Read El general en su laberinto Online
Authors: Gabriel García Márquez
Tags: #Novela Histórica, Narrativa
Antes que empezara a perder la vista se hacía leer de sus amanuenses, y terminó por no leer de otra manera por el fastidio que le causaban las antiparras. Pero su interés por lo que leía fue disminuyendo al mismo tiempo, y lo atribuyó, como siempre, a una causa ajena a su dominio.
«Lo que pasa es que cada vez hay menos libros buenos», decía.
José Palacios era el único que no daba muestras de tedio en el sopor del viaje, y el calor y la incomodidad no afectaban en nada sus buenas maneras y su buen vestir, ni desesmeraban su servicio. Era seis años menor que el general, en cuya casa había nacido esclavo por un mal paso de una africana con un español, y de éste había heredado el cabello de zanahoria, las pecas en la cara y en las manos, y los ojos zarcos. Contra su sobriedad natural, tenía el guardarropa más surtido y costoso del séquito. Había hecho toda su vida con el general, sus dos destierros, sus campañas completas y todas sus batallas en primera línea, siempre de civil, pues nunca admitió el derecho de vestir la ropa militar.
Lo peor del viaje era la inmovilidad forzosa. Una tarde, el general estaba tan desesperado de dar vueltas en el espacio estrecho del toldo de lona, que hizo parar el bote para caminar. En el lodo endurecido vieron unas huellas que parecían de un pájaro tan grande como un avestruz y por lo menos tan pesado como un buey, pero a los bogas les pareció normal, pues decían que por aquel paraje desolado merodeaban unos hombres con la corpulencia de una ceiba, y con crestas y patas de gallo. Él se burló de la leyenda, como se burlaba de todo lo que tuviera algún viso sobrenatural, pero se demoró en el paseo más de lo previsto, y al final tuvieron que acampar allí, contra el criterio del capitán y aun de sus ayudantes militares, que consideraban el lugar peligroso y malsano. Pasó la noche en vela, torturado por el calor y por las ráfagas de zancudos que parecían traspasar la tela del mosquitero sofocante, y pendiente del rugido sobrecogedor del puma, que los mantuvo toda la noche en estado de alerta. Hacia las dos de la madrugada se fue a conversar con los grupos que velaban en torno de las fogatas. Sólo al amanecer, mientras contemplaba las vastas ciénagas doradas por los primeros soles, renunció a la ilusión que lo había desvelado.
«Bueno», dijo, «tendremos que irnos sin conocer a los amigos de las patas de gallo».
En el momento en que zarpaban, saltó dentro del champán un perro zungo, sarnoso y escuálido, y con una pata petrificada. Los dos perros del general lo asaltaron, pero el inválido se defendió con una ferocidad suicida, y no se rindió ni siquiera bañado en sangre y con el cuello destrozado. El general dio orden de conservarlo, y José Palacios se hizo cargo de él, como había hecho tantas veces con tantos perros de la calle.
En la misma jornada recogieron a un alemán que había sido abandonado en una isla de arena por maltratar a palos a uno de sus bogas. Desde que subió a bordo se presentó como astrónomo y botánico, pero en la conversación quedó claro que no sabía nada de lo uno ni de lo otro. En cambio había visto con sus ojos a los hombres con patas de gallo, y estaba resuelto a capturar uno vivo para exhibirlo por Europa en una jaula, como un fenómeno sólo comparable a la mujer araña de las Américas que tanto revuelo había causado un siglo atrás en los puertos de Andalucía.
«Lléveme a mí», le dijo el general, «le-aseguro que ganará más dinero mostrándome en una jaula como al más grande majadero de la historia».
Desde el principio le había parecido un farsante simpático, pero cambió cuando el tudesco empezó a contar chistes indecentes sobre la pederastia vergonzante del barón Alexander von Humboldt. «Debimos dejarlo otra vez en el playón», le dijo a José Palacios. Por la tarde se encontraron con la canoa del correo, que iba de subida, y el general recurrió a sus artes de seducción para que el agente abriera las sacas de la correspondencia oficial y le entregara sus cartas. Por último le pidió el favor de que llevara al alemán hasta el puerto de Nare, y el agente aceptó, a pesar de que la canoa estaba sobrecargada. Esa noche, mientras Fernando le leía las cartas, el general rezongó:
«Ya quisiera ese coño de madre ser una hebra del cabello de Humboldt».
Había estado pensando en el barón desde antes de que recogieran al alemán, pues no lograba imaginarse cómo había sobrevivido en aquella naturaleza indómita. Lo había conocido en sus años de París, cuando Humboldt regresaba de su viaje por los países equinocciales, y tanto como su inteligencia y su sabiduría lo sorprendió el esplendor de su belleza, como no había visto otra igual en una mujer. En cambio, lo que menos lo convenció de él fue su certidumbre de que las colonias españolas de América estaban maduras para la independencia. Lo había dicho así, sin un temblor en la voz, cuando a él no se le había ocurrido ni siquiera como una fantasía dominical.
«Lo único que falta es el hombre», le dijo Humboldt.
El general se lo contó a José Palacios muchos años después, en el Cuzco, viéndose quizás a sí mismo por encima del mundo, cuando la historia acababa de demostrar que el hombre era él. No se lo repitió a nadie, pero cada vez que se hablaba del barón, lo aprovechaba para rendirle un tributo a su clarividencia:
«Humboldt me abrió los ojos».
Era la cuarta vez que viajaba por el Magdalena y no pudo eludir la impresión de estar recogiendo los pasos de su vida. Lo había surcado la primera vez en 1813, siendo un coronel de milicias derrotado en su país, que llegó a Cartagena de Indias desde su exilio de Curazao buscando recursos para continuar la guerra. La Nueva Granada estaba repartida en fracciones autónomas, la causa de la independencia perdía aliento popular frente a la represión feroz de los españoles, y la victoria final parecía cada vez menos cierta. En el tercer viaje, a bordo del bote de vapor, como él lo llamaba, la obra de emancipación estaba ya concluida, pero su sueño casi maniático de la integración continental empezaba a desbaratarse en pedazos. En aquél, su último viaje, el sueño estaba ya liquidado, pero sobrevivía resumido en una sola frase que él repetía sin cansancio: «Nuestros enemigos tendrán todas las ventajas mientras no unifiquemos el gobierno de América».
De los tantos recuerdos compartidos con José Palacios, uno de los más emocionantes era el del primer viaje, cuando hicieron la guerra de liberación del río. Al frente de doscientos hombres armados de cualquier modo, y en unos veinte días, no dejaron en la cuenca del Magdalena ni un español monárquico. De cuánto habían cambiado las cosas se dio cuenta el mismo José Palacios al cuarto día de viaje, cuando empezaron a ver en las orillas de los pueblos las filas de mujeres que esperaban el paso de los champanes. «Ahí están las viudas», dijo. El general se asomó y las vio, vestidas de negro, alineadas en la orilla como cuervos pensativos bajo el sol abrasante, esperando aunque fuera un saludo de caridad. El general Diego Ibarra, hermano de Andrés, solía decir que el general no tuvo nunca un hijo, pero que en cambio era el padre y la madre de todas las viudas de la nación.' Lo seguían por todas partes, y él las mantenía vivas con palabras entrañables que eran verdaderas proclamas de consuelo. Sin embargo, su pensamiento estaba más en él mismo que en ellas cuando vio las filas de mujeres fúnebres en los pueblos del río.
«Ahora las viudas somos nosotros», dijo. «Somos los huérfanos, los lisiados, los parias de la independencia».
No se detuvieron en ningún poblado antes de Mompox, salvo en Puerto Real, que era la salida de Ocaña al río Magdalena. Allí encontraron al general venezolano José Laurencio Silva, que había cumplido la misión de acompañar a los granaderos rebeldes hasta la frontera de su país, e iba a incorporarse al séquito.
El general permaneció a bordo hasta la noche, cuando desembarcó para dormir en un campamento improvisado. Mientras tanto, recibió en el champán las filas de viudas, los disminuidos, los desamparados de todas las guerras que querían verlo. El los recordaba a casi todos con una nitidez asombrosa. Los que permanecían allí agonizaban de miseria, otros se habían ido en busca de nuevas guerras para sobrevivir, o andaban de salteadores de caminos, como incontables licenciados del ejército libertador en todo el territorio nacional. Uno de ellos resumió en una frase el sentimiento de todos: «Ya tenemos la independencia, general, ahora díganos qué hacemos con ella». En la euforia del triunfo él los había enseñado a hablarle así, con la verdad en la boca. Pero ahora la verdad había cambiado de dueño.
«La independencia era una simple cuestión de ganar la guerra», les decía él. «Los grandes sacrificios vendrían después, para hacer de estos pueblos una sola patria».
«Sacrificios es lo único que hemos hecho, general», decían ellos.
El no cedía un punto:
«Faltan más», decía. «La unidad no tiene precio».
Esa noche, mientras deambulaba por el galpón donde le colgaron la hamaca para dormir, había visto una mujer que se volvió a mirarlo al pasar, y él se sorprendió de que ella no se sorprendiera de su desnudez. Oyó hasta las palabras de la canción que iba murmurando: «Dime que nunca es tarde para morir de amor». El celador de la casa estaba despierto en el cobertizo del pórtico.
«¿Hay alguna mujer aquí?», le preguntó el general.
El hombre estaba seguro.
«Digna de Su Excelencia, ninguna», dijo.
«¿E indigna de mi excelencia?»
«Tampoco», dijo el celador. «No hay ninguna mujer a menos de una legua».
El general estaba tan seguro de haberla visto, que la buscó por toda la casa hasta muy tarde. Insistió en que lo averiguaran sus edecanes, y al día siguiente demoró la salida más de una hora hasta que lo venció la misma respuesta: no había nadie. No se habló más de eso. Pero en el resto del viaje, cada vez que lo recordaba, volvía a insistir. José Palacios había de sobrevivirlo muchos años, y habría de sobrarle tanto tiempo para repasar su vida con él, que ni el detalle más insignificante quedaría en la sombra. Lo único que nunca aclaró fue si la visión de aquella noche de Puerto Real había sido un sueño, un delirio o una aparición.
Nadie volvió a acordarse del perro que habían recogido en la vereda, y que andaba por ahí, restableciéndose de sus mataduras, hasta que el ordenanza encargado de la comida cayó en la cuenta de que no tenía nombre. Lo habían bañado con ácido fénico, lo perfumaron con polvos de recién nacido, pero ni aun así consiguieron aliviarle la catadura perdularia y la peste de la sarna. El general estaba tomando el fresco en la proa cuando José Palacios se lo llevó a rastras.
«¿Qué nombre le ponemos?», le preguntó.
El general no lo pensó siquiera.
«Bolívar», dijo.
Una lancha cañonera que estaba amarrada en el puerto se puso en marcha tan pronto como tuvo noticia de que se acercaba una flotilla de champanes. José Palacios la avistó por las ventanas del toldo, y se inclinó sobre la hamaca donde yacía el general con los ojos cerrados.
«Señor», dijo, «estamos en Mompox».
«Tierra de Dios», dijo el general sin abrir los ojos.
A medida que descendían, el río se había ido haciendo más vasto y solemne, como una ciénaga sin orillas, y el calor fue tan denso que se podía tocar con las manos. El general prescindió sin amargura de los amaneceres instantáneos y los crepúsculos desgarrados, que en los primeros días lo demoraban en la proa del champán, y sucumbió al desaliento. No volvió a dictar cartas ni a leer, ni les hizo a sus acompañantes ninguna pregunta que permitiera vislumbrar un cierto interés por la vida. Aun en las siestas más calurosas se echaba la manta encima, y permanecía en la hamaca con los ojos cerrados. Temiendo que no lo hubiera oído, José Palacios repitió el llamado, y él volvió a replicar sin abrir los ojos.
«Mompox no existe», dijo. «A veces soñamos con ella, pero no existe».
«Por lo menos puedo dar fe de que existe la torre de Santa Bárbara», dijo José Palacios. «Desde aquí la estoy viendo».
El general abrió los ojos atormentados, se incorporó en la hamaca, y vio en la luz de aluminio del mediodía los primeros tejados de la muy rancia y afligida ciudad de Mompox, arruinada por la guerra, pervertida por el desorden de la república, diezmada por la viruela. Por aquella época empezaba el río a cambiar de curso, en un desdén incorregible que antes de terminar el siglo había de ser un completo abandono. Del dique de cantería que los síndicos coloniales se apresuraban a reconstruir con una tozudez peninsular después de los estragos de cada creciente, sólo quedaban los escombros dispersos en una playa de cantos rodados.
La nave de guerra se acercó a los champanes, y un oficial negro, todavía con el uniforme de la antigua policía virreinal, los apuntó con el cañón. El capitán Casildo Santos alcanzó a gritarle:
«¡No seas bruto, negro!»
Los bogas se detuvieron en seco y los champanes quedaron a merced de la corriente. Los granaderos de la escolta, esperando órdenes, enfilaron sus rifles contra la cañonera. El oficial siguió imperturbable.
«Pasaportes», gritó. «En nombre de la ley».
Sólo entonces vio el ánima en pena que surgió de debajo del toldo, y vio su mano exhausta, pero cargada de una autoridad inexorable, que ordenó a los soldados bajar las armas. Luego dijo al oficial con una voz tenue:
«Aunque usted no me lo crea, capitán, no tengo pasaporte».
El oficial no sabía quién era. Pero cuando Fernando se lo dijo se echó al agua con sus armas, y se adelantó corriendo por la orilla para anunciar al pueblito la buena nueva. La lancha, con la campana al vuelo, escoltó los champanes hasta el puerto. Antes de que se alcanzara a divisar la ciudad completa en la última vuelta del río, estaban tocando a rebato las campanas de sus ocho iglesias.
Santa Cruz de Mompox había sido durante la colonia el puente del comercio entre la costa caribe y el interior del país, y éste había sido el origen de su opulencia. Cuando empezó el ventarrón de la libertad, aquel reducto de la aristocracia criolla fue el primero en proclamarla. Habiendo sido reconquistado por España, fue liberado de nuevo por el general en persona. Eran sólo tres calles paralelas al río, anchas, rectas, polvorientas, con casas de un solo piso de grandes ventanas, en las cuales prosperaron dos condes y tres marqueses. El prestigio de su orfebrería fina sobrevivió a los cambios de la república.
En esta ocasión, el general llegaba tan desengañado de su gloria y tan predispuesto contra el mundo, que le sorprendió encontrar una muchedumbre esperándolo en el puerto. Se había puesto a la carrera los pantalones de pana y las botas altas, se había echado la manta encima a pesar del calor, y en vez del gorro nocturno llevaba el sombrero de alas grandes con que se despidió en Honda.