El faro del fin del mundo (14 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras,Clásico

De no haberlo impedido la bruma, la goleta hubiera podido partir aprovechando el reflujo de la mañana. Efectivamente, todo estaba dispuesto a bordo: cargamento completo, víveres en abundancia, los que procedían del Century y los que se habían retirado del almacén del faro, en el que no quedaba más que el mobiliario y los utensilios, con los que Kongre no había querido abarrotar más la cala. Aunque se había aligerado de parte de su lastre, la goleta calaba más de lo normal y no hubiera sido prudente rebasar todavía algunas pulgadas su línea de flotación.

Poco antes de mediodía, en tanto se paseaban cerca del faro, Carcante dijo a Kongre:

—La niebla empieza a levantarse y pronto el mar quedará despejado. Con estas brumas suele calmarse el viento y el mar.

—Creo que al fin saldremos —contestó Kongre—, y que nada dificultará nuestra navegación hasta el estrecho.

—No más allá —dijo Carcante. Sin embargo, Kongre, la noche será obscura; estamos apenas en el primer cuarto de luna.

—Poco importa. Carcante; no me hacen falta la luna ni las estrellas. Conozco toda la Costa norte y espero doblar los islotes New-Year y el cabo Colnett a buena distancia para no tropezar con sus rocas. —Mañana habremos perdido de vista el cabo San Bartolomé, y espero que cuando llegue la noche la Isla de los Estados habrá quedado a unas veinte millas a popa.

—Ya es hora, Kongre, después del tiempo que llevamos aquí. —¿Es que lo lamentas, Carcante? —No, ahora que todo ha concluido, que hemos hecho fortuna, que un buen barco nos va a llevar con sus riquezas. Pero ¡mil diablos! yo creí que todo estaba perdido cuando la Maule…, no la Carcante, fondeó aquí con una vía de agua. Si no hubiéramos podido reparar las averías, ¡quién sabe el tiempo que todavía hubiésemos tenido que permanecer en la isla!… A la llegada del «aviso» hubiéramos tenido que volvernos al cabo de San Bartolomé.

—Si —contestó Kongre, cuya feroz fisonomía se obscurecía—, y la situación hubiera sido más grave todavía. Al ver el faro sin torreros, el comandante del Santa Fe hubiera tomado sus medidas, hubiera practicado pesquisas… Seguramente registraría toda la isla, y quién sabe si lograría descubrir nuestro refugio… Y luego que acaso se le uniera el tercer torrero que se nos ha escapado.

—Por este lado no tengas temor alguno, Kongre: no hemos encontrado sus huellas. ¿Y cómo, sin ningún recurso, ha podido vivir cerca de dos meses?… Pues hay que tener en cuenta que pronto hará dos meses que la Carcante fondeó en la bahía de Elgor; y a menos que ese individuo haya vivido todo ese tiempo de pescado crudo…

—Después de todo, nosotros habremos partido antes de la llegada del «aviso», que es lo importante.

—El Santa Fe no debe llegar hasta dentro de ocho días lo menos, a juzgar por el libro del faro —declaró Carcante.

—Y en ocho días —añadió Kongre— estaremos lejos del cabo de Hornos, en ruta hacia las Salomón o las Nuevas Hébridas.

—Por supuesto, Kongre. Voy a subir por última vez a la galería para observar el mar. Si hay algún barco a la vista…

—¡Qué nos importa! —le interrumpió Kongre, encogiéndose de hombros—. El Atlántico y el Pacífico son de todo el mundo. La Carcante tiene sus papeles en regla; yo me he ocupado de que así sea, y puedes estar tranquilo. Y aunque encontráramos el Santa Fe a la entrada del estrecho, le enviaríamos nuestro saludo, pues nunca está de más la cortesía.

Como se ve, Kongre confiaba en el éxito. Verdad es que todo parecía favorecerlo.

En tanto que su capean descendía hacia la playa, Carcante subió la escalera que conduce a la galería del faro, y permaneció en observación durante una hora.

El cielo aparecía ya completamente despejado, y la línea del horizonte se dibujaba con toda claridad.

Aunque el mar estaba un poco agitado todavía, el oleaje no era lo suficientemente violento para dificultar la reparación de la goleta. Además, en cuanto el barco estuviera en el estrecho encontraría la mar bella, y navegaría como por un río al abrigo de la tierra y con viento de popa.

En alta mar no apareció más que un barco, que navegaba hacia el océano Pacifico y no tardó en desaparecer.

Una hora más tarde, Carcante tuvo un momento de inquietud, que pensó comunicar a Kongre.

Una lejana columna de humo apareció hacia el nordeste. Era un vapor que se dirigía hacia la Isla de los Estados, o hacia el litoral de la Tierra del Fuego.

Las conciencias de los criminales se sobresaltan por cualquier cosa.

Bastó una humareda lejana para que Carcante experimentase serias emociones.

—¿Será el «aviso»? —se preguntó asustado.

Era el 25 de febrero, y el Santa Fe no debía arribar hasta los primeros días de marzo. ¿Habría adelantado el viaje? Si era él, antes de dos horas estaría a la altura del cabo San Juan… Entonces todo perdido… Era necesario renunciar a la libertad en el preciso momento de conquistarla, y volver a la espantosa existencia del cabo San Bartolomé.

A sus pies. Carcante veía la goleta que se balanceaba graciosamente. Todo estaba dispuesto. No tenia más que levar el ancla para zarpar… Pero no le hubiera sido posible hacerlo con viento contrario y marea ascendente, y era necesario esperar dos horas y media

Imposible, pues, hacerse a la mar antes de la llegada del «aviso», si era el Santa Fe aquel barco que estaba a la vista de la isla.

Carcante soltó un Juramento que le ahogaba. No quiso, sin embargo, alarmar a Kongre, muy ocupado en los últimos preparativos, antes de asegurarse por completo, y continuó en observación en la galería del faro.

El barco se aproximaba rápidamente, porque tenía a su favor la corriente y la brisa. El vapor forzaba la marcha, a Juzgar por la espesa humareda que despedía, y, de seguir aquella velocidad, no tardaría en llegar a la altura del cabo.

Carcante iba siguiendo con ansiedad la marcha del barco, y su inquietud aumentaba a medida que disminuía la distancia del vapor a la costa. Esta distancia quedó bien pronto reducida a pocas millas, y el casco del navío se hizo visible.

En el momento que los temores de Carcante eran más vivos, desaparecieron como por encanto. El vapor hizo una maniobra para ganar el estrecho, y el bandido pudo observar que se trataba de un barco de 1.200 a 1.500 toneladas, y que no era posible confundir con el Santa Fe.

Todos los de la banda conocían perfectamente el «aviso» por haberle visto varias veces durante su prolongada escala en la bahía de Elgor.

Carcante respiró tranquilo, y se alegró de no haber alarmado inútilmente a sus compañeros. El segundo de la banda permaneció todavía una hora en la galería, hasta que vio desaparecer el vapor hacia el norte de la isla, a una distancia excesiva para poder enviar su número al faro, señal que desde luego hubiera quedado sin correspondencia.

Cuarenta minutos después, el vapor, que navegaba con una velocidad de lo menos doce nudos por hora, desaparecía a la altura de la punta Colnett.

Carcante bajó a la playa, después de haberse asegurado que ningún otro barco aparecía en toda la extensión del mar.

Se acercaba la hora de la marea baja. Era el momento fijado para la salida de la goleta. Los preparativos estaban terminados; las velas prestas a ser izadas.

A las seis, Kongre y la mayor parte de sus compañeros estaban a bordo. Poco después, el bote conducía a los que aún estaban en tierra.

La marea empezaba a bajar lentamente. Ya se descubría el lugar donde la goleta había estado durante las reparaciones. Del otro lado de la caleta, las rocas mostraban sus cabezas puntiagudas. Una ligera resaca iba a morir en la arena de la playa.

Había llegado el momento de zarpar, y Kongre dio la orden de levar el ancla.

Las velas fueron orientadas, y la goleta comenzó lentamente su movimiento hacia el mar.

El viento soplaba de estesudeste, y la Carcante doblaría sin dificultad el cabo San Juan.

Kongre, que conocía perfectamente la bahía, estaba seguro que ningún peligro le amenazaba, y con la mano en el timón, dejaba que la goleta fuera aumentando su velocidad.

A las seis y media, la Carcante no estaba más que a una milla de la extrema punta. Kongre veía todo el mar, hasta el límite del horizonte. El sol iba descendiendo hacia su ocaso, y bien pronto las estrellas brillarían en el cenit, que se ensombrecía bajo el velo del crepúsculo.

Carcante se aproximó en aquel momento a su Jefe.

—¡Al fin vamos a vernos fuera de la bahía! —dijo con satisfacción.

—Dentro de veinte minutos doblaremos el cabo San Juan —contestó Kongre—. La estación está ya muy avanzada, y creo que podemos contar con la persistencia de estos vientos del este.

En aquel momento, el hombre de guardia, exclamó:

—¡Atención a proa!… —¿Qué ocurre?— preguntó Kongre.

Carcante acudió para ver lo que pasaba.

La goleta pasaba precisamente por frente a la caverna donde la banda había vivido tan largo tiempo.

En este lugar de la bahía derivaba parte de la quilla del Century, rechazada hacia el mar por el reflujo. Un choque hubiera podido tener lamentables consecuencias, y no había instante que perder para apartarse de este obstáculo. Kongre viró ligeramente. La maniobra produjo el efecto deseado, pues apenas si la quilla de la Carcante rozó aquel pedazo del casco del Century. En aquel preciso momento, un agudo silbido desgarró el aire, y un violento choque hizo estremecerse a la goleta, seguido inmediatamente por una detonación.

Al mismo tiempo se elevó del litoral una humareda blanquecina que el aire rechazó hacia el interior de la bahía,

—¿Qué es esto? —exclamó Kongre.

—¡Han disparado contra nosotros! —contestó Carcante.

—¡Toma la barra! —ordenó Kongre.

Y precipitándose a babor, se inclinó sobre la borda, advirtiendo un agujero en el casco, a medio pie de altura sobre la línea de flotación.

Toda la tripulación se agrupó inmediatamente en la proa de la goleta.

¡Era un ataque procedente de aquella parte del litoral!… Un proyectil que la Carcante recibía en su flanco en el momento de salir de la bahía, y que si le hubiera dado un poco más abajo seguramente la hubiese echado a pique.

Se comprenderá fácilmente la Sorpresa y el espanto que produjo a bordo tan inesperada agresión.

¿Qué podían hacer Kongre y sus compañeros?… ¿Echar el bote al agua remar hacia la orilla y apoderarse de los que habían disparado contra ellos?… Pero ¿no serían los enemigos superiores en número?

Lo más cuerdo era alejarse, a fin de reconocer la importancia de la avería.

Se imponía esta determinación, tanto más que los agresores persistían.

Se alzó otro fogonazo en el mismo sitio, y la goleta recibió un nuevo choque. Un segundo proyectil acababa de herirla un poco más a popa que el primero.

Kongre ordenó precipitadamente virar a estribor. En menos de cinco minutos empezó a alejarse de la orilla, y bien pronto estuvo fuera del alcance de la pieza de fuego.

Ninguna otra detonación volvió a oírse La orilla aparecía desierta liaste la punta del cabo, y era de creer que el ataque no se reproduciría.

Lo que más urgía era comprobar el estado del casco. Este examen no podía hacerse por el interior del barco, porque hubiera sido necesario desembarcar la carga. Pero lo que no dejaba lugar a duda era que los dos proyectiles habían atravesado el casco, alojándose en la cala.

Fue echado al agua el bote, desde el cual Kongre y el carpintero examinaron el casco de la goleta, a fin de ver si podían reparar allí mismo la avería.

Pronto pudieron cerciorarse que los proyectiles habían atravesado hasta la cala. Afortunadamente, no hablan interesado más que la obra muerta.

Los dos agujeros estaban cerca de la línea de flotación. Unos cuantos centímetros más abajo, y se hubiera producido una vía de agua que tal vez no hubiera habido tiempo de cegar antes que la cala se hubiera inundado, y hubiera sumergido la Carcante a la entrada de la bahía.

Seguramente, Kongre y los suyos se hubieran salvado en el bote, pero la goleta se habría perdido sin remisión.

En suma, la avería no era de extrema gravedad, pero de bastante importancia para impedir que la Carcante se aventurase en una larga navegación. Al menor bandazo que diese sobre babor, el agua penetraría en el interior.

Era necesario, por lo tanto, tapar los dos agujeros hechos por los proyectiles antes de continuar la marcha.

—¿Pero quién será el canalla que nos ha enviado esto? —preguntaba reiteradamente Carcante.

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