El fantasma de Harlot (65 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

—Quisiera escuchar un buen chiste —dijo—. Cuéntame uno.

Crosby nos había proporcionado uno esa mañana, pero yo no estaba seguro de que le pareciera bueno.

—¿Por qué los bautistas no hacen el amor de pie? —pregunté.

—¿Por qué?

—Porque la gente podría creer que están bailando.

—Qué perverso eres. Ay, ay. —Le había gustado—. Bien, lo haré. Permitiré que Howard Hunt departa con sus superiores. Cuando Hugh consulte la lista (algo que según él nunca hace) le diré que fue idea mía, para que tengas un buen comienzo en América del Sur. Harry, no le digas que fuiste tú quien me lo pidió. Bajo ninguna circunstancia. Hugh cree que soy insobornable. Y hablo en serio —dijo, como si pudiera ver que yo estaba sonriendo.

—Lo juro.

—No le gusta que la gente se valga de mí para llegar hasta él.

—Lo juro.

—Ah, no sabes cuánto te haría pagar por esto.

4

—La semana pasada —dijo Harlot— hicimos una gira por el espionaje. En ese campo, la esencia son los hechos. Hoy nos referiremos al mundo más complejo del contreaespionaje, cuya esencia son las mentiras. O quizá deberíamos decir las inspiraciones. En esta empresa los actores son, por lo general, aventureros, aristócratas y psicópatas. Sin embargo, estas personas constituyen sólo la mitad del equipo. Su equivalente menos visible está formado por un sistema de apoyo listo para dedicar una atención constante a los detalles. Los sinvergüenzas y los estudiosos trabajan en colaboración. Las dificultades no pueden subestimarse. Así como un hombre honesto se siente seguro hasta que miente (ya que sus oportunidades para relacionarse con la falsedad son escasas), un mentiroso está seguro hasta que es lo suficientemente tonto para decir la verdad. No se puede atrapar a un mentiroso total. Puede decir, por ejemplo, que él y una joven dama estuvieron en la ópera el jueves por la noche en el palco tres, y si uno le dice que eso es imposible porque el palco tres pertenece a un buen amigo que fue a la ópera el jueves y ocupó ese mismo palco, solo, como de costumbre, el mentiroso nos mirará a los ojos y nos dirá que él no dijo el palco tres, sino el trece, y lo dirá con tanta seguridad que uno le creerá. El mentiroso tiene una vida tan simple como el hombre honesto.

Me sorprendió el rumor de asentimiento proveniente de los magnates. Rieron como si se tratara de un asunto sobre el cual tuvieran un derecho privado.

—Por supuesto, en el contraespionaje no nos podemos dar el lujo de la prevaricación desenfrenada. Por el contrario, decimos la verdad casi todo el tiempo, pero lo hacemos bajo el paraguas de una gran mentira: simulamos que el agente que lleva los secretos de la Compañía a nuestro oponente está al servicio de éste, cuando, en realidad, es uno de los nuestros. Eso se llama contraespionaje libre, o sin trabas. No obstante, lo encontramos más en la teoría que en la práctica. Tanto nosotros como el KGB nos hemos perfeccionado de tal forma que nos resulta difícil mentirnos mutuamente. Si un desertor polaco se nos acerca con el deseo de que lo llevemos a los Estados Unidos, bien, como muchos de nosotros sabemos, le diremos que se gane sus alas transatlánticas permaneciendo en su ministerio en Varsovia en calidad de agente nuestro durante un par de años. Supongamos que acepta nuestra oferta. Desde el momento en que lo hace, estamos obligados a desconfiar de él. ¿No lo habrá captado alguien antes que nosotros? Lo ponemos a prueba. Le pedimos que consiga información que debería estar fuera de su alcance. Si es de confiar, nos dirá que no pudo lograrlo. Pero ¿qué ocurre si trae la información? Sabemos que es correcta porque ya la hemos obtenido de otra fuente. De modo que seguimos poniéndolo a prueba. Vuelve a pasar la prueba siguiente, lo que significa que es demasiado eficiente, de modo que dudamos. ¿Lo abandonamos? No. Mientras creamos que el KGB supone que nos está engañando, tenemos un instrumento. Podemos enviar a los rusos en una dirección equivocada requiriendo precisamente documentos que confirmarán conclusiones erróneas referidas a nuestras necesidades. Por supuesto, se trata de algo delicado. No podemos violar demasiado lo que ellos ya saben acerca de nosotros, o se darán cuenta de que estamos utilizando a su agente.

»¿Oigo suspiros? La complejidad de esto no es nada comparada con la cenagosa situación real. Hay tantas posibilidades de juego que el único límite impuesto al contraespionaje es la extensión de nuestros recursos humanos. Se requiere una multitud de oficiales de Inteligencia para examinar el valor que para nosotros tiene cada secreto verdadero que enviamos al otro bando como sacrificio en pro del bien mayor de encausar la determinación del enemigo en la dirección equivocada. Tantas personas adiestradas están involucradas en el examen del mérito de estas mentiras calculadas, que las operaciones del contraespionaje, a menos que impliquen un gran logro, tienden a disminuir. El olor desagradable proveniente de estas actividades no es azufre, sino el humo que despiden nuestros circuitos sobrecargados.

Para mi consternación, en ese momento decidió intervenir el futuro jefe de estación destinado al Uruguay.

—¿Me permite una observación? —dijo.

—Por favor —respondió Harlot.

—Mi nombre es Howard Hunt, y acabo de regresar de una misión como oficial encubierto de operaciones en el norte de Asia, con base en Tokyo. Mi próximo destino es Montevideo, como jefe de estación, y si perdona la interrupción, señor...

—Es libre de hablar —dijo Harlot—. Hasta los niños pueden hacerlo aquí.

—Bien —dijo Hunt—. Creo expresar el punto de vista de algunos de los aquí presentes cuando digo, con el debido respeto, que no ha sido así donde yo he actuado, al menos en la parte de la operación que me fue encomendada.

—Señor Hunt —le dijo Harlot—, estoy seguro de que no ha sido así en su experiencia, pero, créame, donde estoy es tal como lo describo.

Para mi sorpresa, Hunt no se dejó amilanar.

—Señor —dijo—, el tema es apasionante. Estoy seguro de que ustedes proceden con gran delicadeza. Y, ¿quién sabe? Algunos de los oficiales jóvenes aquí presentes alcanzarán su nivel algún día. Lo respeto. Pero, hablando francamente, eso no me sirve de gran ayuda.

Me sorprendió el rumor de aprobación que oí a mis espaldas. Los visitantes, muchos de ellos invitados por el señor Dulles, constituían un público menos homogéneo de lo que yo esperaba. Hunt, alentado por estas muestras de apoyo, siguió hablando:

—Trabajo con muchos extranjeros —dijo—. En algunos confío, en otros no; las cosas salen bien, o salen mal. Aprendemos a aprovechar la situación tal cual se da. No hay tiempo para ajustes finos.

Nuevamente se oyó el rumor de aprobación.

—Se está usted refiriendo al juego sucio —dijo Harlot.

—Es una manera de llamarlo.

—No hay nada malo en ello —convino Harlot—. En ocasiones las jugarretas resultan imprescindibles. Después de todo, mucho de lo que enseño aquí tendrá que ser dado vuelta porque, ¡bum!, la explosión tiene, o no tiene, lugar. Estamos a merced de los dioses. —Al ver la expresión del rostro de Hunt, Harlot agregó—: ¿Le gustaría una proyección de lo que digo?

—Por favor —respondió Hunt.

—Sí —convinieron algunos de los presentes.

—En ese caso —dijo Harlot—, puede valer la pena echar un vistazo a las operaciones en el nivel básico. Permítaseme postular a un pobre árabe conspirador que una mañana se encuentra en su casa limpiando el arma con la esperanza de poder liquidar a un líder árabe un poco más tarde ese mismo día. Este asesino trabaja en equipo con otro conspirador, igualmente pobre, que en ese momento está tratando de robar un vehículo para la operación. Este segundo individuo, como la mayoría de los ladrones, es impulsivo. Mientras busca el vehículo apropiado, pasa frente a un tenderete en el que venden hamburguesas árabe-americanas. Detrás del mostrador hay una hermosa joven morena. Ha sido bendecida con un par de hermosos melones debajo de su blusa. El ladrón cree que debe pasar un tiempo estudiando esos melones de cerca. De modo que se entretiene con la muchacha de las hamburguesas. Cuando finalmente logra robar un coche y regresa a la base, es tarde. Nuestros asesinos, por lo tanto, no están en la esquina precisa en el momento exacto en que se presume que pasará el líder árabe. Pero nuestros conspiradores no saben lo afortunados que son. El líder árabe tiene su personal de Inteligencia, que se ha infiltrado en la célula a la que pertenecen. Si nuestros conspiradores hubieran llegado en el momento debido, habrían perecido en una emboscada sin llegar a ver al líder. Se ha elegido otro trayecto para él. En este momento, por casualidad, el coche del líder árabe se detiene ante el mismo semáforo donde se encuentran los conspiradores, que todavía siguen recorriendo las calles, desesperados y furiosos por su fracaso. Al ver a su blanco, el pistolero salta del coche robado, da un grito, y
voilà
! el atentado tiene éxito. ¿Quién, si no el Señor, puede deshilvanar las hebras de tamaña coincidencia? Sospecho, no obstante, que esto nos deja una moraleja. Los operativos sucios, cuando son planeados con demasiada precisión, salen mal, por lo general. Eso se debe a que somos imperfectos y, en el peor de los casos, actuamos como agentes secretos del caos.

—Señor Montague, correré el riesgo de hablar acerca de mí mismo —dijo Hunt— pero debo decirle que desempeñé un papel considerablemente importante en nuestra exitosa operación contra Jacobo Arbenz, en Guatemala. Debo recordarle que con sólo un puñado de gente logramos derrocar una dictadura de izquierdas. Yo no describiría nuestro éxito como caos. Fue bellamente planeado.

—Si bien no estoy muy enterado acerca de Guatemala —dijo Harlot—, he oído lo suficiente para creer que el triunfo se debió a un poco de suerte y a otro poco de coraje. No estoy diciendo que ustedes no contribuyeran de manera decisiva. Caballeros, reitero: dadme un golpe exitoso y os señalaré su padre, un plan mal concebido.

Se produjo una conmoción.

—Tonterías, Hugh —dijo Dulles —. Una visión cínica de la cosas.

—Va demasiado lejos —dijo uno de los notables a quien no conocía.

—Basta de eso, Montague —dijo otro.

—Hugh, danos ejemplos menos rebuscados que ése de los árabes —dijo Dulles.

Estaba instalado en un gran sillón de piel, con un pie, calzado con una pantufla, apoyado sobre un taburete acolchado. Su bastón descansaba en un paragüero de cerámica, a su lado. Parecía irritado. Logré ver una nueva faceta de la personalidad de nuestro director. En ocasiones como ésta, parecía dispuesto a dar bastonazos al aire.

—Un ejemplo concreto —dijo Harlot— podría causar mayor consternación.

—No es la consternación lo que preocupa a nuestros buenos amigos aquí presentes —dijo Dulles— sino la ausencia de lo particular.

—Muy bien —dijo Harlot—, echemos un vistazo al túnel de Berlín. He ahí una operación de gran envergadura.

—Sí, denos su opinión acerca del túnel —dijo Richard Helms —. Estemos o no de acuerdo, tiene que ser algo de considerable valor para todos nosotros.

Hubo un aplauso, como si Helms, con sus palabras, hubiera sacado el coche del discurso de la cuneta, y lo hubiese puesto otra vez en el camino.

—En ese caso, volvamos por un instante a lo fundamental —dijo Harlot.

Si bien durante el altercado no se había mostrado incómodo, ahora que la situación volvía a estar bajo su control, su voz recobró el timbre natural.

—Desde una perspectiva histórica, el acopio de información solía preceder a las operaciones; la inteligencia obtenida dirigía la empresa. Sin embargo, hoy se inician las operaciones con el fin de adquirir inteligencia. Ésta es una inversión del orden original, y puede resultar tan desconcertante como enormemente perjudicial. El invierno pasado, cuando el túnel de Berlín aún funcionaba, cientos de traductores trabajaban con la inmensa producción de tráfico telefónico y cablegráfico entre Berlín Este y Moscú. El esfuerzo era análogo a la extracción de un gramo de radio de una montaña de uranio.

Hubo comentarios de aprobación provenientes del público.

—Bien —continuó Harlot—, nuestra gigantesca operación se desmorona de repente. No sabemos cómo. Un día, en abril último, vehículos militares soviéticos convergen en el extremo del túnel, en Berlín Este, y en pocos minutos empiezan a excavar hasta que llegan al lugar preciso donde hemos hecho la conexión con su cable. Los rusos hacen todo lo posible para que nos enteremos de que han sido informados. Saben que nuestras dos preguntas siguientes tienen que ser: «¿Por quién?» y «¿Cuándo?» Preguntas terribles cuando se desconocen las respuestas. Bajo el mero vigor estremecedor de CATÉTER hemos enterrado las cuidadas disciplinas del espionaje, el contraespionaje y la contrainteligencia. Aun así, debemos intentar la búsqueda de respuestas. Para la pregunta referida a
quién
, tenemos opciones. Dada la envergadura de la operación, la seguridad tuvo que ser extrema, pero alguien en el KGB, o en el SSD, pudo haber obtenido información de uno de nuestros técnicos. La contrainteligencia explora la posibilidad con la esperanza de que no haya que hacer frente a suposiciones todavía más perjudiciales. Pues la opción siguiente es abominable. ¿Se trata de un topo infiltrado en el MI6? ¿En el BND? ¿O de alguno de los nuestros? Si se trata de recorrer estos senderos, los analistas tardarán años para no recoger, quizá, más que sospechas sobre oficiales totalmente confiables hasta entonces.
Quién
, por lo tanto, es una pesadilla.

»
Cuándo
es todavía peor.
Cuándo
postula la siguiente pregunta: ¿Desde cuándo antes de decidirse a descubrir el túnel están enterados los rusos de la existencia del mismo? Si sólo se trata de una semana, o de un mes, el daño no ha sido importante: tuvieron que improvisar rápidamente para pasarnos información falsa por las líneas telefónicas. En ese caso, podríamos ignorar la información recogida en la última semana, o en el último mes. Pero la construcción del túnel llevó más de un año. Después de eso, estuvo en funcionamiento once meses y once días. Si los rusos se enteraron de su existencia mucho antes, tuvieron, por cierto, la posibilidad de crear una montaña de información falsa. En ello reside, precisamente, el genio soviético. Por lo tanto, nos encontramos ante un verdadero dilema. Mientras nuestros emigrados rusos trabajan traduciendo, labor que puede llevarles dos años más sólo para procesar el material atrasado que se posee, nosotros no sabemos si podemos confiar en esa información. Si al menos pudiéramos calcular la fecha probable en que empezó a introducirse información falsa, podríamos interpretar lo que los rusos quieren que creamos. En cambio, estamos obligados a contemplar las vísceras y tratar de adivinar.

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