El fútbol a sol y sombra (2 page)

Read El fútbol a sol y sombra Online

Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Relato

Sólo cuatro jugadores catalanes regresaron a España durante la guerra. De los vascos, apenas uno. Cuando la República fue vencida, la FIFA declaró en rebeldía a los jugadores exiliados, y los amenazó con la inhabilitación definitiva, pero unos cuantos consiguieron incorporarse al fútbol latinoamericano. Con varios vascos se formó, en México, el club España, que resultó imbatible en sus primeros tiempos. El delantero del equipo Euzkadi, Isidro Lángara, debutó en el fútbol argentino en 1939. En el primer partido metió cuatro goles. Fue en el club San Lorenzo, donde también brilló Angel Zubieta, que había jugado en la línea media de Euzkadi. Después, en México, Lángara encabezó la tabla de goleadores de 1945 en el campeonato local.

El club modelo de la España de Franco, el Real Madrid, reinó en el mundo entre 1956 y 1960. Este equipo deslumbrante ganó al hilo cuatro copas de la Liga española, cinco copas de Europa y una intercontinental. El Real Madrid andaba por todas partes y siempre dejaba a la gente con la boca abierta. La dictadura de Franco había encontrado una insuperable embajada ambulante. Los goles que la radio transmitía eran clarinadas de triunfo más eficaces que el himno
Cara al sol
. En 1959, uno de los jefes del régimen, José Solís, pronunció un discurso de gratitud ante los jugadores, «porque gente que antes nos odiaba, ahora nos comprende gracias a vosotros». Como el Cid Campeador, el Real Madrid reunía la virtudes de la Raza, aunque su famosa línea de ataque se parecía más bien a la Legión Extranjera. En ella brillaba un francés, Kopa, dos argentinos, Di Stéfano y Rial, el uruguayo Santamaría y el húngaro Puskas.

A Ferenk Puskas lo llamaban
Cañoncito Pum
, por las virtudes demoledoras de su pierna izquierda, que también sabía ser un guante. Otros húngaros, Ladislao Kubala, Zoltan Czibor y Sandor Kocsis, se lucían en el club Barcelona en esos años. En 1954 se colocó la primera piedra del Camp Nou, el gran estadio que nació de Kubala: el gentío que iba a verlo jugar, pases al milímetro, remates mortíferos, no cabía en el estadio anterior. Czibor, mientras tanto, sacaba chispas de los zapatos. El otro húngaro del Barcelona, Kocsis, era un gran cabeceador.
Cabeza de oro
, lo llamaban, y un mar de pañuelos celebraba sus goles. Dicen que Kocsis fue la mejor cabeza de Europa, después de Churchill.

En 1950, Kubala había integrado un equipo húngaro en el exilio, lo que le valió una suspensión de dos años, decretada por la FIFA. Después, la FIFA sancionó con más de un año de suspensión a Puskas, Czibor, Kocsis y otros húngaros que habían jugado en otro equipo en el exilio desde fines de 1956, cuando la invasión soviética aplastó la resurrección popular.

En 1958, en plena guerra de la independencia, Argelia formó una selección de fútbol que por primera vez vistió los colores patrios. Integraban su plantel Makhloufi, Ben Tifour y otros argelinos que jugaban profesionalmente en el fútbol francés.

Bloqueada por la potencia colonial, Argelia sólo consiguió jugar con Marruecos, país que por semejante pecado fue desafiliado de la FIFA durante algunos años, y además disputó unos pocos partidos sin trascendencia, organizados por los sindicatos deportivos de ciertos países árabes y del este de Europa. La FIFA cerró todas las puertas a la selección argelina y el fútbol francés castigó a esos jugadores decretando su muerte civil. Presos por contrato, ellos nunca más podrían volver a la actividad profesional.

Pero después Argelia conquistó la independencia, el fútbol francés no tuvo más remedio que volver a llamar a los jugadores que sus tribunas añoraban.

El estadio

¿H
a entrado usted, alguna vez, a un estadio vacío? Haga la prueba. Párese en medio de la cancha y escuche. No hay nada menos vacío que un estadio vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie. En Wembley suena todavía el griterío del Mundial del 66, que ganó Inglaterra, pero aguzando el oído puede usted escuchar gemidos que vienen del 53, cuando los húngaros golearon a la selección inglesa. El Estadio Centenario, de Montevideo, suspira de nostalgia por las glorias del fútbol uruguayo. Maracaná sigue llorando la derrota brasileña en el Mundial del 50. En la Bombonera de Buenos Aires, trepidan tambores de hace medio siglo. Desde las profundidades del estadio Azteca, resuenan los ecos de los cánticos ceremoniales del antiguo juego mexicano de pelota. Habla en catalán el cemento del Camp Nou, en Barcelona, y en euskera conversan las gradas de San Mamés, en Bilbao. En Milán, el fantasma de Giuseppe Meazza mete goles que hacen vibrar al estadio que lleva su nombre. La final del Mundial del 74, que ganó Alemania, se juega día tras día y noche tras noche en el Estadio Olímpico de Munich. El estadio del rey Fahd, en Arabia Saudita, tiene palco de mármol y oro y tribunas alfombradas, pero no tiene memoria ni gran cosa que decir.

El hincha

U
na vez por semana, el hincha huye de su casa y asiste al estadio.

Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los tambores, llueven las serpientes y el papel picado; la ciudad desaparece, la rutina se olvida, sólo existe el templo. En este espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exhibe a sus divinidades. Aunque el hincha puede contemplar el milagro, más cómodamente, en la pantalla de la tele, prefiere emprender la peregrinación hacia este lugar donde puede ver en carne y hueso a sus ángeles, batiéndose a duelo contra los demonios de turno.

Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva, glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias y maldiciones y de pronto se rompe la garganta en una ovación y salta como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado. Mientras dura la misa pagana, el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de que somos los mejores, todos los árbitros están vendidos, todos los rivales son tramposos.

Rara vez el hincha dice: «hoy juega mi club». Más bien dice: «Hoy jugamos nosotros». Bien sabe este
jugador número doce
que es él quien sopla los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música.

Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribuna, celebra
su
victoria;
qué goleada les hicimos, qué paliza les dimos
, o llora
su
derrota;
otra vez nos estafaron, juez ladrón
. Y entonces el sol se va y el hincha se va. Caen las sombras sobre el estadio que se vacía. En las gradas de cemento arden, aquí y allá, algunas hogueras de fuego fugaz, mientras se van apagando las luces y las voces. El estadio se queda solo y también el hincha regresa a su soledad, yo que ha sido nosotros: el hincha se aleja, se dispersa, se pierde, y el domingo es melancólico como un miércoles de cenizas después de la muerte del carnaval.

El fanático

E
l fanático es el hincha en el manicomio. La manía de negar la evidencia ha terminado por echar a pique a la razón y a cuanta cosa se le parezca, y a la deriva navegan los restos del naufragio en estas aguas hirvientes, siempre alborotadas por la furia sin tregua.

El fanático llega al estadio envuelto en la bandera del club, la cara pintada con los colores de la adorada camiseta, erizado de objetos estridentes y contundentes, y ya por el camino viene armando mucho ruido y mucho lío. Nunca viene solo. Metido en la barra brava, peligroso ciempiés, el humillado se hace humillante y da miedo el miedoso. La omnipotencia del domingo conjura la vida obediente del resto de la semana, la cama sin deseo, el empleo sin vocación o el ningún empleo: liberado por un día, el fanático tiene mucho que vengar.

En estado de epilepsia mira el partido, pero no lo ve. Lo suyo es la tribuna. Ahí está su campo de batalla. La sola existencia del hincha del otro club constituye una provocación inadmisible. El Bien no es violento, pero el Mal lo obliga. El enemigo, siempre culpable, merece que le retuerzan el pescuezo. El fanático no puede distraerse, porque el enemigo acecha por todas partes. También está dentro del espectador callado, que en cualquier momento puede llegar a opinar que el rival está jugando correctamente, y entonces tendrá su merecido.

El jugador

C
orre, jadeando, por la orilla. A un lado lo esperan los cielos de la gloria; al otro, los abismos de la ruina.

El barrio lo envidia: el jugador profesional se ha salvado de la fábrica o de la oficina, le pagan por divertirse, se sacó la lotería. Y aunque tenga que sudar como una regadera, sin derecho a cansarse ni a equivocarse, él sale en los diarios y en la tele, las radios dicen su nombre, las mujeres suspiran por él y los niños quieren imitarlo. Pero él, que había empezado jugando por el placer de jugar, en las calles de tierra de los suburbios, ahora juega en los estadios por el deber de trabajar y tiene la obligación de ganar o ganar.

Los empresarios lo compran, lo venden, lo prestan; y él se deja llevar a cambio de la promesa de más fama y más dinero. Cuanto más éxito tiene, y más dinero gana, más preso está. Sometido a disciplina militar, sufre cada día el castigo de los entrenamientos feroces y se somete a los bombardeos de analgésicos y las infiltraciones de cortisona que olvidan el dolor y mienten la salud. Y en las vísperas de los partidos importantes, lo encierran en un campo de concentración donde cumple trabajos forzados, come comidas bobas, se emborracha con agua y duerme solo.

En los otros oficios humanos, el ocaso llega con la vejez, pero el jugador de fútbol puede ser viejo a los treinta años. Los músculos se cansan temprano:

—Éste no hace un gol ni con la cancha en bajada.

—¿Éste? Ni aunque le aten las manos al arquero.

O antes de los treinta, si un pelotazo lo desmaya de mala manera, o la mala suerte le revienta un músculo, o una patada le rompe un hueso de esos que no tienen arreglo. Y algún mal día el jugador descubre que se ha jugado la vida a una sola baraja y que el dinero se ha volado y la fama también. La fama, señora fugaz, no le ha dejado ni una cartita de consuelo.

El arquero

T
ambién lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas. Dicen que donde él pisa, nunca más crece el césped.

Es un solo. Está condenado a mirar el partido de lejos. Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento. Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está disfrazado de cuervo y el arquero consuela su soledad con fantasías de colores.

Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan. El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las deshace.

Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar? Primero en pagar. El portero siempre tiene la culpa. Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el castigado es él: allí lo dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los pecados ajenos.

Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero se redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero: él no. La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso? ¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de acero? Con una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá la maldición.

El gol

E
l gol es el orgasmo del fútbol. Como el orgasmo, el gol es cada vez menos frecuente en la vida moderna.

Hace medio siglo, era raro que un partido terminara sin goles: 0 a 0, dos bocas abiertas, dos bostezos. Ahora, los once jugadores se pasan todo el partido colgados del travesaño, dedicados a evitar los goles y sin tiempo para hacerlos.

El entusiasmo que se desata cada vez que la bala blanca sacude la red puede parecer misterio o locura, pero hay que tener en cuenta que el milagro se da poco.

El gol, aunque sea un golcito, resulta siempre gooooooooooooooooooooooool en la garganta de los relatores de radio, un do de pecho capaz de dejar a Caruso mudo para siempre, y la multitud delira y el estadio se olvida de que es de cemento y se desprende de la tierra y se va al aire.

El ídolo

Y
un buen día la diosa del viento besa el pie del hombre, el maltratado, el despreciado pie, y de ese beso nace el ídolo del fútbol. Nace en cuna de paja y choza de lata y viene al mundo abrazado a una pelota.

Desde que aprende a caminar, sabe jugar. En sus años tempranos alegra los potreros, juega que te juega en los andurriales de los suburbios hasta que cae la noche y ya no se ve la pelota, y en sus años mozos vuela y hace volar en los estadios. Sus artes malabares convocan multitudes, domingo tras domingo, de victoria en victoria, de ovación en ovación.

La pelota lo busca, lo reconoce, lo necesita. En el pecho de su pie, ella descansa y se hamaca. Él le saca lustre y la hace hablar, y en esa charla de dos conversan millones de mudos. Los nadies, los condenados a ser por siempre nadies, pueden sentirse álguienes por un rato, por obra y gracia de esos pases devueltos al toque, esas gambetas que dibujan zetas en el césped, esos golazos de taquito o de chilena: cuando juega él, el cuadro tiene doce jugadores.

—¿
Doce? ¡Quince tiene! ¡Veinte!

La pelota ríe, radiante, en el aire. Él la baja, la duerme, la piropea, la baila, y viendo esas cosas jamás vistas sus adoradores sienten piedad por sus nietos aún no nacidos, que no las verán.

Pero el ídolo es ídolo por un rato nomás, humana eternidad, cosa de nada; y cuando al pie de oro le llega la hora de la mala pata, la estrella ha concluido su viaje desde el fulgor hasta el apagón. Está ese cuerpo con más remiendos que traje de payaso, y ya el acróbata es un paralítico, el artista una bestia:


¡Con la herradura no!

La fuente de la felicidad pública se convierte en el pararrayos del público rencor:


¡Momia!

A veces el ídolo no cae entero. Y a veces, cuando se rompe, la gente le devora los pedazos.

Other books

Arabian Sands by Wilfred Thesiger
Demon Rumm by Sandra Brown
Storm Surge by Celia Ashley
Flamecaster by Cinda Williams Chima
The Age Of Reason by Paine, Thomas
Breathless by Kelly Martin
Getting Gabriel by Cathy Quinn