El faro del fin del mundo (15 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras,Clásico

—Tal vez ese torrero que se nos ha escapado —contestó Vargas—. Acaso, acaso algún superviviente del Century a quien ese torrero habrá salvado. Pero, en fin, para disparar proyectiles hace falta un cañón, y ese cañón no habrá caído de la luna.

—Evidentemente —aprobó Carcante—. No hay duda que procede del barco náufrago. ¡Qué lástima que no hayamos dado con él entre los restos!…

—No se trata ahora de eso —interrumpió bruscamente Kongre—, sino de reparar lo antes posible la avería.

En efecto, no era cosa de entretenerse en discutir acerca del ataque contra la goleta, sino de proceder a las necesarias reparaciones.

En rigor, se la podría conducir a la orilla opuesta de la bahía, a la punta Diegos. Una hora bastaría para ello. Pero en este lugar la goleta hubiera estado muy expuesta a los vientos de alta mar, y hasta la punta Several la costa no ofrecía ningún seguro abrigo.

Kongre resolvió, por lo tanto, volver aquella misma noche al fondo de la bahía de Elgor, donde el trabajo podría llevarse a cabo con toda seguridad y lo más rápidamente posible.

Pero en aquel momento la marea descendía y la goleta no podía vencer el reflujo. Forzoso era esperar la marca ascendente, que no se haría sentir hasta las tres de la madrugada.

La Carcante se balanceaba vivamente por la acción del oleaje, y la corriente amenazaba arrastrarla hasta la punta Several. De vez en cuando se oía el ruido del agua precipitándose por los dos agujeros que los proyectiles habían hecho en el casco.

Kongre no tuvo más remedio que resignarse a echar el ancla a unos cuantos cables de la punta Diegos.

En resumen, la situación era poco tranquilizadora. La noche se echó encima, y bien pronto la oscuridad fue profunda.

Era necesario todo el conocimiento que Kongre tenía de aquellos parajes para no estrellarse contra alguno de los numerosos arrecifes que impiden el acceso a la costa.

Al fin se dejó sentir la marea ascendente. El ancla fue recogida a bordo, y la Carcante, no sin haber corrido serios peligros, fondeó de nuevo en la caleta de la bahía de Elgor.

V. Durante tres días

Fácil es imaginarse a qué grado de exasperación llegarían Kongre, Carcante y los otros. En el preciso momento en que iban a dejar la isla, les había detenido un obstáculo imposible de prever… Y en cuatro o cinco días, tal vez en menos, el «aviso» podría presentarse en la entrada de la bahía de Elgor. Seguramente, de haber sido menos graves las averías de la coleta, Kongre no hubiese dudado en buscas otro fondeadero. Hubiera ido, por ejemplo, a refugiarse en el abra de San Juan, que al doblar el cabo se encuentra en la costa septentrional de la isla. Pero en el estado en que se encontraba el barco, hubiera sido una locura pretender realizar semejante travesía; hubiérase ido al fondo antes de llegar a la altura de la punta. El recorrido había de hacerlo con viento de popa, y el agua no hubiese tardado en invadir la bodega; por lo menos la carga se hubiera perdido irremisiblemente.

Se imponía, por lo tanto, el regreso a la caleta del faro, y Kongre había obrado muy cuerdamente al acordarlo. Durante aquella noche nadie durmió a bordo, dedicándose todos a la vigilancia más estricta, en prevención de un nuevo ataque.

Era de temer que una tropa numerosa, superior a la banda Kongre, hubiera desembarcado en la isla. Tal vez se conociera ya en Buenos Aires la existencia de esta banda de piratas, y el gobierno argentino tratase de destruirla.

Sentados a popa Kongre y Carcante, hablaban de todo esto, mejor dicho, hablaba solamente el segundo, pues Kongre permanecía absorto y no contestaba más que por monosílabos.

Carcante fue el primero que expuso esta hipótesis: la llegada a la Isla de los Estados de soldados argentinos para perseguir a Kongre y sus compañeros. Pero aun admitiendo que su desembarco hubiese pasado inadvertido, no era aquel

procedimiento el de una tropa recular. Lo natural era el ataque inmediato a la plaza, o en caso que les hubiese faltado el tiempo para organizarlo, haber dispuesto a la entrada de la bahía varias embarcaciones para apoderarse de la goleta a su salida, o, cuando menos, para ponerla en la imposibilidad de continuar su ruta. En todo caso, era evidente que no se hubiesen limitado a la única escaramuza de aquellos desconocidos agresores, cuya prudencia demostraba su debilidad.

Carcante abandonó, pues, aquella hipótesis y volvió a la idea de Vargas.

Sí, era evidente que lo único que se proponían los que atacaron a la goleta era impedir que saliera de la isla. Se trataba, indudablemente, algunos supervivientes del Century que se habían encontrado con el torrero, quien les pondría en autos de todo lo sucedido, previéndoles de la próxima llegada del «aviso»…

—¡Pero el «aviso» no está aquí todavía! —dijo Kongre con voz que la cólera hacía temblar—. Antes de su regreso, la goleta estará lejos de la isla.

Era muy improbable, aun admitiendo que el torrero del faro hubiera encontrado a los náufragos, que entre todos sumaran más de tres. ¿Cómo admitir que se hubiesen salvado más de tan violenta tempestad? ¿Y qué iba a poder este puñado de hombres contra una tropa numerosa y bien armada?

La goleta, una vez reparada, ganaría alta mar, saliendo por medio de la bahía. Lo que había ocurrido una vez era preciso procurar que no se repitiera.

No era, pues, más que una cuestión de tiempo. ¿Cuántos días se emplearían en reparar la nueva avería?

Durante la noche no ocurrió incidente alguno, y en cuanto hubo amanecido, la tripulación puso manos a la obra.

El primer trabajo consistía en desplazar la parte de la carga correspondiente al flanco de babor. Se necesitaría lo menos medio día para subir hasta el puente aquella multitud de objetos. No sería necesario desembarcar el cargamento ni dejar en seco la goleta, porque encontrándose los agujeros un poco por encima de la línea de flotación, se conseguiría taparlos sin gran trabajo.

Kongre y el carpintero bajaron a la cala, y he aquí el resultado de su examen:

Los agujeros, situados a dos o tres pies el uno del otro, eran los dos de bordes limpios, como si hubiesen sido hechos con un taladrador. Podrían, por tanto, quedar herméticamente cerrados con trozos de madera.

En suma, no podía decirse que la goleta hubiera experimentado serias averías. No comprometían el buen estado del casco, y podrían ser rápidamente reparadas. —¿Cuándo? —preguntó Kongre.— Entre hoy y mañana todo quedará arreglado.

—¿De suerte que podremos volver a colocar la carga durante la noche y aparejar pasado mañana?

—Seguramente —declaró el carpintero.

Sesenta horas bastarían para las reparaciones, y la partida de la Carcante no se habría al fin y al cabo retardado más que dos días.

Carcante preguntó a Kongre si no se proponía volver al cabo San Juan para, procurar saber qué había sucedido.

—¿Para qué? —contestó Kongre—. No sabemos con quién nos las tenemos que haber, y necesitaríamos ir diez o doce, no pudiendo quedar más que dos o tres al cuidado de la coleta… ¡Y quién sabe lo que ocurriría durante nuestra ausencia!

—Es verdad —convino Carcante—; y luego, ¿qué ganaríamos con eso? Lo importante es dejar la isla lo antes posible.

—Pasado mañana, por la mañana, estaremos en alta mar —declaró terminantemente Kongre.

Había, pues, muchas probabilidades que el «aviso» no arribara antes de la partida de la goleta.

Además. Si Kongre y sus compañeros se hubiesen trasladado al cabo San Juan, no hubieran encontrado restos de Vázquez y John Davis.

He aquí lo que había sucedido. Durante la tarde de la víspera la proposición hecha por John Davis les ocupó por completo. El sitio escogido para emplazar el cañón fue el ángulo mismo de la escollera. Entre las rocas que se amontonaban en aquella punta, John Davis y Vázquez pudieron fácilmente acoplar el afuste; pero, en cambio, les costó un gran trabajo trasportar el cañón hasta el lugar elegido de antemano. Fue necesario atravesar un espacio erizado de puntas rocosas, por donde no era posible arrastrarlo. No había más remedio que levantar la pieza con palancas, lo que exigía mucho tiempo y mucha fatiga.

Serían las seis cuando el cañoncito quedó emplazado de manera que enfilara la entrada de la bahía. John Davis procedió a cargarlo, introduciendo una fuerte cantidad de pólvora que fue atascada con hojas secas, encima de las cuales se colocó el proyectil. Se puso el cebo y la pieza quedó en disposición de hacer fuego en el momento preciso.

John Davis dijo entonces a Vázquez:

—He pensado detenidamente en lo que nos conviene hacer. Es preciso no echar a pique la goleta, pues si así fuera, todos esos canallas podrían ganar la orilla, y tal vez no pudiéramos escapar. Lo esencial es que la goleta se vea precisada a volver a su fondeadero, y permanecer en él algún tiempo para reponer sus averías.

—Estamos conformes —dijo Vázquez—; pero la avería que produzca la bala del cañón puede quedar reparada en una mañana.

—No —contestó John Davis—, porque se verán obligados a desembarcar la carga. Estimo que invertirán lo menos cuarenta y ocho horas, y estamos a veintiocho.

—Y como el «aviso» puede no llegar en una semana —objetó Vázquez—, ¿no sería preferible tirar sobre la arboladura, mejor que sobre el casco?

—Evidentemente, Vázquez; una vez desamparada de su mástil de mesana o de su palo mayor —y no veo medio que pudieran reemplazarlos—, la goleta quedaría retenida por largo tiempo. Pero atinar a su mástil es más difícil que dar en el casco, y es necesario que nuestros proyectiles den en el blanco.

—Sí, es verdad —contestó Vázquez—; tanto más que, si estos miserables no salen hasta la marea de la tarde, que es lo más probable, habrá ya poca claridad. Haga usted, pues, lo que mejor le parezca, Davis.

Vázquez y su compañero no tenían más que esperar, y se apostaron cerca de la pieza, dispuestos a hacer fuego en cuanto la goleta pasara frente a ellos.

Ya se sabe cuál fue el resultado del ataque y en qué condiciones tuvo la Carcante que volver a su fondeadero. John Davis y Vázquez no dejaron su puesto hasta ver que la goleta estaba de nuevo en el fondo de la bahía.

Y ahora lo que les aconsejaba la prudencia era buscar otro refugio en cualquier otro punto de la isla.

Podía suceder, como Vázquez había dicho, que Kongre y una parte de los suyos fueran al cabo San Juan en persecución de los agresores.

Su decisión fue rápidamente adoptada. Dejar la gruta, buscar a una o dos millas de allí un nuevo refugio, situado de tal suerte que pudieran ver todo barco que llegase por el norte. Si el Santa Fe aparecía, se trasladarían al cabo San Juan, para desde allí hacerle señales. El comandante Lafayate les enviaría un bote para recogerlos a bordo, donde le pondrían al tanto de la situación; situación que al fin se desenlazaría, bien que la goleta permaneciera retenida en la caleta, o que, desgraciadamente, estuviera ya en alta mar.

—Dios quiera que esto no ocurra —repetía Vázquez.

A medianoche se pusieron en marcha llevándose las provisiones, las armas y la reserva de pólvora. Siguieron la orilla del mar durante seis millas, aproximadamente, dando la vuelta al abra de San Juan. Después de algunas pesquisas, acabaron, por descubrir una cavidad suficiente para poderse refugiar hasta la llegada del «aviso». Vázquez y John Davis estuvieron en observación. Sabían que la goleta no podía aparejar mientras estuviera subiendo la marea, y estaban tranquilos. Pero con el reflujo volvía la posibilidad que los bandidos se largaran si durante la noche lograban reparar las averías. Seguramente que Kongre no retardaría ni una hora su salida, ante el temor que el Santa Fe apareciera a la vista de la isla.

Ni uno solo de los de la banda apareció en el litoral. Ya se sabe que Kongre había decidido no perder tiempo en pesquisas, que habrían resultado inútiles. Activar el trabajo, terminar las reparaciones en el más breve plazo posible, era lo mejor que podían hacer.

Vázquez y John Davis no observaron novedad alguna durante todo el 1º de marzo. ¡Pero qué largo se les hacía el día!…

Al anochecer, después de observar la bahía y obtener la seguridad que la goleta no había levado anclas, se retiraron a su refugio en busca del reposo, que tanto necesitaban.

Se levantaron al lucir el sol, y sus primeras miradas fueron hacia el horizonte.

Ningún barco aparecía a la vista de la isla. El Santa Fe no se anunciaba por la columna de humo de su chimenea. ¿Estaría dispuesta la goleta para hacerse a la mar? Empezaba el reflujo, y si lo aprovechaban, en una hora habrían doblado el cabo San Juan.

Era inútil pensar en repetir la tentativa de la víspera, porque Kongre estaba ya sobre aviso y tendría muy buen cuidado en pasar fuera del alcance de la pieza.

Se comprende qué de angustiosas inquietudes pasarían Vázquez y John Davis durante todo el tiempo que duró la marea. Hacia las siete se hizo sentir la marea ascendente, y con ella la seguridad que Kongre no podría aparejar hasta por la tarde.

El tiempo estaba hermoso, el viento se mantenía al nordeste y en el mar no quedaban vestigios de la última tempestad. El sol brillaba entre ligeras nubes, muy elevadas, que la brisa no desvanecía.

Un día más de incertidumbre y de alerta para Vázquez y su compañero. La banda no había dejado las inmediaciones del faro y no era probable que ninguno de los piratas se alejase de allí en todo el día. — Esto prueba que esos canallas se afanan en la tarea —dijo Vázquez.

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