Había conseguido irritarme. En ese momento no me apetecía en absoluto discutir sobre Macbeth o Lear.
—Digamos que la entrada ilegal en Watergate es el primer acto —prosiguió—. Un buen primer acto. Muy prometedor. Pero sin respuestas. Ahora viene el segundo acto: la caída, seis meses después, del avión 553 de United Airlines que iba de Washington a Chicago. Intenta aterrizar en el aeropuerto de Midway y de la manera más increíble, se queda corto. El avión destruye un barrio de casitas a menos de tres kilómetros del aeropuerto, y además mata a cuarenta y tres de las sesenta personas que iban a bordo. ¿Sabes quién viajaba en ese avión?
—Supongo que alguna vez lo supe.
—¿La media vida de tu memoria no conserva ninguna huella?
—Obviamente, no.
—Dorothy Hunt es el pasajero más significativo entre los que perecen. —Levantó la mano—. Claro que Watergate todavía no había estallado. Esto ocurre en diciembre de 1972, un par de meses antes de que el senador Ervin y su comisión empiecen a trabajar, y unas cuantas semanas antes de que nuestro agente, James McCord, cante la primera nota. Mucho antes de que John Dean afine el instrumento. Recordarás que Howard Hunt había levantado un revuelo en la Casa Blanca a fin de que no lo tomaran por primo, según él mismo lo expresó con inmortales palabras, y Dorothy Hunt era, por cierto, mucho más fuerte y dura que Howard. En un aprieto, era la persona a quien pasarle el revólver.
Me encogí de hombros. Su afirmación era discutible: yo había trabajado para Howard Hunt.
—Aun así —continuó Harlot—, demasiadas balas de cañón para matar una abeja. Decenas de muertos. ¿Quién pudo hacerlo? La Casa Blanca, no. Ellos no sabotearían un avión. Después de todo ni siquiera pudieron darle al señor Liddy una dosis fatal de sarampión, aun cuando los estaba invitando para que lo hicieran, ni acabaron con Dean, Hunt o McCord. Entonces, ¿cómo iban a dar luz verde para algo tan al por mayor como ese accidente del avión? Podría ser sabotaje. Evidentemente, la Casa Blanca es consciente de esa posibilidad. El mismo Butterfield, quien más tarde confiesa ante la comisión Ervin que Richard Nixon grabó todo excepto sus idas al lavabo, es trasladado a la Administración Federal de Aviación, y Dwight Chapin, de CREEP, va a la United Airlines. El palacio de Nixon, lógicamente, se opone a una investigación incontrolable.
Creo que también sospechan de nosotros. Nixon, un perro viejo que conoce los entresijos de la política china, lo sabe todo acerca del avión que explotó hace años cuando se esperaba que Chu En-Lai estuviera a bordo. De modo que él lo entiende. Nosotros sabemos cómo sabotear un avión; ellos no. Eso abre un interrogante terrible. Si la finalidad del atentado contra el vuelo 533 a Chicago era deshacerse de Dorothy Hunt, entonces ella tenía una información de suma importancia. No se echa abajo a cuarenta personas para eliminar a una dama, a menos que ella posea algo totalmente definitivo.
—¿Qué crees que era totalmente definitivo en este caso? —pregunté.
Sonrió.
—Siempre —dijo— me refiero a mis propios valores cuando trato de resolver estas cuestiones. ¿Qué me haría actuar? Bien, razoné, yo me embarcaría en una matanza tan descomunal si el blanco, la señora Hunt, supiese quién estaba detrás del asesinato de Kennedy, algo que no puedo permitir que salga a la luz. O, dos: Nixon o Kissinger son topos del KGB y el blanco tiene pruebas de ello. O, tres: algunos elementos nuestros se las han ingeniado para zambullirse en el estanque de la Reserva Federal.
—¿Qué tiene que ver la Reserva Federal con Dorothy Hunt? —Mi querido Harry, recuerda quiénes más tenían oficinas en el edificio Watergate allá por junio de 1972. La Reserva Federal tenía una en el séptimo piso, justo encima de la Comisión Nacional del Partido Demócrata. ¿Qué te hace pensar que McCord escuchaba clandestinamente a los demócratas? Podía haber estado usando el techo del sexto piso para poner micrófonos en el suelo del séptimo. McCord no es un simple monomaniaco de la religión, ya lo sabes. Además, tiene talento.
»Trata de imaginarte entonces cuánto tiempo he estado meditando acerca de todo esto. Han pasado años desde la muerte de Dorothy Hunt, y todavía sigo sin poder sacarme de la cabeza este asunto de la Reserva Federal. Si alguno de los nuestros estaba poniendo micrófonos en el séptimo piso entonces, tal vez lo sigamos haciendo. Poseer información por adelantado acerca de cuándo planea la Reserva Federal cambiar la tasa de interés, puede valer varios miles de millones, por moderada que sea la estimación. —Se inclinó hacia delante. Me susurró al oído dos buenas palabras—. Grandes Santones —dijo. Luego dio vuelta la silla de ruedas hacia mí—. Tengo montones de encargos que hacerte.
Cerramos el trato con un apretón de manos. Seríamos un par de elefantes solitarios. Como yo había sospechado, Harlot era persona
non grata
en muchas de las oficinas cuyos ficheros necesitaba revisar, y a las cuales yo todavía tenía acceso. Bajo un nombre u otro, estaba escribiendo algunas novelas de espionaje pro CIA, que ya no eran tan populares como antes —los trabajos pro CIA tampoco lo eran, de todos modos—, y al mismo tiempo supervisaba una o dos obras de erudición, además de escribir algún artículo sobre los nuevos aspectos de la vieja amenaza comunista en alguna revista ocasional. Con diversos nombres supuestos me relacionaba con editores comerciales en calidad de agente, autor, editor independiente, e incluso mi seudónimo aparecía en varios libros que no había escrito pero a cuya publicación había contribuido. Por supuesto, hacía varios trabajos que aparecían firmados con nombres supuestos. Si un eminente evangelista viajaba a Europa Oriental o a Moscú, luego recibía llamadas de intermediarios solicitándome que redactara para los patriotas suscriptores del
Reader's Digest
, en un inglés estadounidense de homilía, las divagaciones previamente grabadas. Me burlo de mi obra publicada, y es justo que lo haga. Mi obra seria me ha costado mucho más.
Efectivamente, entonces yo ya era, en Langley, una leyenda semicómica de mí mismo. Durante años, desde mi regreso de Vietnam, había estado trabajando, primero bajo las órdenes de Harlot, luego —después de la ruptura— por mi cuenta, en una obra monumental sobre el KGB cuyo título provisional era
La imaginación del Estado
. Había creado grandes expectativas, primero en Harlot, luego en otros. Sin embargo, el trabajo nunca fue verdaderamente iniciado. Demasiado monumental. Las notas proliferaban, pero, después de más de una década, la redacción apenas si había avanzado. Me hallaba empantanado en medio de la confusión, la falta de deseo y demasiados trabajos literarios menores. Hace unos años, en el más absoluto secreto —ni siquiera se lo dije a Kittredge— abandoné
La imaginación del Estado
por el trabajo literario que realmente quería hacer, una memoria detallada sobre mi vida en la CIA. Este libro progresaba rápidamente. En el par de días que le podía dedicar por semana ya había sido capaz de describir mi infancia, mi familia, mi educación, mi preparación profesional y mi primer trabajo de verdad, una breve misión en Berlín, allá por 1956. Luego cumplí con mi puesto de servicio en Uruguay y después realicé una misión prolongada en Miami, durante el período en que librábamos nuestra guerra no declarada contra Castro.
Pensaba que mis memorias estaban decentemente escritas (aunque mi único crítico era yo), y me sentía tentado de llamarlas novela. Era intolerablemente sincero. Incluía material acerca de varios de nuestros intentos de asesinato. Algunos eran de conocimiento público, pero un buen número de ellos seguían siendo información confidencial. Estaba confundido. Esta larga autobiografía, llamémosla mi novela, por así decir, aún no me había llevado a Vietnam, ni de regreso a mi trabajo en la Casa Blanca en la época de Nixon a comienzos de los años setenta. Tampoco hablaba de cuando fui amante de Kittredge ni de nuestro casamiento. Había logrado atravesar la mitad de una gran extensión (mi pasado) y si lo digo así, es porque no veía cómo publicar el manuscrito, el Alfa, como lo llamaba yo, y cuyo título provisional era
El juego
. Por supuesto, el nombre no importaba. Debido al compromiso que adquirí cuando ingresé en la Agencia, no podía publicarse, simplemente. El departamento legal de la Agencia jamás permitiría que el libro llegara a manos del público. No obstante, soñaba con que
El juego
brillara en los escaparates de las librerías. Mis deseos literarios eran sencillos. Incluso me deprimía cuando pensaba en la magnitud del trabajo. ¿Sería yo el primero en crear un manuscrito que tendría que circular de mano en mano como una especie de
samizdat
estadounidense? ¿Podría dar ese paso decisivo? Porque en caso contrario, me estaba engañando a mí mismo ante mí mismo. Ese tipo de autoengaño es como plantarse ante el espejo y no querer mirarse a los ojos.
De cualquier manera, como mis colegas de la Compañía sólo sabían que mi trabajo sobre el KGB no progresaba, se me trataba (y la CIA es buena para eso) como a uno de esos tipos melancólicos. Es lo mismo que ser un chico improductivo en el seno de una familia grande y talentosa. En efecto, me alentaban para que trabajase durante períodos semisabáticos, que duraban semanas y a veces meses, en mi casa en Maine. Y si bien por una parte estaba lleno de resentimiento, por otra me sentía feliz al poder alejarme de esos suburbios de Virginia. Por supuesto, siempre fingía llevarme a Maine, a la Custodia, partes de
La imaginación del Estado
, pero cuántos viajes tuve que hacer a Langley, cuántas extrañas notas tuve que buscar para Harlot junto a documentos que yo necesitaba para llevar adelante una búsqueda intelectual legítima y minuciosa. Administrativamente hablando, mi necesidad de saber era demasiado compleja para llamar la atención de alguien. Hacía tanto tiempo que andaba por ahí, que todos preferían ignorar mi existencia. Me veían como a una persona ensimismada en la construcción de su nido, lo cual permitía que me llevase copias de documentos confidenciales junto a montones de papeles que estaba autorizado a retirar. Podía costarme caro si me pillaban con todo ese material candente que le pasaba a Harlot. Lo verdaderamente irónico es que hacía ese largo viaje entre Maine y Washington en busca del pan consagrado, pero lo entregaba a veinte kilómetros de distancia de Langley, en una pequeña casa de campo de Virginia hasta la que Harlot se desplazaba y que en el pasado había compartido con Kittredge.
Sí, teníamos una misión: los Grandes Santones. Y yo arriesgaba el cuello, es decir, mi trabajo, mi pensión, mi libertad. En el horizonte posiblemente estuviera esperándome la cárcel. Por nada del mundo podía confiar en los sentimientos de Harlot hacia mí. Y a pesar de ello, me había entregado a él signando mi destino. Hay mayor número de metástasis en la culpa que en el mismo cáncer. Recuerdo haber musitado algo acerca del poder de esta premisa mientras avanzaba por la carretera de Maine.
La verdad es que después de la tensión de conducir sobre el hielo, ahora llevaba el coche con tal tranquilidad impía que no pude por menos que asombrarme ante mi buen estado físico y mental. El camino era el lecho de mis pensamientos, y me condujo por la oscura carretera entre Bucksworth y Ellsworth. Cuando pasé junto a Sears las casas me parecieron tan blancas bajo la luz de los faros del coche como los huesos de indios muertos hacía ya mucho tiempo.
Dejé atrás una pastelería Dairy Queens cerrada y el último McDonald's. La luz del centro comercial de Ellsworth se reflejó en el parabrisas como si proviniera de un cristal hecho pedazos; las manchas de aceite del aparcamiento vacío brillaban en medio del vapor y la niebla. Crucé a veinte kilómetros por hora el corto puente entre Tremont y la isla de Mount Desert, y volví a entrar en una nube. De nuevo no pude ver más allá de las plateadas gotitas de niebla que bailaban ante mí en la luz de los faros. Tendría que arrastrarme los últimos quince kilómetros a lo largo del camino que pasa por Prettymarsh, pues la línea que divide la calzada hace tiempo que se ha borrado.
En la mitad occidental de Mount Desert no hay ciudades tan bellas como Northeast Harbour, Bar Harbour o Seal Harbour; de hecho no existe nada verdaderamente notable en nuestra mitad occidental. A la luz del día puede verse que el camino serpentea a través de kilómetros de matorrales y árboles de segundo crecimiento. Nuestras montañas más cercanas son boscosas y presentan unos cuantos puntos desde donde admirar el paisaje. Por lo general, nuestros pantanos y estanques están cubiertos de algas amarillentas. Nuestros pueblos —Bass Harbour, Seal Cove— son de trabajadores; los caseríos, pobres. A menudo no están formados más que por cuatro o cinco caravanas, dos o tres casas de madera y una oficina de Correos en un edificio de ladrillos, junto a la carretera. No siempre hay señales en los caminos.
Pero como conozco cada curva, giré a la derecha aun cuando no hubiese señal que lo indicara y cogí el sendero de tierra al cabo de cuyos tres kilómetros se encuentra el muelle donde amarramos nuestro bote. Seguí adelante. Pasé junto a las casas de los pescadores de langostas, los jardincitos llenos de neumáticos viejos y toda clase de hierros oxidados. No había una sola luz encendida. Pasé junto a una vivienda que nunca me gustó, consistente en dos caravanas unidas por un cobertizo. Gilley Butler —el hombre que llevó el sobre a Kittredge ese mismo día— y su hijo, Wilbur Butler, vivían allí con sus hembras, cachorros y un surtido de patanes de lo más variado. Tres siglos atrás, en Inglaterra los Butler habrían sido colgados por cazadores furtivos, y aquí, puestos en la picota. Sólo diré que Butler padre tuvo unas discusiones salvajes con mi padre; lo mismo sucedió entre Wilbur Butler y Hugh Montague. En años recientes, Wilbur se había convertido en un rostro familiar para la Policía y los tribunales. Había dado una paliza terrible a una mujer que lo había descubierto robando en su caravana. Cuando pasé frente a su casa me di cuenta de que no sabía si Wilbur estaba aún en la penitenciaría estatal. En la oficina de Correos había oído rumores de que pronto sería puesto en libertad, posibilidad que no me alegraba para nada. En las contadas ocasiones en que su coche se había cruzado con el mío en el camino de tierra, me había dirigido unas miradas tan quintaesencialmente hostiles que una vez pasé una hora en la biblioteca de Bar Harbour estudiando la genealogía de los Butler.
Eran una antigua familia de Mount Desert. Durante quince generaciones habían sido indigentes o semiindigentes, y la mitad de los hijos habían sido bautizados de forma dudosa. Fue por esto que no pude disipar la presunción de que estaban ilegalmente relacionados con Augustus Farr, aunque sí encontré, por lo menos, el diario de Damon Butler, primer oficial de la tripulación de Farr, que había escrito acerca de la «práctica de la piratería» por parte de éste. En todo caso, cada vez que pasaba junto a esas dos caravanas conectadas por el sucio cobertizo me preparaba para algo desagradable. En torno a las rotas trampas para langostas flotaba una nube de noches de borracheras, peleas a puñetazos, pisadas de botas, sangre vieja y vómitos. Abundaban las latas de cerveza, vacías como conchas de almejas.