Read El general en su laberinto Online
Authors: Gabriel García Márquez
Tags: #Novela Histórica, Narrativa
«Es lo justo», concluyó el general. José Palacios replicó de un tajo: «Lo justo es morirnos juntos».
De hecho fue así, pues manejó tan mal sus dineros como el general manejaba los suyos. A la muerte de éste si quedó en Cartagena de Indias a merced de la caridad pública, probó el alcohol para ahogar los recuerdos y sucumbió a sus complacencias. Murió a la edad de setenta y seis años, revolcándose en el lodo por los tormentos del delirium tremens, en un antro de mendigos licenciados del ejército libertador.
El general amaneció tan mal el 10 de diciembre, que llamaron de urgencia al obispo Estévez, por si quería confesarse. El obispo acudió de inmediato, y fue tanta la importancia que le dio a la entrevista que se vistió de pontifical. Pero fue a puerta cerrada y sin testigos, por disposición del general, y sólo duró catorce minutos. Nunca se supo una palabra de lo que hablaron. El obispo salió de prisa y descompuesto, subió a su carroza sin despedirse, y no ofició los funerales a pesar de los muchos llamados que le hicieron, ni asistió al entierro. El general quedó en tan mal estado, que no pudo levantarse solo de la hamaca, y el médico tuvo que alzarlo en brazos, como a un recién nacido, y lo sentó en la cama apoyado en las almohadas para que no lo ahogara la tos. Cuando por fin recobró el aliento hizo salir a todos para hablar a solas con el médico.
«No me imaginé que esta vaina fuera tan grave como para pensar en los santos óleos», le dijo. «Yo, que no tengo la felicidad de creer en la vida del otro mundo».
«No se trata de eso», dijo Révérend. «Lo que está demostrado es que el arreglo de los asuntos de la conciencia le infunde al enfermo un estado de ánimo que facilita mucho la tarea del médico».
El general no le prestó atención a la maestría de la respuesta, porque lo estremeció la revelación deslumbrante de que la loca carrera entre sus males y sus sueños llegaba en aquel instante a la meta final. El resto eran las tinieblas.
«Carajos», suspiró. «¡Cómo voy a salir de este laberinto!»
Examinó el aposento con la clarividencia de sus vísperas, y por primera vez vio la verdad: la última cama prestada, el tocador de lástima cuyo turbio espejo de paciencia no lo volvería a repetir, el aguamanil de porcelana descarchada con el agua y la toalla y el jabón para otras manos, la prisa sin corazón del reloj octogonal desbocado hacia la cita ineluctable del 17 de diciembre a la una y siete minutos de su tarde final. Entonces cruzó los brazos contra el pecho y empezó a oír las voces radiantes de los esclavos cantando la salve de las seis en los trapiches, y vio por la ventana el diamante de Venus en el cielo que se iba para siempre, las nieves eternas, la enredadera nueva cuyas campánulas amarillas no vería florecer el sábado siguiente en la casa cerrada por el duelo, los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volvería a repetirse.
FIN
Durante muchos años le escuché a Álvaro Mutis su proyecto de escribir el viaje final de Simón Bolívar por el río Magdalena. Cuando publicó
El Ultimo Rostro
, que era un fragmento anticipado del libro, me pareció un relato tan maduro, y su estilo y su tono tan depurados, que me preparé para leerlo completo en poco tiempo. Sin embargo, dos años más tarde tuve la impresión de que lo había echado al olvido, como nos ocurre a tantos escritores aun con nuestros sueños más amados, y sólo entonces me atreví a pedirle que me permitiera escribirlo. Fue un zarpazo certero después de un acecho de diez años. Así que mi primera gratitud es para él.
Más que las glorias del personaje me interesaba entonces el río Magdalena, que empecé a conocer de niño, viajando desde la costa caribe, donde tuve la buena suerte de nacer, hasta la ciudad de Bogotá, lejana y turbia, donde me sentí más forastero que en ninguna otra desde la primera vez. En mis años de estudiante lo recorrí once veces en sus dos sentidos, en aquellos buques de vapor que salían de los astilleros del Misisipí condenados a la nostalgia, y con una vocación mítica que ningún escritor podría resistir.
Por otra parte, los fundamentos históricos me preocupaban poco, pues el último viaje por el río es el tiempo menos documentado de la vida de Bolívar. Sólo escribió entonces tres o cuatro cartas —un hombre que debió dictar más de diez mil— y ninguno de sus acompañantes dejó memoria escrita de aquellos catorce días desventurados. Sin embargo, desde el primer capítulo tuve que hacer alguna consulta ocasional sobre su modo de vida, y esa consulta me remitió a otra, y luego a otra más y a otra más, hasta más no poder. Durante dos años largos me fui hundiendo en las arenas movedizas de una documentación torrencial, contradictoria y muchas veces incierta, desde los treinta y cuatro tomos de Daniel Florencio O'Leary hasta los recortes de periódicos menos pensados. Mi falta absoluta de experiencia y de método en la investigación histórica hizo aún más arduos mis días.
Este libro no habría sido posible sin el auxilio de quienes trillaron esos territorios antes que yo, durante un siglo y medio, y me hicieron más fácil la temeridad literaria de contar una vida con una documentación tiránica, sin renunciar a los fueros desaforados de la novela. Pero mis gratitudes van de manera muy especial para un grupo de amigos, viejos y nuevos, que tomaron como asunto propio y de gran importancia no sólo mis dudas más graves —como el pensamiento político real de Bolívar en medio de sus contradicciones flagrantes— sino también las más triviales —como el número que calzaba. Sin embargo, nada he de apreciar tanto como la indulgencia de quienes no se encuentren en esta relación de gratitudes por un olvido abominable.
El historiador colombiano Eugenio Gutiérrez Cely, en respuesta a un cuestionario de muchas páginas, elaboró para mí un archivo de tarjetas que no sólo me aportó datos sorprendentes —muchos de ellos traspapelados en la prensa colombiana del siglo XIX— sino que me dio las primeras luces para un método de pesquisa y ordenamiento de la información. Además, su libro
Bolívar Día a Día
, escrito a cuatro manos con el historiador Fabio Puyo, fue una carta de navegación que a lo largo de la escritura me permitió moverme a mis anchas por todos los tiempos del personaje. El mismo Fabio Puyo tuvo la virtud de calmar mis angustias con documentos analgésicos que me leía por teléfono desde París, o que me mandaba con carácter urgente por télex o telefax, como si fueran medicinas de vida o muerte. El historiador colombiano Gustavo Vargas, profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México, se mantuvo al alcance de mi teléfono para aclararme dudas mayores y menores, sobre todo las que tenían que ver con las ideas políticas de la época. El historiador bolivariano Vinicio Romero Martínez me ayudó desde Caracas con hallazgos que me parecían imposibles sobre las costumbres privadas de Bolívar —en especial sobre su habla gruesa—, y sobre el carácter y el destino de su séquito, y con una revisión implacable de los datos históricos en la versión final. A él le debo la advertencia providencial de que Bolívar no pudo comer mangos con el deleite infantil que yo le había atribuido, por la buena razón de que aún faltaban varios años para que el mango llegara a las Américas.
Jorge Eduardo Ritter, embajador de Panamá en Colombia y luego canciller de su país, hizo varios vuelos urgentes sólo para traerme algunos de sus libros inencontrables. Don Francisco de Abrisqueta, de Bogotá, fue un guía tozudo en la intrincada y vasta bibliografía bolivariana. El expresidente Belisario Betancur me aclaró dudas dispersas durante todo un año de consultas telefónicas, y estableció para mí que unos versos citados de memoria por Bolívar eran del poeta ecuatoriano José Joaquín Olmedo. Con Francisco Pividal sostuve en La Habana las lentas conversaciones preliminares que me permitieron formarme una idea clara del libro que debía escribir. Roberto Cadavid (Argos), el lingüista más popular y servicial de Colombia, me hizo el favor de investigar el sentido y la edad de algunos localismos. A solicitud mía, el geógrafo Gladstone Oliva y el astrónomo Jorge Pérez Doval, de la Academia de Ciencias de Cuba, hicieron el inventario de las noches de luna llena en los primeros treinta años del siglo pasado.
Mi viejo amigo Aníbal Noguera Mendoza —desde su embajada de Colombia en Puerto Príncipe— me envió copias de papeles personales suyos, con su permiso generoso para servirme de ellos con toda libertad, a pesar de que eran notas y borradores de un estudio que él está escribiendo sobre el mismo tema. Además, en la primera versión de los originales descubrió media docena de falacias mortales y anacronismos suicidas que habrían sembrado dudas sobre el rigor de esta novela.
Por último, Antonio Bolívar Goyanes —pariente oblicuo del protagonista y tal vez el último tipógrafo al buen modo antiguo que va quedando en México— tuvo la bondad de revisar conmigo los originales, en una cacería milimétrica de contrasentidos, repeticiones, inconsecuencias, errores y erratas, y en un escrutinio encarnizado del lenguaje y la ortografía, hasta agotar siete versiones. Fue así como sorprendimos con las manos en la masa a un militar que ganaba batallas antes de nacer, una viuda que se fue a Europa con su amado esposo, y un almuerzo íntimo de Bolívar y Sucre en Bogotá, mientras uno de ellos se encontraba en Caracas y el otro en Quito. Sin embargo, no estoy muy seguro de que deba agradecer estas dos ayudas finales, pues me parece que semejantes disparates habrían puesto unas gotas de humor involuntario —y tal vez deseable— en el horror de este libro.
G.G.M. Ciudad de México, enero de 1989
(Elaborada por Vinicio Romero Martínez)
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