El fútbol a sol y sombra (6 page)

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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Relato

Por primera vez se transmitió todo el campeonato en directo, vía satélite, y el mundo entero pudo ver, todavía en blanco y negro, el
show
de los jueces. En el mundial anterior, los jueces europeos habían arbitrado 26 partidos; en éste, dirigieron 24 de los 32 partidos disputados. Un juez alemán obsequió a Inglaterra el partido contra Argentina, mientras un juez inglés regalaba a Alemania el partido contra Uruguay. Brasil no tuvo mejor suerte: Pelé fue impunemente cazado a patadas por Bulgaria y Portugal, que lo desalojaron del campeonato.

La reina Isabel asistió a la final. No gritó ningún gol, pero aplaudió discretamente. El Mundial se definió entre la Inglaterra de Bobby Charlton, hombre de temible empuje y puntería, y la Alemania de Beckenbauer, que recién empezaba su carrera y ya jugaba de galera, guantes y bastón. Alguien había robado la copa Rimet, pero un perro llamado Pickles la encontró tirada en un jardín de Londres. Así, el trofeo pudo llegar a tiempo a manos del vencedor. Inglaterra se impuso 4 a 2. Portugal entró tercero. En cuarto lugar, la Unión Soviética. La reina Isabel otorgó título de nobleza a Alf Ramsey, el director técnico de la selección triunfante, y el perro Pickles se convirtió en héroe nacional.

El Mundial del 66 fue usurpado por las tácticas defensivas. Todos los equipos practicaban el
cerrojo
y dejaban un jugador
escoba
barriendo la línea final detrás de los zagueros. Sin embargo, Eusebio, el artillero africano de Portugal, pudo atravesar nueve veces esas impenetrables murallas en las retaguardias rivales. Tras él, en la lista de goleadores, figuró el alemán Haller, con seis tantos.

Pelé

C
ien canciones lo nombran. A los diecisiete años fue campeón del mundo y rey del fútbol. No había cumplido veinte cuando el gobierno de Brasil lo declaró
tesoro nacional
y prohibió su exportación. Ganó tres campeonatos mundiales con la selección brasileña y dos con el club Santos. Después de su gol número mil, siguió sumando. Jugó más de mil trescientos partidos, en ochenta países, un partido tras otro a ritmo de paliza, y convirtió casi mil trescientos goles. Una vez, detuvo una guerra: Nigeria y Biafra hicieron una tregua para verlo jugar.

Verlo jugar, bien valía una tregua y mucho más. Cuando Pelé iba a la carrera, pasaba a través de los rivales, como un cuchillo. Cuando se detenía, los rivales se perdían en los laberintos que sus piernas dibujaban. Cuando saltaba, subía en el aire como si el aire fuera una escalera. Cuando ejecutaba un tiro libre, los rivales que formaban la barrera querían ponerse al revés, de cara a la meta, para no perderse el golazo.

Había nacido en casa pobre, en un pueblito remoto, y llegó a las cumbres del poder y la fortuna, donde los negros tienen prohibida la entrada. Fuera de las canchas, nunca regaló un minuto de su tiempo y jamás una moneda se le cayó del bolsillo. Pero quienes tuvimos la suerte de verlo jugar, hemos recibido ofrendas de rara belleza: momentos esos tan dignos de inmortalidad que nos permiten creer que la inmortalidad existe.

Gol de Pelé

F
ue en 1969. El club Santos jugaba contra el Vasco da Gama en el estadio Maracaná.

Pelé atravesó la cancha en ráfaga, esquivando a los rivales en el aire, sin tocar el suelo, y cuando ya se metía en el arco con pelota y todo, fue derribado. El árbtro pitó penal. Pelé no quiso tirarlo. Cien mil personas lo obligaron, gritando su nombre.

Pelé había hecho muchos goles en Maracaná. Goles prodigiosos, como aquel en 1961, contra el club Fluminense, cuando había gambeteado a siete jugadores y al arquero también. Pero este penal era diferente: la gente sintió que algo tenía de sagrado. Y por eso hizo silencio el pueblo más bullanguero del mundo. El clamor de la multitud calló de pronto, como obedeciendo una orden: nadie hablaba, nadie respiraba, nadie estaba allí. Súbitamente en las tribunas no hubo nadie, y en la cancha tampoco. Pelé y el arquero, Andrada, estaban solos. A solas, esperaban. Pelé, parado junto a la pelota en el punto blanco del penal. Doce pasos más allá, Andrada, encogido, al acecho, entre los palos.

El guardamenta alcanzó a rozarla, pero Pelé clavó la pelota en la red. Era su gol número mil. Ningún otro jugador había hecho mil goles en la historia del fútbol profesional.

Entonces la multitud volvió a existir, y saltó como un niño loco de alegría, iluminando la noche.

El Mundial del 70

E
n Praga moría Jiri Trnka, maestro del cine de marionetas, y en Londres moría Bertrand Russell, tras casi un siglo de vida muy viva. A los veinte años de edad, el poeta Rugama caía en Managua, peleando solito contra un batallón de la dictadura de Somoza. El mundo perdía su música: se desintegraban los Beatles, por sobredosis de éxito, y por sobredosis de drogas se nos iban el guitarrista Jimi Hendrix y la cantante Janis Joplin.

Un ciclón arrasaba Pakistán y un terremoto borraba quince ciudades de los Andes peruanos. En Washington ya nadie creía en la guerra de Vietnam pero la guerra seguía, según el Pentágono los muertos sumaban un millón, mientras los generales norteamericanos huían hacia adelante invadiendo Camboya. Allende iniciaba su campaña hacia la presidencia de Chile, después de tres derrotas, y prometía dar leche a todos los niños y nacionalizar el cobre. Fuentes bien informadas de Miami anunciaban la inminente caída de Fidel Castro que iba a desplomarse en cuestión de horas. Comenzaba la primera huelga en la historia del Vaticano, en Roma se cruzaban de brazos los funcionarios del Santo Padre, mientras en México movían las piernas los jugadores de dieciséis países y comenzaba el noveno Campeonato Mundial de Fútbol.

Participaron nueve equipos europeos, cinco americanos, Israel y Marruecos. En el partido inaugural, el juez alzó por primera vez una tarjeta amarilla. La tarjeta amarilla, señal de amonestación, y la tarjeta roja, señal de expulsión, no fueron las únicas novedades del Mundial de México. El reglamento autorizó a cambiar dos jugadores en el curso de cada partido. Hasta entonces, sólo el arquero podía ser sustituido, en caso de lesión; y no resultaba muy difícil reducir a patadas al elenco adversario.

Imágenes de la Copa del 70: la estampa de Beckenbauer, con un brazo atado, batiéndose hasta el último minuto; fervor de Tostão, recién operado de un ojo y aguantándose a pie firme todos los partidos; las volanderías de Pelé en su último Mundial: «Saltamos juntos», contó Burgnich, el defensa italiano que lo marcaba, «pero cuando volví a tierra, ví que Pelé se mantenía suspendido en la altura».

Cuatro campeones del mundo, Brasil, Italia, Alemania y Uruguay, disputaron las semifinales. Alemania ocupó el tercer lugar, Uruguay el cuarto. En la final, Brasil apabulló a Italia 4 a 1. La prensa inglesa comentó: «Debería estar prohibido un fútbol tan bello». El último gol se recuerda de pie: la pelota pasó por todo Brasil, la tocaron los once, y por fin Pelé la puso en bandeja, sin mirar, para que rematara Carlos Alberto, que venía en tromba.

El Torpedo
Müller, de Alemania, encabezó la tabla de goleadores, con diez tantos, seguido por el brasileño Jairzinho, con siete.

Campeón invicto por tercera vez, Brasil se quedó con la copa Rimet en propiedad. A fines de 1983, la copa fue robada y vendida, después de ser reducida a casi dos quilos de oro puro. Una copia ocupa su lugar en las vitrinas.

Gol de Maradona

F
ue en 1973. Se medían los equipos infantiles de Argentinos Juniors y River Plate, en Buenos Aires.

El número 10 de Argentinos recibió la pelota de su arquero, esquivó al delantero centro del River y emprendió la carrera. Varios jugadores le salieron al encuentro: a uno se la pasó por el jopo, a otro entre las piernas y al otro lo engañó de taquito. Después, sin detenerse, dejó paralíticos a los zagueros y al arquero tumbado en el suelo, y se metió caminando con la pelota en la valla rival. En la cancha habían quedado siete niños fritos y cuatro que no podían cerrar la boca.

Aquel equipo de chiquilines, los
Cebollitas
, llevaba cien partidos invicto y había llamado la atención de los periodistas. Uno de los jugadores, El Veneno, que tenía trece años, declaró:


Nosotros jugamos por divertirnos. Nunca vamos a jugar por plata. Cuando entra la plata, todos se matan por ser estrellas, y entonces vienen la envidia y el egoísmo.

Habló abrazado al jugador más querido de todos, que también era el más alegre y el más bajito: Diego Armando Maradona, que tenía doce años y acababa de meter ese gol increíble.

Maradona tenía la costumbre de sacar la lengua cuando estaba en pleno envión. Todos sus goles habían sido hechos con la lengua fuera. De noche dormía abrazado a la pelota y de día hacía prodigios con ella. Vivía en una casa pobre de un barrio pobre y quería ser técnico industrial.

El Mundial del 78

E
n Alemania moría el popular escarabajo de la Volkswagen, el Inglaterra nacía el primer bebé de probeta, en Italia se legalizaba el aborto. Sucumbían las primeras víctimas del sida, una maldición que todavía no se llamaba así. Las Brigadas Rojas asesinaban a Aldo Moro, los Estados Unidos se comprometían a devolver a Panamá el canal usurpado a principios de siglo. Fuentes bien informadas de Miami anunciaban la inminente caída de Fidel Castro, que iba a desplomarse en cuestión de horas. En Nicaragua tambaleaba la dinastía de Somoza, en Irán tambaleaba la dinastía del Sha, los militares de Guatemala ametrallaban una multitud de campesinos en el pueblo de Panzós. Domitila Barrios y otras cuatro mujeres de las minas de estaño iniciaban una huelga de hambre contra la dictadura militar de Bolivia, al rato toda Bolivia estaba en huelga de hambre, la dictadura caía. La dictadura militar argentina, en cambio, gozaba de buena salud, y para probarlo organizaba el undécimo Campeonato Mundial de Fútbol.

Participaron diez países europeos, cuatro americanos, Irán y Túnez. El Papa de Roma envió su bendición. Al son de una marcha militar, el general Videla condecoró a Havelange en la ceremonia de la inauguración, en el estadio Monumental de Buenos Aires. A unos pasos de allí, estaba en pleno funcionamiento el Auschwitz argentino, el centro de tormento y exterminio de la Escuela de Mecánica de la Armada. Y algunos kilómetros más allá, los aviones arrojaban a los prisioneros vivos al fondo de la mar.

«Por fin el mundo puede ver la verdadera imagen de la Argentina», celebró el presidente de la FIFA ante las cámaras de la televisión. Henry Kissinger, invitado especial, anunció:


Este país tiene un gran futuro a todo nivel.

Y el capitán del equipo alemán, Berti Vogts, que dio la patada inicial, declaró unos días después:


Argentina es un país donde reina el orden. Yo no he visto a ningún preso político.

Los dueños de casa vencieron algunos partidos, pero perdieron ante Italia y empataron con Brasil. Para llegar a la final contra Holanda, debían ahogar a Perú bajo una lluvia de goles. Argentina obtuvo con creces el resultado que necesitaba, pero la goleada, 6 a 0, llenó de dudas a los malpensados, y a los bienpensados también. Los peruanos fueron apedreados al regresar a Lima.

La final entre Argentina y Holanda se definió por alargue. Ganaron los argentinos 3 a 1, y en cierta medida la victoria fue posible gracias al patriotismo del palo que salvó al arco argentino en el último minuto del tiempo reglamentario. Ese palo, que detuvo un pelotazo de Rensenbrink, nunca fue objeto de honores militares, por esas cosas de la ingratitud humana. De todos modos, más decisivos que el palo resultaron los goles de Mario Kempes, un potro imparable que se lució galopando, con la pelambre al viento, sobre el césped nevado de papelitos.

A la hora de recibir los trofeos, los jugadores holandeses se negaron a saludar a los jefes de la dictadura argentina. El tercer puesto fue para Brasil. El cuarto, para Italia.

Kempes fue el mejor jugador de la Copa y también el goleador, con seis tantos. Detrás figuraron el peruano Cubillas y el holandés Rensenbrink, con cinco goles cada uno.

El Mundial del 86

B
aby Doc
Duvalier huía de Haití, robándose todo, y robándose todo huía Ferdinand Marcos de Filipinas, mientras los archivos norteamericanos revelaban, más vale tarde que nunca, que Marcos, el alabado héroe filipino de la segunda guerra mundial, había sido en realidad un desertor.

El cometa Halley visitaba nuestro cielo después de mucha ausencia, se descubrían nueve lunas en torno al planeta Urano, aparecía el primer agujero en la capa de ozono que nos protege del sol. Se difundía una nueva droga, hija de la ingeniería genética, contra la leucemia. En el Japón se suicidaba una cantante de moda y tras ella elegían la muerte veintitrés de sus devotos. Un terremoto dejaba sin casa a doscientos mil salvadoreños y la catástrofe nuclear soviética de Chernobyl desataba una lluvia de veneno radioactivo, imposible de medir y de parar, sobre quién sabe cuántas leguas y gentes.

Felipe González decía sí a la OTAN, la alianza militar atlántica, después de haber gritado
no
, y un plebiscito bendecía el viraje mientras España y Portugal entraban al mercado común europeo. El mundo lloraba la muerte de Olof Palme, el primer ministro de Suecia, asesinado en la calle. Tiempos de luto para las artes y las letras: se nos iban el escultor Henry Moore y los escritores Simone de Beauvoir, Jean Genet, Juan Rulfo y Jorge Luis Borges.

Estallaba el escándalo Irangate, que implicaba al presidente Reagan, a la CIA y a los
contras
de Nicaragua en el tráfico de armas y de drogas, y estallaba la nave espacial
Challenger
, al despegar de Cabo Cañaveral, con siete tripulantes a bordo. La aviación norteamericana bombardeaba Libia y mataba a una hija del coronel Gaddafi, para castigar un atentado que años después se atribuyó a Irán.

En una cárcel de Lima morían ametrallados cuatrocientos presos. Fuentes bien informadas de Miami anunciaban la inminente caída de Fidel Castro, que iba a desplomarse en cuestión de horas. Se habían desplomado muchos edificios sin cimientos, con toda la gente adentro, cuando un terremoto había sacudido a la ciudad de México, el año anterior, y buena parte de la ciudad estaba todavía en ruinas mientras se inauguraba allí el decimotercer Campeonato Mundial de Fútbol.

En la Copa del 86, participaron catorce países europeos y seis americanos, además de Marruecos, Corea del Sur, Irak y Argelia. En México nació
la ola
en las tribunas, que a partir de entonces suele mover a las hinchadas del mundo al ritmo de la mar bravía. Hubo partidos de esos que ponen los pelos de punta, como el de Francia contra Brasil, donde los jugadores infalibles, Platini, Zico, Sócrates, fracasaron en los penales; y hubo dos goleadas espectaculares de Dinamarca, que propinó seis tantos a Uruguay y recibió cinco de España.

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