El cadáver de Hugh Montague, antiguo oficial de la CIA, es descubierto flotando en un lago, con la cara destrozada. Harlot, tal era su nombre en clave, no trabajaba ya en la Agencia, pero aún continuaba investigando lo que él llamaba «los Grandes Santones». Su desaparición abre ahora un interrogante: ¿Se ha suicidado, ha sido asesinado o es sólo un montaje para poder desaparecer de la vida pública? Harry Hubbard, ahijado de Harlot, casado con su ex esposa, sabe que también su vida está en peligro. Decide huir. Durante un año, escondido en un hotelucho de Nueva York, escribe sus memorias. En esta novela, Norman Mailer descubrirá no sólo una historia apasionante sino, también, la posibilidad de conocer el funcionamiento interno de la CIA; su formación, sus métodos, sus objetivos...
Norman Mailer
El fantasma de Harlot
ePUB v1.0
Aldog03.11.12
Título original:
Harlot's Ghost
Norman Mailer, 2003
Traducción: Rolando Costa Picazo
Editorial: Editorial Anagrama
Colección: Panorama de Narrativas, 546
ISBN: 9788433970060
Editor original: Aldog (v1.0)
ePub base v2.0
Porque no tenemos que luchar contra la carne y la sangre,
sino contra los principados y potestades,
contra los gobernantes de las tinieblas de este mundo,
contra la maldad espiritual en las altas esferas.
Epístola de san Pablo a los Efesios, 6:12
BELINDA: Ay, pero tú sabes que debemos devolver bien por mal.
LADY BRUTE: Eso puede ser un error de traducción.
Sir John Vanbrugh
The Provoked Wife
Oscura, oscura mi luz, y más oscuro mi deseo.
Mi alma, como una mosca de verano enloquecida por el calor,
no hace más que zumbar en mi ventana. ¿Cuál yo soy yo?
Theodore Roethke
In a Dark Time
Una noche del invierno de 1983, mientras conducía entre la niebla a lo largo de la costa de Maine, recuerdos de fogatas en antiguos campamentos empezaron a filtrarse en la bruma de marzo, y pensé en los indios abenaki, de la tribu algonquina, quienes hace mil años habitaban cerca de Bangor.
En primavera, después de sembrar el trigo, los valientes jóvenes y las indias se alejaban de los mayores, que se quedaban a vigilar la cosecha y al cuidado de los niños, y en verano cogían sus canoas de corteza de abedul y se dirigían al sur. Viajaban por el río Penobscot hacia la bahía de la Colina Azul en el extremo occidental de Mount Desert, en una zona donde aún está la casa de mi familia, levantada en parte por mi tatarabuelo, Doane Hadlock Hubbard. Se llama la Custodia, y no sé qué otras cosas cuida excepto algunas tumbas de los indios que llegaban hasta nuestras tierras en verano y construían sus cobertizos y morían allí, aunque nunca creí que llegaran a nuestra isla sólo para morir. Holgazaneando en medio del extraño placer de la tibieza norteña, se habrán dedicado a abrir almejas en las marismas durante la bajamar, y a luchar y a fornicar entre los pinos y los abetos durante la marea alta. No sé con qué se emborracharían, a menos que fuera con el almizcle de los otros, pero en muchas de las playas rocosas de la hondonada junto a la costa se encuentran montículos de conchas de almeja convertidas en polvo por los siglos. Hay una playa, detrás de la playa, que habla de antiguas fiestas de verano. Los fantasmas de estos indios quizá ya no caminen por nuestros bosques, pero algo de sus antiguas tristezas y placeres se hace carne en el aire. Mount Desert es más luminoso que el resto de Maine.
Incluso las guías para turistas aspiran a describir esta virtud: «La isla de Mount Desert, de veinticuatro kilómetros de diámetro, emerge del mar como una ciudad fabulosa. Los nativos la llaman Acadia, hermosa e imponente».
Hermosa e imponente. Tenemos un fiordo en el medio de Mount Desert, un espectacular corredor de agua de casi seis kilómetros, con promontorios a ambos lados. Se trata del único fiordo auténtico en la costa atlántica de América del Norte, y sin embargo no es más que una parte de nuestro rocoso esplendor. Cerca de la costa se elevan, abruptos, los picos, que alcanzan una altura de más de trescientos metros y toman la apariencia de grandes montañas para los navíos que pasan. En verano, nuestro mejor embarcadero, el puerto nororiental, está repleto de relumbrantes yates.
Quizá se deba a la proximidad del mar, pero en nuestras montañas el silencio es imponente, y el atractivo de nuestros veranos difícilmente descriptible. Para empezar, no somos una isla que atraiga a los buscadores del sol. Casi no tenemos playa de arena. La playa es una franja de guijarros y conchillas, y las mareas de cuarenta metros inundan las rocas. Las olas arrastran percebes y caracoles, mejillones, musgo de Irlanda, algas rojas y de otras tonalidades. La resaca esparce erizos de mar y toda suerte de moluscos. Hay algas por todas partes, y muchas veces sus tallos correosos se enredan alrededor de los tobillos del que pasa. En las charcas formadas por la marea crecen anémonas y esponjas, y uno debe ir con cuidado si no quiere pisar los erizos de mar o lastimarse con las afiladas piedras. El agua es tan fría que los nadadores que no han pasado sus vacaciones de verano en este mar helado no pueden soportarla. Yo he descansado en el verdor salvaje de los riscos del Caribe y he navegado las profundidades purpúreas del Mediterráneo. He contemplado la bruma inimitable del tórrido verano sobre el Chesapeake, cuando entre el cielo y la bahía se mezclan todos los matices posibles. Hasta me gustan los ríos color pizarra que corren entre los cañones del Oeste, pero nada me parece tan maravilloso como el azul penetrante de la bahía de los Franceses y la bahía de la Colina Azul, y el azul interminable de los caminos Oriental y Occidental que rodean Mount Desert. De hecho, el afecto que uno puede llegar a sentir por la isla se extiende hasta adoptar el acento propio del lugar. Para los ojos de un habitante de Nueva Inglaterra, la vista es tan dulce como el azúcar glaseado.
Hablo hiperbólicamente, pero nadie que recuerde las maravillas de nuestros veranos, como el sorprendente color de las rocas al borde del agua, dejaría de hacerlo. Son de tono albaricoque, luego lavanda y verde pálido, pero al atardecer se tornan de un intenso color púrpura. En el crepúsculo, la costa desde el mar se ve violeta oscuro. Así es nuestra isla en agosto. Junto a la hierba de salina crecen el brezo marino y la rosa silvestre, y en nuestras praderas los gorriones de buche blanco saltan de un tronco podrido a otro. Los antiguos henares huelen a hierba, y las flores silvestres crecen por doquier. En nuestros pantanos y campos y en las grietas entre las salientes de roca en las soleadas laderas de las montañas, crecen violetas azules, acederas del bosque y gaulterias, lilas, geranios silvestres y brezo dorado. Más abajo, en las marismas, es posible encontrar candiles del pantano y hierba de Santa Catalina. Una vez, de niño (estaba yo estudiando los nombres de las flores silvestres), encontré en un bosque cenagoso un ejemplar de orquídea de venas blancas; era una flor de un blanco verdoso, encantadora y tan rara de hallar como un eclipse de luna.
A pesar de la cantidad de turistas que vienen durante el mes de julio, Mount Desert posee todavía un silencio tierno y monumental a la vez. Si uno se pregunta cómo lo monumental puede ser tierno, respondo que estos términos nos remiten a lo hermoso e imponente. En las raras ocasiones en que la cautela me abandona, me siento tentado de hacer lo mismo cuando describo a Kittredge, mi mujer. Su piel blanca no sólo se vuelve luminosa en medio de una pradera pálida, sino que refleja también las sombras de la roca. Veo a Kittredge sentada en medio de esas sombras un día de verano, y sus ojos son tan azules como el mar. También he estado con ella cuando parece tan fría y desapacible como las tormentas que en marzo azotan la isla. Entonces los campos son pardos, y por la mañana el barro removido mancha la nieve a medias desaparecida. En marzo las tardes no son doradas sino grises, y el sol raras veces brilla sobre las rocas. Algunos precipicios se tornan tan solemnes y terribles como las interminables meditaciones del granito. Al final del invierno Mount Desert es como el puño de un avaro: el cascarón apagado del cielo roza un mar plomizo. La depresión se cierne sobre las colinas. Cuando mi mujer está deprimida no hay color que avive mi corazón, y su piel pierde toda luz impregnándose de palidez. A finales del invierno, excepto los días en que nieva y las luces de la isla bailan sobre la roca congelada como si fuesen velas de una altísima tarta blanca, no me gusta vivir en Mount Desert. El cielo sin sol pesa sobre nosotros, y puede transcurrir una semana entera sin que nos hablemos. Es una soledad semejante a la desesperación de un alegre bebedor que lleva días sin tomar un trago. Es entonces cuando los fantasmas empiezan a visitar la Custodia. Nuestra espléndida vivienda es hospitalaria con los fantasmas.
La casa, solitaria en medio de una isla, está a tiro de piedra de la costa occidental de Mount Desert. Se llama Doane, en honor a mi tatarabuelo, y sospecho que es objeto de visitas sobrenaturales. Si bien, según mi mujer, se supone que las islas resultan más aceptables para los espíritus invisibles que para esas manifestaciones peculiarmente visibles que son los fantasmas, estoy convencido de que nosotros somos la excepción que confirma la regla.
En la isla Bartlett, al norte, se pasea el fantasma de Muñeco de Nieve Dyer, un excéntrico anciano pescador. Murió en Bartlett en 1870, en la casa de su hermana solterona. De joven había cambiado cinco langostas por un pequeño tomo griego que pertenecía a un erudito de Harvard, experto en los clásicos. La obra era una edición comentada del
Edipo rey
. El viejo pescador, nuestro muñeco de nieve Dyer, se quedó tan intrigado por las palabras de Sófocles en traducción literal que intentó leer el griego original. Como no sabía pronunciar el alfabeto, inventó un sonido para cada letra. A medida que fue envejeciendo cobró mayor confianza, y solía recitar en voz alta en ese idioma propio mientras caminaba entre las piedras. Dicen que si uno pasa la noche en casa de la hermana, muerta también, puede oír la versión en griego del muñeco de nieve Dyer. Los sonidos no son más salvajes que los truenos y gruñidos de nuestro clima. Bingham Baker, un ejecutivo de una corporación de Filadelfia, vive ahora en la casa con su familia y parece disfrutar con la presencia del fantasma. Al menos, los domingos en la iglesia todos los Baker se ven rozagantes. No sé si oyen los quejidos del invierno en la voz del muñeco de nieve Dyer.
El viejo muñeco de nieve puede ser el fantasma de la isla de Bartlett, pero nosotros tenemos otro en Doane, y no es tan agradable. Un marino, el capitán Augustus Farr, era el dueño y ocupante de nuestra tierra hace dos siglos y medio. Existen alusiones a sus hábitos en un antiguo cuaderno de bitácora que encontré en la biblioteca de Bar Harbour, y se cita un viaje «durante el cual Farr practicó la piratería» y abordó una fragata francesa en el Caribe, se apoderó de su cargamento de azúcar cubano, lanzó la tripulación al mar en un bote (con excepción de los que accedieron a unírsele) y decapitó al comodoro, que murió desnudo porque Farr se había apropiado de su uniforme. En sus últimos años Augustus se había vuelto tan osado que pidió que lo enterraran en su isla del norte —ahora nuestra isla— con el traje del francés.