El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (62 page)

—¿Lo ha buscado bien? —me preguntó el encargado.

Le dije que sí.

—¿De qué objeto se trata?

—De una bolsa de deporte azul de la marca Nike.

—¿Podría dibujarme esa marca?

Cogí el bloc y el lápiz que me tendía, dibujé el bumerán aplastado del logotipo de Nike y escribí la palabra NIKE encima. Tras dirigirme una mirada suspicaz, el encargado fue pasando entre las estanterías con el bloc en la mano hasta que encontró mi bolsa y me la trajo.

—¿Es ésta?

—Sí.

—¿Tiene algún documento donde consten su nombre y su dirección?

Cuando le entregué el permiso de conducir, el encargado confrontó los datos con los que figuraban en la tarjeta que colgaba de la bolsa. Luego arrancó la tarjeta, la depositó sobre el mostrador junto con un bolígrafo y me dijo:

—Su firma, por favor.

Estampé mi firma en la tarjeta, cogí la bolsa y le di las gracias al encargado.

Había triunfado en mi propósito de retirar el equipaje, pero lo cierto era que la bolsa de deporte Nike no estaba en consonancia con mi aspecto. No podía ir a cenar con una chica acarreando aquella bolsa. Se me ocurrió comprar otra, pero para que cupiera un cráneo de aquel tamaño habría necesitado una maleta de viaje grande o una bolsa para bolos, como las que llevan los asiduos de las boleras. La maleta sería demasiado pesada, y, antes que cargar con una bolsa para bolos, prefería quedarme con la bolsa Nike.

Tras considerar diversas posibilidades, llegué a la conclusión de que lo más razonable era alquilar
un
coche y arrojar la bolsa en el asiento trasero. Así me ahorraba las molestias de andar con la bolsa en la mano y no tenía por qué preocuparme de si ésta conjuntaba con mi ropa o no. Lo ideal sería un elegante coche europeo. No es que los coches europeos me gusten en particular, pero me dio la impresión de que, siendo un día tan especial en mi vida, el coche tenía que estar en consonancia. Hasta ese momento, yo sólo había conducido un Volkswagen que estaba para el desguace y mi pequeño coche japonés.

Entré en una cafetería, pedí las páginas amarillas, marqué con bolígrafo los teléfonos de cuatro agencias de alquiler de coches situadas cerca de la estación de Shinjuku y fui llamando a una tras otra. En ninguna tenían coches europeos. Siendo domingo, y en aquella estación del año, apenas les quedaban coches; además, no alquilaban coches extranjeros. En dos de las cuatro agencias, ya no les quedaba ningún turismo. En otra, sólo les quedaba un Civic. Y, en la última de ellas, un Carina 1800 GT Twin Cam Turbo y un Mark II. La mujer de la agencia me dijo que ambos coches eran nuevos y contaban con equipo estéreo. Como me daba pereza seguir llamando, decidí alquilar el Carina 1800 GT Twin Cam Turbo. Total, me daba lo mismo. A mí jamás me habían interesado gran cosa los coches. Ni siquiera sabía cómo eran el Carina 1800 GT Twin Cam Turbo o el Mark II.

Luego, fui a una tienda de discos y compré algunas cintas de casete.
Grandes éxitos,
de Johnny Mathis;
Noche transfigurada,
de Schönberg, dirigida por Zubin Mehta;
Stormy Sunday,
de Kenny Burrell;
The Popular,
de Duke Ellington; los
Conciertos de Brandemhurgo,
con Trevor Pinnock, y un casete de Bob Dylan que contenía
Like A Rolling Stone.
Una selección de lo más variopinta, pero no quedaba otra solución: a saber qué música me apetecería escuchar cuando subiera al Carina 1800 GT Twin Cam Turbo. Una vez que me sentara en el coche, tal vez me apeteciera escuchar James Taylor. O quizá valses vieneses. O Police, o Duran Duran. O tal vez no me apeteciese escuchar nada. Yo eso no lo sabía.

Metí las seis cintas en la bolsa, fui a la agencia de alquiler de automóviles, pedí que me enseñaran el coche, entregué el permiso de conducir y firmé los documentos. Comparado con el de mi coche, el asiento del conductor del Carina 1800 GT Twin Cam Turbo parecía el sillón de mandos de una lanzadera espacial. Si una persona acostumbrada a ir en un Carina 1800 GT Twin Cam Turbo condujera mi coche, posiblemente se sentiría como en un sitial prehistórico esculpido sobre en el suelo. Introduje la cinta de Bob Dylan en la pletina y, mientras escuchaba
Watching the River Flow,
fui probando uno a uno, tomándome mi tiempo, todos los mandos del salpicadero. Si me equivocaba de mando mientras conducía, las consecuencias podían ser terribles.

Mientras, con el coche detenido, toqueteaba todos los mandos, la simpática joven que me había atendido salió de la oficina, se colocó a un lado del coche y me preguntó si podía ayudarme. Su sonrisa era tan limpia y agradable como la de un buen anuncio de la televisión. Tenía los dientes blancos, la línea de la mandíbula bien dibujada y un color de lápiz de labios bonito.

Le dije que no tenía ningún problema en particular, que sólo estaba probándolo todo para después no tener ningún percance.

—De acuerdo —dijo la joven y volvió a sonreír.

Su sonrisa me llevó a recordar a una compañera de clase de cuando iba al instituto. Una chica inteligente, de carácter franco y abierto. Según había oído, se había casado con uno de los líderes del movimiento revolucionario que había conocido en la universidad y había tenido dos hijos, pero se había marchado de casa, abandonando a sus hijos, y nadie sabía dónde se encontraba. La sonrisa de la empleada de la agencia me recordó a la de mi compañera de instituto. ¿Quién habría podido prever que aquella jovencita de diecisiete años, a quien le gustaban J.D. Salinger y George Harrison, tendría, unos años después, dos hijos con uno de los líderes del movimiento revolucionario y luego desaparecería sin dejar rastro?

—¡Ojalá todos los clientes fueran tan precavidos como usted! —comentó la joven—. Los paneles digitales de los últimos modelos son difíciles de manejar si no se está acostumbrado.

Asentí. Vamos, que yo no era el único novato.

—¿Dónde tengo que pulsar para sacar la raíz cuadrada de 185? —pregunté.

—Para eso tendrá que esperar a que salga el nuevo modelo —dijo ella, sonriendo—. ¿Es Bob Dylan?

—Sí —dije. Bob Dylan estaba cantando
Positively Fourth Street.
Aunque hubiesen pasado veinte años, una buena canción seguía siendo una buena canción.

—A Bob Dylan enseguida se le reconoce —dijo ella.

—¿Porque es peor con la armónica que Stevie Wonder?

Ella se rió. Me gustó que se riera. Todavía era capaz de hacer reír a una mujer.

—No, no es por eso. Es que tiene una voz muy especial —dijo ella—. Su voz recuerda a un niño de pie delante de la ventana, mirando cómo llueve.

—Es una descripción muy acertada —dije. Y lo era. Yo había leído varios libros sobre Bob Dylan, pero jamás había encontrado una descripción tan exacta. Concisa, llena de precisión. Cuando se lo dije, se ruborizó un poco.

—No sé. Simplemente, eso es lo que siento.

—Es muy difícil expresar en palabras lo que uno siente —dije—. Todos sentimos un montón de cosas, pocas personas son capaces de transmitirlo bien con palabras.

—Me gustaría escribir una novela —dijo.

—Seguro que sería una buena novela.

—Muchas gracias —dijo.

—Es raro que una chica tan joven como tú escuche a Bob Dylan.

—Me gusta la música antigua. Bob Dylan, los Beatles, The Doors, The Birds, Jimi Hendrix...

—Algún día me gustaría hablar un rato contigo —dije.

Ella ladeó ligeramente la cabeza, sonriendo. Una chica guapa conoce trescientas formas distintas de responder a eso. Y puede utilizar cualquiera de ellas con un hombre divorciado, fatigado, de treinta y cinco años. Le di las gracias y arranqué. Dylan cantaba
Memphis Blues Again.
El encuentro con aquella joven me había puesto de muy buen humor. Había sido una suerte elegir el Carina 1800 GT Twin Cam Turbo.

El reloj digital del panel marcaba las cuatro y cuarenta y dos minutos. El cielo de la ciudad se encaminaba hacia el atardecer sin haber recuperado la luz del sol. Yo circulaba a baja velocidad por unas calles llenas de coches que se dirigían a sus casas. Sólo por ser un domingo lluvioso, ya habría sido normal que hubiese un atasco, pero, como además un pequeño coche deportivo verde se había empotrado contra un camión de ocho toneladas cargado de bloques de cemento, el tráfico estaba totalmente paralizado. El deportivo verde semejaba una caja de cartón vacía sobre la que inadvertidamente se hubiese sentado alguien. Varios policías con impermeables de color negro rodeaban el coche, y la grúa estaba enganchando una cadena en la parte trasera del vehículo.

Tardé bastante en dejar atrás el lugar del accidente, pero aún faltaba mucho tiempo para la hora de la cita, de modo que seguí escuchando tranquilamente a Bob Dylan mientras me fumaba un cigarrillo. Traté de imaginar cómo debía de ser estar casada con un líder de un movimiento revolucionario. ¿Se podría considerar el movimiento revolucionario una profesión? No era propiamente una profesión, claro está. Sin embargo, si la política se considera una profesión, la revolución debería considerarse una derivación de ésta. Pero yo estas cosas no las tenía muy claras.

¿Hablaba el marido, al volver a casa, del progreso de la revolución mientras se tomaba una cerveza?

Bob Dylan había empezado a cantar
Like a Rolling Stone,
así que dejé de pensar en la revolución y empecé a silbar al ritmo de la música. Todos nos íbamos haciendo viejos. Era algo tan innegable como la lluvia.

34
EL FIN DEL MUNDO
Los cráneos

Vi volar a unos pájaros. Los pájaros sobrevolaron, a ras de tierra, la blanca y helada pendiente de la Colina del Oeste y desaparecieron de mi campo visual.

Mientras me calentaba los pies y las manos delante de la estufa, me tomé el té humeante que me había preparado el coronel.

—¿También hoy irás a leer sueños? A este paso, se acumulará mucha nieve y será peligroso subir y bajar la colina. ¿No puedes faltar un día al trabajo? —dijo el anciano.

—Precisamente hoy no puedo faltar —dije.

El anciano salió de la habitación sacudiendo la cabeza y no tardó en regresar trayéndome unas botas para la nieve que había encontrado en alguna parte.

—Póntelas. Con estas botas no resbalarás.

Me las probé, eran exactamente de mi número. Un buen presagio.

Cuando llegó la hora, me enrollé la bufanda al cuello y me puse los guantes y la gorra que me había dejado el anciano. Luego, plegué el acordeón y me lo metí en el bolsillo del abrigo. Me gustaba tanto que no quería separarme de él un solo instante.

—Ten cuidado —me previno el anciano—. Ahora estás en un momento decisivo. Si te sucediera algo, el daño sería irreparable.

—Ya lo sé —dije.

Tal como había supuesto, una buena cantidad de nieve había ido rellenado el agujero. A su alrededor ya no había ningún anciano, y también habían guardado todas las herramientas. A ese ritmo, seguro que a la mañana siguiente el agujero estaría totalmente cubierto por la nieve. Me detuve delante y permanecí largo tiempo contemplando cómo la nieve caía en su interior. Después me aparté del agujero y descendí la colina.

Nevaba tanto que no se veía unos metros más allá. Me quité las gafas y me las metí en el bolsillo, me subí la bufanda hasta justo debajo de los ojos y proseguí el descenso. Bajo mis pies, los clavos de las botas hacían un ruido agradable; de vez en cuando, se oía el grito de algún pájaro en el bosque. ¿Cómo debían de sentirse los pájaros durante la nevada? No lo sabía. ¿Y las bestias? ¿Qué sentirían, qué pensarían envueltas en la nieve que caía sin cesar?

Llegué a la biblioteca una hora antes de lo habitual, pero ella ya me estaba esperando, la estufa encendida caldeaba la habitación. Sacudió la nieve que se me había posado en el abrigo y me sacó el hielo de entre los clavos de las botas.

Aunque había estado allí el día anterior, la visión de la biblioteca despertó en mí una nostalgia indescriptible. La amarillenta luz de la lámpara que se reflejaba en los cristales esmerilados, la íntima tibieza que brotaba de la estufa, el aroma a café que se alzaba desde el pico de la cafetera, los recuerdos de viejos tiempos de silencio infiltrados en cada rincón de la habitación, los gestos tranquilos y comedidos de ella: tenía la sensación de haber perdido todo eso mucho tiempo atrás. Me relajé, dejé que mi cuerpo se hundiera en el aire. Pensé que estaba a punto de perder para siempre aquel mundo tranquilo.

—¿Quieres comer ahora o prefieres dejarlo para después?

—No quiero comer. No tengo hambre —contesté.

—De acuerdo. Cuando tengas apetito, sea cuando sea, me lo dices. ¿Te apetece un café?

—Sí, gracias.

Me quité los guantes, los colgué en el ornamento metálico de la estufa para que se secaran, y mientras me calentaba los dedos de las manos, uno a uno, como si los desanudara, me quedé mirando cómo ella cogía la cafetera de encima de la estufa y llenaba las tazas de café. Me pasó una taza a mí y luego se sentó sola ante la mesa y empezó a tomarse el café.

—¡Qué nevada tan espantosa! No se ve a dos palmos —comenté.

—Sí, nevará unos cuantos días seguidos. Hasta que todas las nubes gruesas que están inmóviles en el cielo hayan descargado.

Me bebí la mitad del café caliente y, con la taza en la mano, tomé asiento frente a ella. Dejé la taza sobre la mesa y contemplé en silencio su rostro. Mientras la miraba, me invadió una tristeza tan grande que me absorbió por completo.

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