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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (14 page)

Podía tratarse de una sinfonía. Se podía calibrar su tamaño según los chismes de Langley, que seguían interrumpiéndose. Si bien se especulaba con que Dix Butler dirigía un atrapamoscas Venus digno de Gargantúa, a mí no me parecía que eso fuese la operación principal. Podía haber un atrapamoscas Venus, pero ¿qué ocultaba Dix detrás? Por cierto que era capaz de cualquier cosa. En Saigón había reclutado su propio pequeño ejército vietnamita para hacer ataques improvisados al Vietcong; ese ejército, además, había librado unas cuantas guerras de drogas. Una noche, muy borracho, bajo una luna del hemisferio sur, Butler confesó que con las ganancias había iniciado un par de empresas. Ese dinero, aseguró, volvería a la Compañía. Eso era importante.

—¿Qué nos espera? —me preguntó con solemnidad—. Te lo diré. Harry, esta guerra va a desmantelar a la CIA. Tarde o temprano dispersarán todos nuestros grupos, y el público estadounidense ya no tendrá sangre que contemplar.

—¿Sí? ¿Qué habrá?

—Mierda de murciélagos. Toda la mierda de murciélagos que hemos estado escondiendo. El gran público estadounidense, y los mamones que nos representan en el Congreso de estos Estados Descontentos y Desunidos le cortarán los huevos a la CIA cuando descubran todas esas toneladas de mierda de murciélago. De modo que debemos estar preparados. Necesitamos dinero secreto, cariño. Dinero disimuladamente guardado. Mírame bien. —Enseñó los dientes—. Yo seré el banquero de la Agencia.

Se hubiese convertido o no en nuestro banquero secreto, un atrapamoscas Venus para fotografiar a los políticos más importantes en posturas comprometedoras no era algo probable. No sólo porque el chantaje sexual es ilegal en nuestros estatutos, sino porque era algo execrable para los quince mil empleados, mecanógrafos, expertos, analistas y programadores, todo ese tonelaje humano que constituía el noventa por ciento del personal de la CIA, y que es tan convencional como la gente del Pentágono. Los
sex shops
que llamaban demasiado la atención no eran precisamente del agrado de las buenas personas de la Compañía que asistían a la iglesia los domingos, leían el
National Review
y creían que éramos los puros de la tierra. No, esa gente no procesaría papeles para la operación de fisgoneo de Butler. Entonces, ¿qué estaba pasando? ¿Por qué Thyme Hill?

Miré a Rosen. No sé si era por la lentitud de mis pensamientos o por la calma con la que aguardaba —había bebido tanto Glenlivet como para mostrarme tranquilo ante mi propio funeral—, pero él también parecía tranquilo. Garrapateó una línea en una hoja de la libreta, arrancó la hoja y la sostuvo ante mí.

«
He estado en Thyme Hill
», fue lo que leí.

—¿Te gustó? —pregunté en voz alta.

«
Nunca fui a la mansión Playboy
—escribió—,
pero Thyme Hill debe de hacer que Hugh Hefner parezca una solterona con unas viejas amigas a las que ha invitado a tomar el té.
»

Sonrió con tristeza y arrojó la hoja al fuego. Le devolví la sonrisa triste. En esas horas aterradoras en que uno se pregunta si se ha pasado la mitad de la vida ejerciendo la profesión equivocada, por lo general llegaba a la conclusión de que gran parte de nuestro trabajo parecería absurdo a un observador imparcial. Por supuesto, nosotros hacíamos nuestro trabajo con la premisa de que Dios no precisa observadores imparciales.

La realidad es que teníamos necesidad de un
sex shop
de alto nivel. Los servicios de Inteligencia de otras naciones daban por sentado la existencia de estas necesidades del oficio. Harlot había censurado durante años nuestros impedimentos domésticos. En los Estados Unidos no podíamos empezar a hacer lo que necesitábamos hacer. Demasiadas operaciones delicadas, pero locales, de contrainteligencia debían ser encargadas al FBI, que, desde nuestro punto de vista, eran unos chapuceros atroces. Según Harlot, habían mantenido su poder no tanto por su eficiencia como por los archivos especiales de T. Edgar Hoover. A Hoover le encantaban los chismes. Los coleccionaba. Le habían otorgado poder sobre el Congreso y la Presidencia. J. Edgar tenía archivos enciclopédicos de cada miembro del gabinete y de cada senador que tuviera algo que ver con una mujer que no fuese su esposa, y si la esposa se aventuraba en alguna excursión comparable, Hoover también estaba preparado para obtener fotos de su ombligo. Ningún presidente lo aceptó jamás. J. Edgar ya les había provisto de una amplia información acerca de las excéntricas inclinaciones de los anteriores presidentes. Por lo tanto, cuando era cuestión de reducir el poder de J. Edgar dentro del país y de incrementar el nuestro, los archivos privados de Hoover pesaban demasiado.

Nosotros habíamos tratado de reducir la brecha. Encargamos unas cuantas tareas adicionales a nuestra oficina de Seguridad. La O.S. tenía acceso a los archivos de la Policía Metropolitana de Washington, D.C., que contaba con un oficial, un capitán llamado Roy E. Blick, con acceso a la operación de prostitución de un hotel de Washington (el Columbia Plaza, si quieren saber el nombre). Blick tenía un excelente registro de personas importantes en situaciones extremas de trasvestismo, sumisión y sadomasoquismo. Me enteré de todo ello por Harlot, en los tiempos en que éste aún mantenía una función clandestina pero de supervisión sobre Rosen en Seguridad. El pobre Ned —que todavía no era Reed— tenía que pasar horas con el capitán Blick, lo que significaba que debía hacer todo lo posible para evitar que Blick pudiese compartir el botín con Hoover. «Ay, esos nombres —dijo una vez Harlot—. Te diré, Harry, que a las personas que trabajan en los límites del decoro parece que les hubiese puesto nombre Charles Dickens. J. Edgar Hoover, Roy E. Blick, J. Edgar Hoover, Roy E. Blick —repitió, como si fuera el miembro de una tribu lejana pronunciando un sonido que no entiende. Luego suspiró a causa de Rosen—. Pobre Ned. Le dan unas tareas desgraciadas en Seguridad. ¡Complacer a Blick!» Y guiñó un ojo. Después de todo, antes de ser trasladado a Seguridad, había estado a cargo de los archivos especiales de Harlot. Podrían ser limitados, pero como detalle de orgullo profesional, Harlot se distanciaba del cúmulo de difamaciones, insinuaciones y fotos Polaroid, y recomendaba a Rosen no recoger el primer trozo de escoria que llegase a la playa. Había que evaluar los contenidos.

Aun así, Harlot tenía poderes anticipatorios. Una amiga de Kittredge, Polly Galen Smith, ex esposa de un funcionario importante de una de nuestras divisiones, había empezado una relación VIP con el presidente Kennedy. (Una relación VIP es como se llama a un asunto que consta de lo siguiente: tiempo asignado para entrar, quitarse la ropa, llegar al éxtasis, ducharse, volver a ponerse la ropa, despedirse, todo en veinte minutos.)

Un año y medio después del asesinato del presidente, Polly Galen Smith fue asesinada a golpes en un sendero junto a un canal del río Potomac. Se encontró al posible agresor, quien fue juzgado y declarado inocente. Si bien su asesinato no parecía tener ninguna relación con nosotros, la conclusión de que no estábamos implicados no resultó obvia durante las horas inmediatamente posteriores al ataque. Después de todo, ¿a quién había estado llevando a su cama la señora desde Jack Kennedy? Harlot se hizo presente de inmediato en la casa y —como antiguo amigo de la familia— intentó consolar a los hijos. Rosen, que lo había acompañado, se las arregló para entrar subrepticiamente en el dormitorio principal, apoderarse del diario de Polly Galen Smith, escondido en un cajoncito de su escritorio, y desconectar el micrófono instalado por Harlot en la parte posterior de la cabecera de la cama. Montague había considerado que era su deber, directo aunque desagradable, investigar a la dama. En el peor de los casos, podía tener algún asuntillo con los atractivos funcionarios soviéticos en Washington.

Relativamente hablando, todo aquello había formado parte de las pequeñas improvisaciones de los días pioneros. Ahora, en la década de los ochenta, gracias a la arremetida, por lo menos, de los chismes silenciados, la cuestión era si habíamos establecido un atrapamoscas Venus que pudiera ser la envidia del FBI. ¿O era una suposición demasiado desequilibrada? Había que probar si Dix Butler seguía siendo un hijo leal de la organización. Podía haber hecho arreglos secretos con el FBI y/o la DEA. O con las inteligencias inglesa, francesa o alemana.

Extendí la mano para coger la libreta.

«
¿Fue Harlot a Thyme Hill?
»

«
Algunas veces.
»

«
¿Sabes qué hacía allí?
»

«
No.
»

—¿No sirve de nada? —pregunté en voz alta.

—Bien, Harry, podrías estar dándole más importancia de la que tiene. Mucha gente iba allí. La tarde del domingo no era igual a la noche del sábado.

No quería formular la pregunta siguiente, pero la necesidad fue mayor que el orgullo. Cogí nuevamente la libreta y escribí:

«
¿Acompañaba Kittredge a Harlot?
»

Rosen me miró. Luego asintió.

—¿Cuántas veces? —pregunté.

Rosen extendió los dedos de la mano. Cinco veces. En su mirada había compasión. No sabía si sentirme insultado o reconocer que ya estaba lo suficientemente magullado como para aceptar que estuviese preocupado. Me recordaba, por cierto, a una pelea a puñetazos que tuve un verano en Maine con un primo de once años, dos años mayor que yo y demasiado grande para mí. Me había dado un golpe en el costado de la nariz que me hizo ver una estrella que saltó de un extremo al otro de mi firmamento interior; esa estrella afectó mi equilibrio de tal manera que caí de rodillas. Unas gotas de sangre, pesadas como monedas de plata, cayeron de mi nariz al suelo. El recuerdo agregó un viejo dolor al nuevo. Tenía que ver a Kittredge.

Cuando me incorporé, me pareció que Rosen estaba desconsolado. Eso era, quizá, lo que yo estaba necesitando. La ironía es una armadura que nos mantiene erguidos cuando todo lo demás se desmorona. Me aferré a la ironía de que Rosen, que había querido que yo fuese por Kittredge, ahora no soportaba que lo dejara solo. Vi el temor en su mirada.

En la libreta, escribí:

«
¿Esperas a Dix Butler esta noche?
»

—No estoy seguro —logró decir.

«
¿Serán suficientes tus tres hombres?
»

—Tampoco puedo estar seguro de eso.

Asentí. Señalé el piso superior.

—Me gustaría que permanecieses cerca —dijo Reed Rosen.

«
Si Kittredge se siente bien, bajaré con ella.
»

—Te lo agradeceré.

Lo dejé junto al fuego, me dirigí al dormitorio y saqué mi llave. Cogí el picaporte y giró libremente, de modo que no me sorprendió que Kittredge no estuviese en la cama ni en la habitación.

Omega-12

Al mirar el largo y leve hueco que su cuerpo había dejado en la colcha, supe adonde había ido. Una vez Kittredge me asustó al confesarme que, en ocasiones, visitaba la Cripta.

—Aborrezco ese lugar —le dije.

—Yo no. Cuando estoy sola en la casa y empiezo a preguntarme si no hay manera de sentirme más sola aún, voy allí.

—Dime por qué.

—Solía tener mucho miedo a lo que hay en esta casa. Pero ya no. Cuando bajo a la Cripta siento como si accediera al centro de mi soledad; como si, después de todo, hubiese un pedacito de tierra en medio de un océano interminable. Luego, cuando subo, el resto de la casa me parece menos despoblada.

—¿No hay nada que te moleste allá abajo?

—Bien, supongo que si me lo permitiera a mí misma —dijo Kittredge— podría oír a Augustus Farr arrastrando sus cadenas, pero no, Harry, no siento que haya venganza en ese lugar.

—En realidad eres una muchacha encantadora —dije.

Ahora me vi obligado a recordar cuan cerca de llevarla a la Cripta había estado aquella noche. Eso me dio una visión repentina de mí mismo, como una de esas extrañas imágenes que el espejo nos devuelve cuando no somos leales con nosotros mismos y formulamos juicios crueles y apresurados sobre lo que acaba de aparecer en él, para darnos cuenta al instante siguiente de que en realidad estamos condenando a nuestro propio rostro. Borracho, desdichado, vacío como una calabaza, pude oír los silencios donde se reúnen jueces invisibles.

El grito de un animal atravesó la noche. No se trataba de un sonido común. Me fue imposible distinguir la distancia ni la dirección de donde provenía, pero era un aullido que llegó a mis oídos como si se tratase del quejido solitario de un lobo. Hay pocos lobos en estas regiones. El aullido se repitió. Ahora estaba tan lleno de sufrimiento y horror como el de un oso herido. No hay osos cerca. Mi conmoción debió de aumentar la intensidad del grito.

Hace veintiún años, en el bosquecillo cercano a la casa de Gilley Butler, tendido sobre el camino de tierra que lleva de la carretera a la costa, encontraron el cadáver parcialmente devorado de un vagabundo. Me dijeron que yacía allí con la expresión de miedo más terrible que se pueda imaginar en lo que le quedaba de boca. El aullido del animal que acababa de oír, ¿sería igual al silencio mutilado del vagabundo? ¿Quién podría saberlo? Hace veintiún años era el comienzo de la primavera de 1962, momento en que muchos de nosotros intentábamos procurarnos un avión para rociar de veneno las plantaciones de caña de azúcar de Cuba. ¿Habrá habido algún año de mi vida de trabajo que no me haya ofrecido un aullido sofocado?

De pie en medio de nuestro dormitorio vacío, mis pensamientos chocaron de frente con Damon Butler, el antepasado de Gilley Butler. Damon Butler, primer oficial de Augustus Farr, muerto hacía dos siglos y medio. De pronto recibí la visita de esa impía sorpresa, pero no como fantasma o voz, sino como una imagen en lo profundo de mi mente. Por un instante me sentí ocupado por otra presencia: vi lo que él había visto.

Permanecí en medio del dormitorio e hice esfuerzos prodigiosos —sí, los llamo así aunque no me haya movido—, por no ver nada en absoluto, en un intento vehemente por determinar que lo que veía en mi imaginación no era un don ni una invasión, sino el simple resultado tardío de una tarde que había pasado hacía diez años en la biblioteca de Bar Harbour leyendo el cuaderno de bitácora de Damon Butler, documento respetado entre los tesoros de la biblioteca local. Traté de convencerme de que la visión que ahora tenía ante mí había sido provocada por los papeles del primer oficial: conocimientos de embarque, cargamentos negociados, balandras en venta. La ejecución del comodoro francés que presenciaba no era más que la sangrienta esencia del cuaderno de Butler, sólo que no había permitido que viniera a mis pensamientos sino hasta ese momento. ¡Qué formidable encarcelamiento de la memoria! Todo volvió, como un golpe en la puerta antes de que la puerta se abra.

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