El evangelio según Jesucristo (45 page)

Dijo Jesús, Mira, Tomás, tu pájaro se ha ido, y Tomás respondió, No Señor, está aquí arrodillado a tus pies, soy yo.

De la multitud se adelantaron algunos hombres, detrás aunque no demasiado cerca, algunas mujeres. Se aproximaron y dijeron cómo se llamaban, Yo soy Felipe, y Jesús vio en él las piedras y la cruz, Yo soy Bartolomé, y Jesús vio en él un cuerpo desollado, Yo soy Mateo, y Jesús lo vio muerto entre gentes bárbaras, Yo soy Simón, y Jesús vio en él la sierra que lo cortaba, Yo soy Tiago, hijo de Alfeo, y Jesús vio que lo lapidaban, Yo soy Judas Tadeo, y Jesús vio la maza que se alzaba sobre su cabeza, Yo soy Judas de Iscariote, y Jesús tuvo pena de él porque lo vio ahorcándose con sus propias manos de una higuera.

Entonces llamó Jesús a los otros y les dijo, Ahora estamos todos, ha llegado la hora. Y a Simón, hermano de Andrés, Como tenemos otro Simón con nosotros, tú, Simón, de hoy en adelante te llamarás Pedro. Dieron la espalda al mar y se pusieron en camino, tras ellos iban las mujeres, de la mayor parte no llegamos a saber los nombres, verdaderamente, da lo mismo, casi todas son Marías, incluso las que no lo sean responderían por ese nombre, que decimos mujer, decimos María y ellas vuelven la mirada y vienen a servirnos.

18

Jesús y los suyos iban por los caminos y los poblados, y Dios hablaba por boca de Jesús, y he aquí lo que decía, Se ha completado el tiempo y está cerca el reino de Dios, arrepentíos y creed en la buena nueva. Al oír esto, el vulgo de las aldeas pensaba que entre completarse el tiempo y acabarse el tiempo no podía haber diferencia, y que en consecuencia estaba próximo el fin del mundo, que es donde el tiempo se mide y gasta.

Todos daban muchas gracias a Dios por la misericordia de haber enviado por delante, dando aviso formal de la inminencia del suceso, a uno que se decía su Hijo, cosa que bien podía ser verdad, porque obraba milagros por dondequiera que pasaba, la única condición, si así se le puede llamar, pero esa imprescindible, era la convicta fe de quien se los pidiera, como fue el caso de aquel leproso que le suplicó, Si quieres, puedes limpiar mi cuerpo, y Jesús, con mucha compasión de aquel mísero llagado, lo tocó y ordenó, Lo quiero, queda limpio, y estas palabras aún no habían sido dichas y en aquel mismo instante la carne podrida se volvió sana, lo que en ella faltaba quedó reconstituido y donde antes había un gafo horrendo y sucio, de quienes todos huían, se veía ahora un hombre lavado y perfecto, muy capaz para todo. Otro caso, igualmente digno de nota, fue el de aquel paralítico a quien, por ser multitud la gente a la entrada de la puerta, tuvieron que hacer subir y luego bajar, en su camastro, por un agujero del tejado de la caa donde Jesús estaba, que sería la de Simón, llamado Pedro, y como fe tan grande era merecedora de premio, dijo Jesús, Hijo mío, tus pecados te son perdonados, pero ocurrió que había allí unos escribas malintencionados, de esos que en todo ven motivo de recriminación y llevan la ley en la punta de la lengua, y cuando oyeron lo que Jesús decía, alzaron su voz en protesta, Por qué hablas así, estás blasfemando, sólo Dios puede perdonar los pecados, y respondió Jesús con una pregunta, Qué es más fácil, decirle al paralítico Tus pecados te son perdonados, o decirle Levántate, toma tu camastro y anda, y sin esperar a que los otros le respondiesen, concluyó, Pues bien, para que sepáis que tengo el poder en la tierra de perdonar los pecados, te ordeno, y esto se lo decía al paralítico, que te levantes, que cojas tu catre y te vayas a tu casa, dichas estas palabras se asistió al inmediato ponerse en pie del beneficiado, recuperado además de todas sus fuerzas, pese a la inacción causada por la parálisis, pues tomó el camastro, se lo echó a la espalda y se fue dando mil gracias a Dios.

Está visto que la gente no anda toda por ahí pidiendo milagros, cada uno, con el tiempo, se habitúa a sus pequeñas o medianas carencias y con ellas va viviendo sin que se le pase por la cabeza importunaar a los altos poderes, pero los pecados son otra cosa, los pecados atormentan por debajo de lo que se ve, no son pierna coja ni brazo tullido, no son lepra de fuera, sino lepra de dentro. Por eso tuvo Dios mucha razón cuando a Jesús le dijo que todo hombre tiene al menos un pecado de que arrepentirse, lo más corriente y normal es que tenga muchísimos. Ahora bien, estando este mundo a punto de acabarse y viniendo ahí el reino de Dios, además de que queremos entrar en él con el cuerpo rehecho a costa de milagros, lo que importa es que nos encaminemos a él con un alma, la nuestra, purificada por el arrepentimiento y curada por el perdón. Por otra parte, si el paralítico de Cafarnaún pasó una parte de su vida hecho un garabato, era porque había pecado, pues sabido es que toda dolencia es consecuencia del pecado, por eso, conclusión lógica sobre todas, la vera condición de una buena salud, aparte de serlo de la inmortalidad del espíritu, y no sabemos si también del cuerpo, sólo podrá ser una integrísima pureza, una absoluta ausencia de pecado, por pasiva y eficaz ignorancia o por activo repudio, tanto en obras como en pensamientos. No se crea, sin embargo, que nuestro Jesús anduvo por aquellas tierras del Señor malbaratando el poder de curar y la autoridad de perdonar que el mismo Señor le otorgó. No es que no lo hubiera deseado, claro está, pues su buen corazón lo inclinaba a tornar en universal panacea lo que, como mandato de Dios, estaba obligado a hacer, es decir, anunciar a todos el fin de los tiempos y reclamar de cada uno arrepentimiento, y para que no perdieran los pecadores demasiado tiempo en cogitaciones que retrasaban la difícil decisión de decir, Yo he pecado, el Señor ponía en boca de Jesús ciertas prometedoras y terribles palabras, como eran éstas, en verdad os digo que algunos de los que aquí están presentes no experimentarán la muerte sin haber visto llegar el reino de Dios con todo su poder, imaginen los efectos arrasadores que tal anuncio causaba en las conciencias de la gente, de todas partes acudían multitudes ansiosas que seguían a Jesús como si él, directamente, las tuviera que conducir al paraíso nuevo que el Señor instauraría en la tierra y que se distinguiría del primero porque ahora serían muchos los que de él gozarían, habiendo redimido, por oración, penitencia y arrepentimiento, el pecado de Adán, también llamado original. Y como, en su mayor parte, esta confiada gente procedía de bajos estratos sociales, artesanos y cavadores de azadón, pescadores y mujerucas, se atrevió Jesús, un día en que Dios lo dejó más libre, a improvisar un discurso que arrebató a todos los oyentes, derramándose allí lágrimas de alegría como sólo se concebirían a la vista de una ya no esperada salvación, Bienaventurados, dijo Jesús, bienaventurados vosotros los pobres porque vuestro es el reino de Dios, bienaventurados vosotros los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados, bienaventurados vosotros, los que ahora lloráis, porque reiréis, pero en este momento se dio cuenta Dios de lo que estaba ocurriendo, y como no podía suprimir lo que por Jesús había sido dicho, forzó su lengua para que pronunciara otras palabras distintas, con lo que las lágrimas de felicidad se convirtieron en negras lástimas por un futuro negro, Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os insulten y rechacen vuestro nombre infame, por causa del Hijo del Hombre. Cuando Jesús acabó de decir esto, fue como si el alma se le hubiera caído a los pies, pues en el mismo instante se representó en su espíritu la trágica visión de los tormentos y de las muertes que Dios anunció en el mar.

Por eso, ante la multitud que lo miraba transida de pavor, Jesús cayó de rodillas y, postrado oró en silencio, ninguno de los que se encontraban allí podría imaginar que él estaba pidiendo, a todos, perdón, él que se gloriaba, como Hijo de Dios que era, de poder perdonar a los demás. Aquella noche, en la intimidad de la tienda donde dormía con María de Magdala, Jesús dijo, Yo soy el pastor que con el mismo cayado lleva al sacrificio a los inocentes y a los culpables, a los salvos y a los perdidos, a los nacidos y a los por nacer, quién me librará de este remordimiento, a mí que me veo hoy como se vio mi padre en aquel tiempo, pero él responde de veinte vidas, y yo por veinte millones. María de Magdala lloró con Jesús y le dijo, Tú no lo has querido, Peor aún, respondió él, y ella, como si desde el principio conociese, por entero, lo que poco a poco hemos venido viendo y oyendo nosotros, Dios es quien traza los caminos y manda a los que por ellos han de ir, a ti te eligió para que abrieses, en su servicio, un camino entre los caminos, pero tú no andarás por él y no construirás un templo, otros lo construirán sobre tu sangre y tus entrañas, sería mejor que aceptases con resignación el destino que Dios ha ordenado y escrito para ti, pues todos tus gestos están previstos, las palabras que has de decir te esperan en lugares a los que tendrás que ir, ahí estarán los cojos a quienes darás piernas, los ciegos a quienes darás vista, los sordos a quienes darás oídos, los mudos a quienes darás voz, los muertos a quienes podrías dar vida, No tengo poder contra la muerte, Nunca lo has intentado, Sí, lo intenté, y la higuera no resucitó, El tiempo, ahora, es otro, tú estás obligado a querer lo que Dios quiere, pero Dios no puede negarte lo que tú quieras, Que me libere de esta carga, no quiero más, Quieres lo imposible, mi Jesús, la única cosa que Dios realmente no puede es no quererse a sí mismo, Cómo lo sabes tú, Las mujeres tenemos otros modos de pensar, quizá porque nuestro cuerpo es diferente, debe de ser por eso, sí, debe de ser por eso.

Un día, como la tierra siempre es demasiado grande para el esfuerzo de un hombre, aunque se trate sólo de una pequeñísima parcela, como es, en este caso, Palestina, decidió Jesús mandar a sus amigos, a pares, a anunciar por ciudades, villas y aldeas la próxima llegada del reino de Dios, enseñando y predicando por todas partes como él hacía. Hallándose solo con María de Magdala, pues las otras mujeres acompañaban a los hombres, conforme a los gustos y preferencias de ellos y de ellas, decidieron ir a Betania, que está cerca de Jerusalén, y así, si decirlo no falta al respeto, mataban dos pájaros de un tiro, visitando a la familia de María, que ya era hora de que se reconciliasen los hermanos y se conocieran los cuñados, y yendo después el grupo, reunido otra vez, a Jerusalén, pues Jesús había citado a todos sus amigos en Betania al cabo de tres meses. De lo que hicieron los doce en tierras de Israel no hay mucho que decir, en primer lugar porque, salvo algunos pormenores de vida y circunstancias de muerte, no es la historia de ellos la que fuimos llamados a contar, y en segundo lugar, porque no les era concedido más que el poder de repetir, aunque según el modo de cada uno, las lecciones y las obras del maestro, lo que quiere decir que enseñaban como él, pero curaban como podían. Fue una pena que Jesús les hubiese ordenado taxativamente que no siguieran por el camino de los gentiles ni entrasen en ciudad de samaritanos, porque con esa manifestación de sorprendente intolerancia que no era de esperar en persona tan bien formada, se perdió la oportunidad de abreviar futuros trabajos, pues teniendo Dios el propósito, con bastante claridad expresado, de ampliar sus territorios e influencia, más tarde o más temprano tendría que llegarles el turno, no sólo a los samaritanos, sino sobre todo a los gentiles, bien a los de aquí, bien a los de otras partes. Les dijo Jesús que curasen enfermos, resucitasen muertos, limpiasen leprosos, expulsasen demonios, pero, en verdad, fuera de alusiones vagas y muy generales, no se observa que haya quedado registro ni memoria de tales acciones, si es que algo hicieron, lo que sirve, en definitiva, para mostrar que Dios no se fía de cualquiera, por muy buenas que sean las recomendaciones.

Cuando vuelvan a encontrarse con Jesús, algo, sin duda, tendrán los doce que contarle acerca de los resultados de aquella predicación de arrepentimientos en que anduvieron, pero muy poco podrán contar en lo que a curas se refiere, salvo la expulsión de unos cuantos demonios subalternos, de esos que no necesitan exorcismos particularmente imperiosos para saltar de una persona a otra. Lo que sí dirán es que algunas veces fueron expulsados o mal recibidos en caminos que no eran de gentiles y ciudades que no eran de samaritanos, sin más consuelo que sacudirse a la salida el polvo de los pies, como si la culpa fuera del polvo que todos pisan y que de nadie se queja. Pero Jesús les había prevenido que eso era lo que debían hacer en tales casos, como testimonio contra quien no quisiera oírles, deplorable, resignada respuesta, es verdad, pues de lo que se trataba era de la propia palabra de Dios de este modo rechazada, ya que el mismo Jesús fue muy explícito, No os preocupéis de lo que vais a decir, llegado el momento os será inspirado.

Aunque quizá las cosas no puedan ser exactamente así, tal vez en éste como en otros casos, la solidez de la doctrina, que está encima, depende del factor personal, que está debajo, la lección, si no es temerario adelantarlo, parece buena, aprovechémosla.

Ocurrió que estaba el tiempo como de rosas acabadas de cortar, fresco y perfumado como ellas, y los caminos limpios y amenos como si por allí anduvieran ángeles salpicándolos de rocío para barrerlos después con escobas de laurel y arrayán. Jesús y María de Magdala viajaron de incógnito, no pernoctaron nunca en los caravasares, evitaron unirse a las caravanas, donde era mayor el riesgo de encontrar quien lo reconociese. No es que Jesús estuviea descuidando sus obligaciones, que no se lo consentiría la minuciosa vigilancia de Dios, más bien parecía que el mismo Dios decidió concederle unas vacaciones, pues al camino no bajaban leprosos implorando curas ni posesos rechazándolas y las aldeas por las que pasaban se complacían bucólicamente en la paz del Señor, como si, por virtud suya y propia, se hubieran adelantado en la vía de los arrepentimientos. Dormían donde les caía la noche, sin más preocupaciones de bienestar que el regazo del otro, teniendo alguna vez por único techo el firmamento, el inmenso ojo negro de Dios cribado de luces que son el reflejo dejado por las miradas de los hombres que contemplaron el cielo, generación tras generación, interrogando al silencio y escuchando la única respuesta que el silencio da. Más tarde, cuando se quede sola en el mundo, María de Magdala querrá recordar estos días y estas noches, y cada vez que recuerde se verá obligada a luchar para defender la memoria de los asaltos del dolor y de la amargura, como si estuviera protegiendo una isla de amores de las embestidas de un mar tormentoso y de sus monstruos.

No están lejos esos tiempos, pero, mirando a la tierra y al cielo, no se distinguen los signos de la aproximación, igual que en el espacio libre vuela un ave y no se apercibe del rápido halcón que, con las garras lanzadas hacia delante, baja como una piedra. Jesús y María de Magdala cantan en el camino, otros viajeros, que no los conocen, dicen, gente feliz, y de momento no hay verdad más verdadera. Así llegaron a Jericó y de allí, despacio, en dos largos días de jornada, porque el calor era mucho y las sombras ningunas, subieron hasta Betania. Tras tantos años pasados, no sabía María de Magdala cómo iban a recibirla los hermanos, saliendo de casa como salió, para vivir una mala vida, Quizá piensen que he muerto, decía, quizá hasta deseen que haya muerto, y Jesús intentaba apartar de su cabeza las negras ideas, El tiempo lo cura todo, sentenciaba, sin recordar que la herida que para él era su propia familia seguía viva y abierta y sangrando todo el tiempo. Entraron en Betania, María velándose medio rostro, con vergüenza de que la reconocieran los vecinos, y Jesús, suavemente, reprendiéndola, De qué te escondes, ya no eres aquella mujer que vivió otra vida, esa ya no existe, No soy quien fui, es verdad, pero soy quien era, y la que soy y la que era están atadas una a otra por la vergüenza de la que fui, Ahora eres quien eres, y estás conmigo, Bendito sea Dios por eso, él que de mí te llevará un día, y María dejó caer el manto, mostrando el rostro, pero nadie dijo, Ahí va la hermana de Lázaro, la que se fue a vivir de prostituta.

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