El Extraño (58 page)

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Authors: Col Buchanan

Había ocurrido a plena luz del día, en una zona donde era conocido por los vecinos. Cualquiera podía haberlo visto marchándose con la chica, cualquiera que también conociera a Marlee. ¿Qué haría si la chica le había contagiado una enfermedad? ¿Qué explicación daría?

«Estoy en las garras del mal», se lamentó Bahn para sus adentros. Paseó la vista a su alrededor, como sobresaltado por ese pensamiento, y atisbo al otro lado de la sala, en una hornacina en sombras de la pared opuesta, una estatua de oro del Gran Necio meditando arrodillado, con su figura enjuta y calva y de hermosas facciones mirándolo con una sonrisa de oreja a oreja.

Bahn aspiró una bocanada del aire acre de la atmósfera; su temblor tardaba en aplacarse. «Nunca más», se juró, y la intención franca que puso en esa resolución atemperó su pulso.

«Es la guerra —se dijo—. Corrompe mi espíritu del mismo modo que corrompe todo lo que toca.»

Como en cumplimiento de un acuerdo tácito, los cañones del Escudo abrieron fuego en ese preciso instante provocando una sucesión de lejanas sacudidas. Un puñado de niños volvieron la vista atrás con interés, el resto de la gente congregada permaneció inmóvil. Tal vez los cañones anunciaban otro ataque manniano tras un breve respiro. O quizá sólo significaba la reanudación de la rutina diaria en el Escudo. Bahn no tenía ganas de preocuparse de ello en ese momento. No era probable que su presencia fuera imprescindible en las murallas.

Enfrente de su familia, tres monjes se habían situado en el borde de un hoyo perforado en el suelo de piedra en cuyo interior ardía un fuego. Era una hoguera pequeña, con un puñado de piezas de carbón y unos vientres blandos de color rojizo que apenas despedía humo. Sobre el carbón se había depositado un montón de hojas de mymar, amarillas y con los bordes dentados doblados hacia dentro. El humo que desprendían tenía un tono azul y ascendía en volutas alrededor de la figura arrebujada de su hija. Los monjes la sostenían encima del fuego, cantando y trazando círculos en el aire con el cuerpo de la pequeña, envuelta en un manto de lino. «No llora», observó Bahn, y su hija tosió produciendo apenas con un ruidito, y miró con ojos curiosos al más anciano de los monjes —el viejo Jerv, que llevaba allí desde que Bahn era un crío—, examinándole los mechones blancos de la barba que le poblaba el mentón.

La niña ya había superado el primer año y gozaba de buena salud. Para los mercianos era un motivo de celebración y el momento en que al fin se le concedía un nombre. Su hija, que desde que había empezado a gatear se escurría por todas partes con una velocidad endiablada, recibiría el nombre de Ariale en honor al legendario caballo con cascos alados. La idea había sido de Marlee, que sostenía que el nombre le iba que ni pintado, pero Marlee era una de esas personas que piensan que en la vida todo lo que rezuma buen humor es acertado y conveniente. Sin embargo, a él le había llevado algún tiempo aceptar la idea de que su hija llevara el nombre de un caballo.

Ariale Calvone. Sonaba bien, concluyó Bahn ahora, sonriendo, y esa sonrisa contenía una conciencia de sí mismo más intensa de la que había tenido en mucho tiempo.

Los invitados eran en su mayoría familia de Marlee; su madre, sus tías y tíos, casi todos tenderos y militares. Algunos de ellos, gente a la que Bahn apenas conocía y a la que no había vuelto a ver desde que él y Marlee se comprometieron. En conjunto exhibían un aspecto elegante, ataviados con sus trajes de exquisita confección, con sus portes dignos y con la espalda erguida; también Marlee.

En comparación con ellos los parientes de Bahn parecían pocos, y sus desgastados trajes para el templo desentonaban con la imagen pulcra de la familia de su esposa. Su madre no había acudido; sin duda todavía debía andar atareada remendando zapatos y demás artículos de piel en un pequeño taller vivienda de la calle Adobe, de hecho no muy lejos del templo. Su ausencia no le sorprendió. Ella no había tenido nada que ver en el hecho de que hubieran elegido celebrar la ceremonia en el templo que su familia había frecuentado cuando él era niño, pues el único motivo por el que se encontraban allí era que su templo en el norte de la ciudad, tenía una larga lista de espera.

Sin embargo, su tía Vicha —con su alborotada melena negra apenas domesticada para la ocasión— sí se encontraba presente, y también sus dos hijas, Alexa y Maureen, ambas de un rubio tan intenso como azabache era la cabellera de su madre. Oficialmente las tres seguían de luto por la muerte de Hecelos, marido, padre y maestro carpintero, desaparecido en el mar cuando el convoy que escoltaba el buque cargado de cereales —el mismo que los astilleros de Al-Khos se afanaban en reemplazar— se había hundido durante la travesía de regreso desde Zanzahar, cinco meses atrás. Bahn siempre lo había considerado un buen hombre.

También Reese asistía a la ceremonia, arrebatadoramente hermosa con su cabellera pelirroja, si bien exhibía unos cercos oscuros alrededor de los ojos que delataban que no debía de haber dormido muy bien. Gracias a Eres, Los no la había acompañado.

Un monje joven emergió de las sombras y se paseó arrastrando los pies entre los miembros de la familia con un cepillo en la mano; dejaba que la aldaba se abriera y luego, con un giro de muñeca, hacía que las dos tablitas se cerraran como unas mandíbulas; y esa operación la repetía una y otra vez con una cadencia lenta y perturbadora. En la otra mano llevaba un sencillo platillo de limosnas con el que recolectaba dádivas en agradecimiento al servicio que estaban celebrando. Con el semblante adusto, los asistentes iban soltando monedas en el platillo según se les acercaba.

Cuando el monje llegó junto a Bahn, éste se dio cuenta de que había entregado todo su dinero a la prostituta y se había quedado sin monedas, de modo que se vio obligado a mascullar una disculpa al muchacho con la cabeza afeitada. Aun así le fastidió esa interrupción innecesaria de la ceremonia. Cuando él era joven, uno tenía la libertad de dejar lo que considerara oportuno a la salida una vez finalizado el servicio. Al parecer, también para el templo los tiempos habían cambiado.

Marlee sacó una moneda de su monedero y la echó en el platillo, y miró a su marido como preguntándole si se encontraba bien, pues percibía la tensión que lo atenazaba. Él le hizo un gesto tranquilizador con la cabeza, le posó la palma de la mano en la espalda y la acercó a sí.

Los mojes levantaron en el aire a la hija de la pareja. Recitaban sus oraciones en khosiano antiguo y sus voces brotaban de sus bocas con la suavidad y la fluidez del agua que se desliza por las rocas. Repitieron el nombre que sus padres le habían dado y rezaron por que recibiera las Nueve Liberaciones a lo largo de una vida larga y fructífera de buenas obras. La pequeña Ariale rompió a reír y a patalear envuelta en su manto de lino cuando volvieron a bajarla. El anciano monje Jerv le correspondió con una sonrisa.

En otra vida, Bahn podría haber realizado aquella misma ceremonia para la hija de otro. Como el menor de tres hermanos, su madre siempre había anhelado que se hiciera monje. El mayor, Teech, había seguido la tradición del oficio de zapatero, y el mediano, Colé, se había alistado aún joven en el ejército en contra de la voluntad de la madre.

Tal vez habría llegado a ser un buen monje, pues era bueno de corazón; a causa de un exceso de mimos, como solía decir su padre con su particular manera pausada de hablar. No obstante, el amor por Marlee lo había apartado de ese camino.

Durante los años posteriores, su hermano mayor había fallecido por causas desconocidas: de repente había caído desplomado sin vida mientras cenaba. «Una anomalía cardiaca», había barruntado el curandero local. Poco después su otro hermano, Colé, el marido de Reese, había desertado y abandonado simultáneamente a su familia y la causa de Bar—Khos. Con dos hijos desaparecidos demasiado pronto, la tristeza había ido consumiendo a su padre hasta acabar con él transcurrido menos de un año. A su madre le había costado mucho trabajo reponerse de las adversidades; el resentimiento hacia Bahn —el único hijo que le quedaba vivo—, que había arraigado silenciosamente en su interior, fue tornándose con el paso de los meses en una animadversión palmaria. A menudo lo hostigaba con comentarios que buscaban intencionadamente provocarle un sentimiento de culpa y lo comparaba con sus hijos desaparecidos. Daba la impresión de que en cierta manera lo consideraba responsable de las desgracias de sus hermanos, y de haber atraído hacia su familia las injusticias del destino con su negativa a tomar el hábito.

«¿Y qué soy ahora?—se preguntó Bahn—. Un soldado, sí, pero no un guerrero.»

Sólo la familia que formaba con su esposa y sus hijos le brindaba la sensación de haber logrado algo en el camino que había elegido seguir junto a Marlee. Se esforzaba en ser un buen marido y un buen padre, de modo que le dolía más cuando fallaba a su familia de lo que nunca le habían herido los reproches de su madre.

«Bueno, basta —se dijo—. Mantendré unida esta familia cueste lo que cueste.»

La ceremonia llegó a su fin y la niña regresó a los brazos de sus padres con las mejillas arreboladas de la agitación y su fino cabello todavía impregnado del olor del humo. La familia se congregó en una pequeña plaza en el exterior del templo, bajo la luz radiante del sol que casi habían olvidado durante el tiempo que habían pasado en el interior. Desde allí se dirigieron a la casa de su tía, de la que sólo distaban un par de calles, donde se celebraría una recepción con comida aportada por todos los parientes, cada uno en la medida de sus posibilidades.

Reese caminaba junto a Bahn y su familia. Hizo carantoñas a Ariale y Juno con idéntica jovialidad y charló con Marlee sobre la ceremonia y otros asuntos intrascendentes, con el ruido de fondo de los cañones, que rugían al sur. La constancia y regularidad de su sonido permitió a Bahn colegir que sólo era el rutinario fuego cruzado. «Tal vez los mannianos se han dado por vencidos esta vez», pensó Bahn, y deseó con todas sus fuerzas que así fuera.

Marlee y él caminaban cogidos del brazo mientras que Reese llevaba a la niña. Juno los seguía. Marlee miró a su marido como diciéndole: «Bueno, venga, pregúntale.» Bahn le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—¿Todavía no has recibido noticias de Nico? —preguntó a su cuñada.

Ésta dio un empujón hacia arriba a la pequeña Ariale para afirmarla sobre su cadera antes de responder:

—La semana pasada llegó una carta que, a juzgar por su aspecto, debió darse un chapuzón en el mar. No entendí nada de lo que decía, pero sí, era de Nico. Eso es todo lo que pude descifrar de su letra terrible.

—Por fin buenas noticias —repuso Marlee—. Aunque no hayas podido leerla. Estoy segura de que las cosas le irán muy bien... dondequiera que esté. —Marlee dejó que sus palabras quedaran suspendidas en el aire con la esperanza de que Reese las recogiera y les contara algo más sobre el paradero del chico, pero ésta no lo hizo.

Según abandonaban la plaza vieron a un monje menesteroso de mediana edad sentado en el suelo con un platillo frente a sí. En cuanto el monje reparó en que el grupo se acercaba, se levantó y se abalanzó sobre ellos ofreciéndoles bendiciones y agitando su platillo. Salvo por la túnica mugrienta no tenía ningún aspecto de monje. Una cicatriz amoratada le recorría el rostro desde la frente hasta la barbilla y no se había afeitado la cabeza en días.

Bahn se dio cuenta enseguida de que no era más que un impostor. Desde que el ayuntamiento había prohibido la mendicidad salvo a los religiosos, habían proliferado los hombres que se ponían encima una túnica y se afeitaban la cabeza para hacerse pasar por monjes.

«Menudo farsante», se dijo Bahn, a punto de estallar de ira.

—Dios os bendiga —dijo el hombre de la túnica negra con extrema amabilidad cuando un par de monedas repiquetearon en su platillo.

Para quitárselo de en medio, Bahn le dio un empujón, pero lo hizo con más fuerza de la que era su intención. El farsante dio un grito de sorpresa, su platillo se estrelló contra el suelo y las monedas resplandecientes salieron rodando en todas direcciones.

Todos los familiares se detuvieron y fulminaron a Bahn con la mirada. Incluso su hijo Juno lo observó con perplejidad.

«Lo siento —se imaginó disculpándose ante todos ellos—. Anoche contemplé cómo morían nuestros hombres mientras vosotros dormíais plácidamente gracias a ellos. Y luego, esta mañana, me he tirado a una puta que seguramente estaba plagada de infecciones, condenada a esa vida mísera por culpa de la pobreza y de las necesidades retorcidas de maridos caprichosos como yo.»

Sin embargo, no dijo nada. En cambio, esbozó la sonrisa de disculpa del buen marido y del buen padre, cogió a su hijo de la mano y siguió caminando.

Capítulo 28

Shay Madi

El encargado del azote disfrutaba con su trabajo. Al menos eso le parecía a Nico mientras el bajo y fornido manniano lo sacaba a rastras del redil de confinamiento situado en las profundidades del circo, escupiendo de vez en cuando la palabra «roshun» por sus labios carnosos y sucios como si fuera el peor de los insultos. Dos veces descargó su azote en la espalda de Nico, si bien éste apenas lo sintió, pues sólo era un dolor más que añadir a la larga lista de los que ya padecía.

—¡Entra ahí! —gruñó el manniano, empujando a Nico al otro lado de una herrumbrosa puerta con barrotes.

Nico entró tambaleándose en una estrecha jaula y vio que era un pasillo de un par de metros que conducía a otra puerta que en ese momento estaban abriendo desde fuera.

Un guardia lo aguijoneaba a través de los barrotes con una vara puntiaguda, que pese a no ser muy afilada hacía daño, para obligar a Nico a adentrarse en la jaula.

Tropezó con un cuerpo tendido boca abajo y dio con sus huesos contra el suelo. Soltó un grito provocado por un dolor renovado en su mano maltrecha.

Le dolía todo el cuerpo y la fiebre no dejaba de subirle. No podía abrir el ojo de la hinchazón; ni siquiera podía afirmar que conservara el globo ocular. Sus labios eran una masa abultada y había perdido o tenía partidos buena parte de los dientes delanteros. Hasta respirar le suponía un suplicio.

Un guardia cerró de un golpetazo la puerta a su espalda. Entretanto, el encargado del azote gritaba en un tono jocoso al resto de los desgraciados confinados en la jaula:

—¡Haced sitio al todopoderoso roshun! ¡Si sois amables con él, quizá os salve!

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