellos tiempos y lugares, era una doctrina muy pertinente la que definía al más sabio de los hombres como aquel que mejor sepa ponerse a cubierto de las artes y artimañas femeninas. Hablarles poco y oírlas aún menos, es la divisa de todo hombre prudente que no haya olvidado los avisos del rabino Josephat ben Yohanán, palabras sabias entre las que más lo sean. A la hora de la muerte se pedirán cuentas al varón por cada conversación innecesaria que hubiere tenido con su mujer.

Se preguntó José si esta conversación con María se contaría en el número de las necesarias y, habiendo concluido que sí, teniendo en cuenta la singularidad del acontecimiento, se juró a sí mismo no olvidar nunca las santas palabras del rabino su homónimo, conviene decir que Josephat es lo mismo que José, para no tener que andar con remordimientos tardíos a la hora de la muerte, quiera Dios que ésta sea descansada. Por fin, habiéndose preguntado si debería poner en conocimiento de los ancianos de la sinagoga el sospechoso caso del mendigo desconocido y de la tierra luminosa, llegó a la conclusión de que debía hacerlo, para sosiego de su conciencia y defensa de la paz del hogar.

María acabó de comer. Llevó fuera las escudillas para lavarlas, pero no, ocioso sería decirlo, la que usó el mendigo. En la casa hay ahora dos luces, la del candil, luchando trabajosamente contra la noche que se había impuesto, y aquella aura luminiscente, vibrátil pero constante, como de un sol que no se decidiera a nacer.

Sentada en el suelo, María todavía esperaba a que el marido volviera a dirigirle la palabra, pero José ya no tiene nada más que decirle, está ahora ocupado componiendo mentalmente las frases del discurso que mañana tendrá que decir ante el consejo de ancianos. Le enfurece el pensar que no sabe exactamente lo que pasó entre su mujer y el mendigo, qué otras cosas se habrían dicho el uno al otro, pero no quiere volver a preguntarle, porque, no siendo de esperar que ella añada algo nuevo a lo ya contado, tendría él que aceptar como verdadero el relato dos veces hecho, y si ella estuviera mintiendo, no lo podrá saber él, pero ella sí, sabrá que miente y mintió, y se reirá de él por debajo del manto, como hay buenas razones para creer que se rió Eva de Adán, de modo más oculto, claro está, pues entonces aún no tenía manto que la tapase. Llegado a este punto, el pensamiento de José dio el siguiente e inevitable paso, ahora imagina al mendigo como un emisario del Tentador, el cual, habiendo mudado tanto los tiempos y siendo la gente de hoy más avisada, no cayó en la ingenuidad de repetir el ofrecimiento de un simple fruto natural, antes bien, parece que vino a traer la promesa de una tierra diferente, luminosa, siviéndose, como de costumbre, de la credulidad y malicia de las mujeres. José siente arder su cabeza, pero está contento consigo mismo y con las conclusiones a que ha llegado.

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