El evangelio según Jesucristo (37 page)

Ya se apartaban cuando Tiago gritó, Jesús, tengo que decirle a nuestra madre quién es esa mujer, Dile que está conmigo y que se llama María, y la palabra resonó entre las colinas y sobre el mar.

Tendido en el suelo, José lloraba desconsolado.

16

Cuando Jesús va al mar con los pescadores, María de Magdala se queda esperándole, sentada en una roca a la orilla del agua, o en un altozano, si los hay, desde donde pueda seguir la ruta y acompañar la navegación. Las pescas, ahora, no se demoran, nunca hubo en este mar tal acopio de peces, dirían los inadvertidos, es como pescar a mano con un cubo, pero pronto ven que las facilidades no son iguales para todos, el cubo está como siempre, poco menos que vacío, si Jesús anda por otros lugares, y las manos y los brazos se cansan de lanzar la red y se desalientan al verla volver sólo con un pez allí y otro allá presos en las mallas. Por eso todo el mundo pescador de la margen occidental del mar de Galilea anda pidiendo por Jesús, reclamando a Jesús, exigiendo a Jesús, y ya en algunos lugares ha ocurrido que lo reciben con fiestas, palmas y flores, como si en domingo de Ramos estuviéramos. Pero, siendo el pan de los hombres lo que es, una mezcla de envidia y maldad, y alguna caridad a veces, donde fermenta un miedo que hace crecer lo que es malo y ocultarse lo que es bueno, también ocurrió que riñeran pescadores con pescadores, aldeas con aldeas, porque todos querían tener a Jesús sólo para ellos, los otros que se gobernasen como pudieran.

Cuando tal cosa sucedía, Jesús se retiraba al desierto y sólo volvía cuando los díscolos arrepentidos iban a rogarle que perdonara sus excesos, que todo era consecuencia de lo mucho que le querían. Lo que para siempre quedará por explicar es por qué razón los pescadores de la margen oriental nunca despacharon delegados para este lado de acá dispuestos a discutir y establecer un pacto justo que a todos beneficiase por igual, excepto a los gentiles de mal origen y peor creencia que por allí no faltan. También podría ocurrir que los de la otra banda, en flotilla de batalla naval, armados con redes y picas y a cubierto de una noche sin luna, vinieran a robar a Jesús, dejando al occidente otra vez condenado a un mal pasar lleno de necesidades, cuando estaba habituado a una pitanza harta.

Éste es aún el día en que Tiago y José vinieron a pedir a Jesús que volviera a la casa que era suya, dándole la espalda a aquella vida de vagabundeo, por mucho que de ella se estuviera beneficiando la industria de la pesca y derivados. A estas horas, los dos hermanos, cada cual con su sentimiento, un Tiago furioso, un lloroso José, van con paso acelerado por esos montes y valles, camino de Nazaret, donde la madre se pregunta por centésima vez si habiendo visto de allí salir dos hijos verá entrar tres, aunque lo duda. El camino de regreso que los hermanos tuvieron que tomar, por ser el que más próximo estaba del punto de la costa donde habían encontrado a Jesús, los hizo pasar por Magdala, ciudad de la que Tiago conocía poco y José nada, pero que, a juzgar por las apariencias, no merecía mayor detención ni disfrute.

Tomaron un refrigerio de paso los dos hermanos y siguieron adelante. Al salir del poblado, palabra que aquí usamos sólo porque expresa una oposición lógica y clara al desierto que todo lo rodea, vieron delante, a mano izquierda, una casa con señales de incendio, mostrando sólo las cuatro paredes al aire. La puerta del patio, sin duda medio destrozada por un forzamiento, no ardió, el fuego, que todo lo arrasa, fue todo dentro. En casos como éste, el viandante, quienquiera que sea, siempre piensa que debajo de los escombros puede haber quedado algún tesoro y, si cree que no hay peligro de que le caiga una viga encima, entra para tentar suerte, avanza cautelosamente, remueve con la punta del pie unas cenizas, unos tizones a medio quemar, unos carbones mal ardidos, con la idea de ver surgir de pronto, reluciente, la moneda de oro, el incorruptible diamante, la diadema de esmeraldas. A Tiago y a José sólo la curiosidad los hizo entrar, no son ingenuos hasta el punto de imaginar que los vecinos codiciosos no hayan venido antes en busca de lo que los habitantes de la casa no hubieran podido salvar, aunque lo más probable, siendo la casa tan pequeña, es que los dueños se llevaran los bienes valiosos, quedando sólo las paredes, que en cualquier lugar se pueden levantar otras nuevas. La bóveda del horno, dentro de lo que fue casa, se había hundido, los ladrillos del suelo, en el incendio, se soltaron del cemento y se quebraban ahora bajo los pies.

No hay nada, vámonos, dijo Tiago, pero José preguntó, Y eso, qué es. Eso era una especie de estrado de madera del que ardieron las patas, medio carbonizado todo él, recordando un trono ancho y largo, aún con unos restos de trapos quemados, Es una cama, dijo Tiago, hay quien duerme encima de eso, los ricos, los señores, También nuestra madre duerme en una, Sí, duerme, pero la suya no tiene comparación con lo que ésta debe de haber sido, No parece de ricos una casa así, Las apariencias engañan, dijo Tiago, ingenioso. Al salir, José vio que en la puerta del patio estaba colgada, por la parte de fuera, una caña de las que se usan para coger los higos de las higueras, seguro que habría sido más larga en el tiempo en que la utilizaron, pero debieron cortarla. Qué hace esto aquí, preguntó sin esperar respuesta, suya o del hermano, descolgó la ahora inútil caña y se la llevó, recuerdo del incendio, de una casa quemada, de gente desconocida. Nadie los vio entrar, nadie los vio salir, son dos hermanos que vuelven a su casa con las túnicas manchadas de hollín y una negra noticia. A uno de ellos, para distraerlo, le propuso el pensamiento, y él lo aceptó, el recuerdo de María de Magdala, el pensamiento del otro es más activo y menos frustrador, espera encontrar una manera de emplear la amputada vara en sus juegos.

Sentada en la piedra, a la espera de que Jesús vuelva de la pesca, María de Magdala piensa en María de Nazaret.

Hasta este día en que estamos, la madre de Jesús, para ella, fue sólo eso, la madre de Jesús, ahora sabe, porque después lo preguntó, que su nombre también es María, coincidencia en sí misma de mínima importancia, dado que son muchas las Marías en esta tierra, y más que han de ser si la moda se extiende, pero nosotros nos aventuraríamos a suponer que existe un sentimiento de más profunda fraternidad en quienes llevan nombres iguales, es como imaginamos que se sentirá José cuando se acuerde del otro José que fue su padre, no hijo, sino hermano, el problema de Dios es ese, nadie tiene el nombre que él tiene.

Llevadas a semejante extremo, no parecen ser tales reflexiones producto de un discernimiento como el de María de Magdala, aunque no nos falte información de que lo tiene muy capaz para otras reflexiones de no menor alcance, lo que pasa es que van en direcciones diferentes, por ejemplo, en el caso de ahora, una mujer ama a un hombre y piensa en la madre de ese hombre. María de Magdala no conoce, por propia experiencia, el amor de la madre por su hijo, conoció al fin el amor de la mujer por su hombre, después de haber aprendido y practicado antes el amor falso, los mil modos del no amor. Quiere a Jesús como mujer, pero desearía quererlo también como madre, tal vez porque su edad no esté tan lejos de la edad de la madre verdadera, la que mandó recado para que su hijo volviera, y el hijo no volvió, un pregunta se hace María de Magdala, qué dolor sentirá María de Nazaret cuando se lo digan, pero no es igual que imaginar lo que ella sufriría si Jesús le faltase, le faltaría el hombre, no el hijo, Señor, dame, juntos, los dos dolores, si así tiene que ser, murmuró María de Magdala esperando a Jesús. Y cuando la barca se acercó y fue arrastrada a tierra, cuando los cestos cargados de pescado hasta rebosar empezaron a ser transportados, cuando Jesús, con los pies en el agua, ayudaba al trabajo y se reía como un niño, María de Magdala se vio a sí misma como si fuese María de Nazaret y, levantándose de donde estaba, bajó hasta la orilla del mar, entró en el agua para estar junto a él y dijo, después de besarlo en el hombro, Hijo mío. Nadie oyó que Jesús hubiera dicho, Madre, pues ya se sabe que las palabras pronunciadas por el corazón no tienen lengua que las articule, las retiene un nudo en la garganta y sólo en los ojos se pueden leer. De manos de los pescadores recibieron María y Jesús el cesto de pescado con que les pagaban el servicio y, como hacían siempre, se retiraron los dos a la casa donde pernoctarían, porque su vida era esto, no tener casa propia, ir de barco en barco y de estera en estera, algunas veces, al principio, Jesús dijo a María, Esta vida no te conviene, busquemos una casa que sea nuestra y yo iré a estar contigo siempre que sea posible, a lo que María respondió, No quiero esperarte, quiero estar donde tú estés. Un día, Jesús le preguntó si tenía parientes con quienes pudiera vivir y ella respondió que tenía un hermano y una hermana que vivían en la aldea de Betania de Judea, ella se llamaba Marta, él Lázaro, pero que los dejó cuando se prostituyó y que, para no avergonzarlos, se fue lejos, de tierra en tierra, hasta llegar Magdala.

Entonces tu nombre debería ser María de Betania, si allí naciste, dice Jesús, Sí, fue en Betania donde nací, pero en Magdala me encontraste, por eso de Magdala quiero seguir siendo, a mí no me llaman Jesús de Belén, pese a haber nacido en Belén, de Nazaret no soy, porque ni me quieren ni los quiero yo, tal vez debiera llamarme Jesús de Magdala, como tú, y por la misma razón, Recuerda que quemamos la casa, Pero no la memoria, dijo Jesús. De la vuelta de María a Betania no volvió a hablarse, esta orilla del mar es para ellos el mundo entero, dondequiera que el hombre esté, estará con él la obligación.

Dice el pueblo, lo decimos nosotros, probablemente lo dicen los pueblos todos, siendo como es tan general y universal la experiencia de los males, que bajo los pies se levantan las fatigas. Tal dicho, si no nos equivocamos, sólo podía haberlo inventado un pueblo a costa de tropezones y topadas, de contrariedades, percances y púas asesinas. Después, en virtud de la generalidad y de la universalidad ya señaladas, se habrá difundido por todo el orbe, haciendo ley, pero, aun así, suponemos que con cierta resistencia por parte de las gentes marítimas y piscatorias que saben que existen hondísimas honduras entre sus pies y el suelo, y no pocos abisales abismos. Para el pueblo del mar, las fatigas no se levantan del suelo, para el pueblo del mar, las fatigas caen del cielo, se llaman viento y vendaval, y por su culpa se alzan las ondas y el oleaje, se generan tempestades, se rompe la vela, se quiebra el mástil, se hunde el frágil leño, estos hombres de la pesca y de la navegación donde mueren, realmente, es entre el cielo y la tierra, el cielo que las manos no alcanzan, el suelo al que los pies no llegan. El mar de Galilea es casi siempre un manso, tranquilo y comedido lago, pero un día cualquiera se desmandan las furias oceánicas por estos lados y es un sálvese quien pueda, a veces, desgraciadamente, no todos pueden. De un caso de estos tendremos que hablar, pero antes es preciso que regresemos a Jesús de Nazaret y a algunas recientes preocupaciones suyas que muestran hasta qué punto el corazón del hombre es un eterno insatisfecho y, en definitiva, el simple deber cumplido no da tanta satisfacción como nos vienen diciendo quienes con poco se contentan. Sin duda, se puede decir que gracias al continuo sube y baja de Jesús, entre el río Jordán de arriba y el río Jordán de abajo, no hay penuria, ni siquiera carencias ocasionales, en toda la orilla occidental, habiéndose llegado al punto de que se beneficiaran de la abundancia los que ni pescadores eran, pues la plétora de pescado hace caer los precios, lo que, evidentemente, vino a resultar en más gente comiendo más y más barato. Verdad es que hubo alguna tentativa de mantener los precios altos por el conocido método corporativo de lanzar al mar un poco del producto de la pesca, pero Jesús, de quien en última instancia dependía la mayor o menor suerte de las mareas, amenazó con irse de allí a otra parte, y los prevaricadores de la ley nueva le pidieron disculpas, hasta la próxima. Toda la gente, pues, parece tener razones para sentirse feliz, pero Jesús no. Él piensa que no es vida andar continuamente de un lado a otro, embarcando y desembarcando, siempre los mismos gestos, siempre las mismas palabras, y que, siendo cierto que el poder de la pesca abundante le viene del Señor, no ve la razón para que el Señor quiera que su vida se consuma en esta monotonía hasta que llegue el día en que se sirva llamarlo, como ha prometido. Que el Señor está con él, no lo duda Jesús, pues nunca deja el pescado de venir cuando lo llama y esta circunstancia, por un proceso deductivo inevitable del que aquí no creemos necesario hacer demostración ni presentar su secuencia, acabó por llevarlo, con el tiempo, a preguntarse si no habría acaso otros poderes que el Señor estaría dispuesto a cederle, no por delegación o por concesión graciosa, claro está, sino por préstamo simple y con la condición de hacer de ellos buen uso, lo que, como hemos visto, Jesús estaba en condiciones de garantizar, véase si no el trabajo en que se ha metido, sin más ayuda que la intuición. La manera de saberlo era fácil, tan fácil como decirlo, bastaba con hacer la experiencia, si ella resultaba, era porque Dios estaba de su parte, si no resultase, Dios manifestaba que estaba en contra.

Simplemente quedaba una cuestión previa por resolver, y esa cuestión era la de elegir. No siendo posible consultar directamente al Señor, Jesús tendría que arriesgar, seleccionar entre los poderes posibles el que pareciera ofrecer menos resistencia y que no se viera demasiado, aunque tampoco tan discreto que pasara inadvertido a quien de él viniera a beneficiarse y al mundo, con lo que hubiera padecido la gloria del Señor, que en todo debe prevalecer.

Pero Jesús no se decidía, tenía miedo de que el Señor hiciera escarnio de él, de que lo humillase, como en el desierto hizo y podía haber hecho después, aún hoy se estremecía pensando la vergüenza que hubiera sentido si cuando por primera vez dijo Lanzad la red a este lado, la viera subir vacía. Tanto lo ocupaban estos pensamientos que una noche soñó que alguien le decía al oído, No temas, recuerda que Dios te necesita, pero cuando despertó tuvo dudas sobre la identidad del consejero, podría haber sido un ángel, de los muchos que andan haciendo los recados del Señor, podría haber sido un demonio, de los otros tantos que a Satán sirven para todo, a su lado María de Magdala parecía dormir profundamente, por eso no pudo ser ella, ni pensó Jesús que lo fuera. En esto estaba cuando un día, que por los indicios en nada se mostraba diferente a los otros, Jesús fue al mar para el milagro de costumbre. El tiempo estaba cargado, con nubes bajas, amenazando lluvia, pero no por eso va a quedarse un pescador en casa, buenos estaríamos si todo en la vida fuera regalo y bienestar. Le tocaba precisamente aquel día la barca de Simón y Andrés, aquellos dos hermanos pescadores que fueron testigos del primer prodigio, y con ella, de reserva, va también la de los dos hijos de Zebedeo, Tiago y Juan, pues, aunque no sea el mismo efecto milagroso, siempre la barca que está más cerca aprovecha algo del pescado que quede. El viento fuerte los lleva rápidamente hacia altamar y allí, arriadas las velas, empiezan los pescadores, en una barca y en la otra, a desdoblar las redes, a la espera de que Jesús diga de qué lado deben lanzarlas. En esto están, cuando de pronto se levantan los vientos en una tempestad que cayó del cielo sin anunciarse, porque como anuncio no podría entenderse un simple cielo cubierto, y fue de manera tal que las olas eran como las del mar verdadero, de la altura de casas, empujadas por una ventolera enloquecida, ahora aquí, ahora allá, y en medio aquellos cascarones de nuez saltando sin gobierno, que la maniobra nada podía contra la furia de los elementos desencadenados. La gente que estaba en la orilla, viendo el peligro en que se hallaban las pobres criaturas, ya sin defensas, empezó a dar gritos desolados, había allí esposas y madres, y hermanas, e hijos pequeñitos, alguna suegra compasiva, y era un clamor que no se sabe cómo no llegó al cielo, Ay, mi querido marido, Ay mi querido hijo, Ay, mi querido hermano, Ay, mi yerno, Maldito seas mar, Señora de los Afligidos, ayudadnos, Señora del Buen Viaje, échales una mano, los niños sólo sabían llorar, pero ni así.

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