Read El general en su laberinto Online
Authors: Gabriel García Márquez
Tags: #Novela Histórica, Narrativa
El puerto estaba lleno desde las cinco de la mañana con gentes de a caballo y de a pie, reclutadas a toda prisa por el gobernador en las veredas cercanas para fingir una despedida como las de otras épocas. Numerosas canoas merodeaban en el atracadero, cargadas de mujeres alegres que provocaban a gritos a los soldados de la guardia, y éstos les contestaban con piropos obscenos. El general llegó a las seis con la comitiva oficial. Había salido caminando de la casa del gobernador, muy despacio y con la boca tapada con un pañuelo embebido en agua de colonia.
Se anunciaba un día nublado. Las tiendas de la calle del comercio estaban abiertas desde el amanecer, y algunas despachaban casi a la intemperie entre los cascarones de las casas todavía destruidas por un terremoto de hacía veinte años. El general respondía con el pañuelo a quienes lo saludaban desde las ventanas, pero eran los menos, porque los más lo veían pasar en silencio, sorprendidos por su mal estado. Iba en mangas de camisa, con sus únicas botas Wellington y un sombrero de paja blanca. En el atrio de la iglesia el párroco se había subido en una silla para soltarle una arenga, pero el general Carreño se lo impidió. Él se acercó, y le estrechó la mano.
A la vuelta de la esquina le habría bastado con una mirada para darse cuenta de que no soportaría la pendiente, pero empezó a subirla agarrado del brazo del general Carreño, hasta que pareció evidente que no podía más. Entonces trataron de convencerlo de que usara una silla de mano que Posada Gutiérrez había preparado por si le hiciera falta.
«No, general, se lo suplico», dijo él, azorado. «Evíteme esta humillación».
Coronó la pendiente, más con la fuerza de la voluntad que con la del cuerpo, y aun le sobraron ánimos para descender sin ayuda hasta el atracadero. Allí se despidió con una frase amable de cada uno de los miembros de la comitiva oficial. Y lo hizo con una sonrisa fingida para que no se le notara que en aquel 15 de mayo de rosas ineluctables estaba emprendiendo el viaje de regreso a la nada. Al gobernador Posada Gutiérrez le dejó de recuerdo una medalla de oro con su perfil grabado, le agradeció sus bondades con una voz bastante fuerte para ser oída por todos, y lo abrazó con una emoción cierta. Luego apareció en la popa del champán despidiéndose con el sombrero, sin mirar a nadie entre los grupos que le mandaban adioses desde la ribera, sin ver el desorden de las canoas alrededor de los champanes ni los niños desnudos que nadaban como sábalos por debajo del agua. Siguió moviendo el sombrero hacia un mismo punto con una expresión ajena, hasta que ya no se vio más que el muñón de la torre de la iglesia por encima de las murallas desbaratadas. Entonces se metió en el cobertizo del champán, se sentó en la hamaca y estiró las piernas, para que José Palacios lo ayudara a quitarse las botas.
«A ver si ahora sí creen que nos fuimos», dijo.
La flota estaba compuesta por ocho champanes de distintos tamaños, y uno especial para él y su séquito, con un timonel en la popa y ocho bogas que lo impulsaban con palancas de guayacán. A diferencia de los champanes corrientes, que tenían en el centro un cobertizo de palma amarga para el cargamento, a éste le habían puesto un toldo de lienzo para que pudiera colgarse una hamaca en la sombra, lo habían forrado por dentro con zaraza y tapizado con esteras, y le habían abierto cuatro ventanas para aumentar la ventilación y la luz. Le pusieron una mesita para escribir o jugar barajas, un estante para los libros, y una tinaja con un filtro de piedra. El responsable de la flota, escogido entre los mejores del río, se llamaba Casildo Santos, y era un antiguo capitán del batallón Tiradores de la Guardia, con una voz de trueno y un parche de pirata en el ojo izquierdo, y una noción más bien intrépida de su mandato.
Mayo era el primero de los meses buenos para los buques del comodoro Elbers, pero los meses buenos no eran los mejores para los champanes. El calor mortal, las tempestades bíblicas, las corrientes traidoras, las amenazas de las fieras y las alimañas durante la noche, todo parecía confabulado contra el bienestar de los pasajeros. Un tormento adicional para alguien sensibilizado por la mala salud era la pestilencia de las pencas de carne salada y los boca-chicos ahumados que colgaron por descuido en los aleros del champán presidencial, y que él ordenó quitar tan pronto como los percibió al embarcarse. Enterado así de que no podía resistir ni siquiera el olor de las cosas de comer, el capitán Santos hizo poner en el último lugar de la flota el champán de avituallamiento, en el que había corrales de gallinas y cerdos vivos. Sin embargo, desde el primer día de navegación, después de comerse con gran deleite dos platos seguidos de mazamorra de maíz tierno, quedó establecido que él no iba a comer nada distinto durante el viaje.
«Esto parece hecho con la mano mágica de Fernanda Séptima», dijo.
Así era. Su cocinera personal de los últimos años, la quiteña Fernanda Barriga, a quien él llamaba Fernanda Séptima cuando lo obligaba a comer algo que no quería, se encontraba a bordo sin que él lo supiera. Era una india plácida, gorda, dicharachera, cuya virtud mayor no era su buena sazón en la cocina sino su instinto para complacer al general en la mesa. Él había resuelto que se quedara en Santa Fe con Manuela Sáenz, quien la tenía incorporada a su servicio doméstico, pero el general Carreño la llamó de urgencia desde Guaduas, cuando José Palacios le anunció alarmado que el general no había hecho una comida completa desde la víspera del viaje. Había llegado a Honda en la madrugada, y la embarcaron a escondidas en el champán de la despensa a la espera de una ocasión propicia. Ésta se presentó más pronto de lo previsto por el placer que él experimentó con la mazamorra de maíz tierno, que era su plato más apetecido desde que su salud empezó a decaer.
El primer día de navegación pudo ser el último. Se hizo noche a las dos de la tarde, se encresparon las aguas, los truenos y los relámpagos estremecieron la tierra y los bogas parecieron incapaces de impedir que los botes se despedazaran contra los cantiles. El general observó desde el cobertizo la maniobra de salvación dirigida a gritos por el capitán Santos, cuyo genio naval no parecía suficiente para semejante disturbio. La observó primero con curiosidad y luego con una ansiedad indomable, y en el momento culminante del peligro se dio cuenta de que el capitán había impartido una orden equivocada. Entonces se dejó arrastrar por el instinto, se abrió paso entre el viento y la lluvia, y contrarió la orden del capitán al borde del abismo.
«¡Por ahí no!», gritó. «¡Por la derecha, por la derecha, carajos!»
Los bogas reaccionaron ante la voz descascarada pero todavía plena de una autoridad irresistible, y él se hizo cargo del mando sin darse cuenta, hasta que se superó la crisis. José Palacios se apresuró a echarle encima una manta. Wilson e Ibarra lo mantuvieron firme en su sitio. El capitán Santos se hizo a un lado, consciente una vez más de haber confundido babor con estribor, y esperó con humildad de soldado hasta que él lo buscó y lo encontró con una mirada trémula.
«Usted perdone, capitán», le dijo.
Pero no quedó en paz consigo mismo. Esa noche, en torno de las hogueras que encendieron en el playón donde arrimaron para dormir por primera vez, contó historias de emergencias navales inolvidables. Contó que su hermanó Juan Vicente, el padre de Fernando, murió ahogado en un naufragio cuando regresaba de comprar en Washington un cargamento de armas y municiones para la primera república. Contó que él había estado a punto de correr igual suerte cuando el caballo se le murió entre las piernas mientras atravesaba el Arauca crecido, y lo arrastró dando tumbos con la bota enredada en el estribo, hasta que su baquiano logró cortar las correas. Contó que en la ruta de Angostura, poco después de haber asegurado la independencia de la Nueva Granada, se encontró con un bote volteado en los rápidos del Orinoco, y vio a un oficial desconocido que nadaba hacia la orilla. Le dijeron que era el general Sucre. Él replicó indignado: «No existe ningún general Sucre». Era Antonio José de Sucre, en efecto, que había sido ascendido poco antes a general del ejército libertador, y con quien él mantuvo desde entonces una amistad entrañable.
«Yo sabía de ese encuentro», dijo el general Carreño, «pero sin el pormenor del naufragio».
«Puede que lo esté confundiendo con el primer naufragio que tuvo Sucre cuando escapó de Cartagena perseguido por Morillo, y permaneció a flote sabe Dios cómo casi veinticuatro horas», dijo él. Y agregó, un poco a la deriva: «Lo que intento es que el capitán-Santos entienda de algún modo mi impertinencia de esta tarde».
En la madrugada, cuando todos dormían, la selva íntegra se estremeció con una canción sin acompañamiento que sólo podía salir del alma. El general se sacudió en la hamaca. «Es Iturbide», murmuró José Palacios en la penumbra. Acababa de decirlo cuando una voz de mando brutal interrumpió la canción.
Agustín de Iturbide era el hijo mayor de un general mexicano de la guerra de independencia, que se proclamó emperador de su país y no alcanzó a serlo por más de un año. El general tenía un afecto distinto por él desde que lo vio por primera vez, en posición de firmes, trémulo y sin poder dominar el temblor de las manos por la impresión de encontrarse frente al ídolo de su infancia. Entonces tenía veintidós años. Aún no había cumplido diecisiete cuando su padre fue fusilado en un pueblo polvoriento y ardiente de la provincia mexicana, pocas horas después que regresó del exilio sin saber que había sido juzgado en ausencia y condenado a muerte por alta traición.
Tres cosas conmovieron al general desde los primeros días. Una fue que Agustín tenía el reloj de oro y piedras preciosas que su padre le había mandado desde el paredón de fusilamiento, y lo usaba colgado del cuello para que nadie dudara de que lo tenía a mucha honra. La otra era el candor con que le contó que su padre, vestido de pobre para no ser reconocido por la guardia del puerto, había sido delatado por la elegancia con que montaba a caballo. La tercera fue su modo de cantar.
El gobierno mexicano había puesto toda clase de obstáculos a su ingreso en el ejército de Colombia, convencido de que su preparación en las artes de la guerra formaba parte de una conjura monárquica, patrocinada por el general, para coronarlo emperador de México con el derecho pretendido de príncipe heredero-. El general asumió el riesgo de un incidente diplomático grave, no sólo por admitir al joven Agustín con sus títulos militares, sino por hacerlo su edecán. Agustín fue digno de su confianza, aunque no tuvo ni un día feliz, y sólo su costumbre de cantar le permitió sobrevivir a la incertidumbre.
De modo que cuando alguien lo hizo callar en las selvas del Magdalena, el general se levantó de la hamaca envuelto en una manta, atravesó el campamento iluminado por las fogatas de la guardia, y fue a reunirse con él. Lo encontró sentado en la ribera viendo pasar el río.
«Siga cantando, capitán», le dijo.
Se sentó junto a él, y cuando conocía la letra de la canción lo acompañaba con su voz escasa. Nunca había oído cantar a nadie con tanto amor, ni recordaba a nadie tan triste que sin embargo convocara tanta felicidad en torno suyo. Con Fernando y Andrés, que habían sido condiscípulos en la escuela militar de Georgetown, Iturbide había hecho un trío que introdujo una brisa juvenil en el entorno del general, tan empobrecido por la aridez propia de los cuarteles.
Agustín y el general siguieron cantando hasta que el escándalo de los animales de la selva espantó a los caimanes dormidos en la orilla, y las entrañas de las aguas se revolvieron como en un cataclismo. El general permaneció todavía sentado en el suelo, aturdido por el terrible despertar de la naturaleza entera, hasta que apareció una franja anaranjada en el horizonte, y se hizo la luz. Entonces se apoyó en el hombro de Iturbide para levantarse.
«Gracias, capitán», le dijo. «Con diez hombres cantando como usted, salvábamos el mundo».
«Ay, general», suspiró Iturbide. «Qué no daría yo para que lo oyera mi madre».
El segundo día de navegación vieron haciendas bien cuidadas con praderas azules y caballos hermosos que corrían en libertad, pero luego empezó la selva y todo se volvió inmediato e igual. Desde antes habían empezado a dejar atrás unas balsas hechas de enormes troncos de árboles, que los taladores de la ribera llevaban a vender en Cartagena de Indias. Eran tan lentas que parecían inmóviles en la corriente, y familias enteras con niños y animales viajaban en ellas, apenas protegidas del sol con escuetos cobertizos de palma. En algunos recodos de la selva se notaban ya los primeros destrozos hechos por las tripulaciones de los buques de vapor para alimentar las calderas.
«Los peces tendrán que aprender a caminar sobre la tierra porque las aguas se acabarán», dijo él.
El calor se volvía intolerable durante el día, y el alboroto de los micos y los pájaros llegaba a ser enloquecedor, pero las noches eran sigilosas y frescas. Los caimanes permanecían inmóviles durante horas en los playones, con las fauces abiertas para cazar mariposas. Junto a los caseríos desiertos se veían las sementeras de maíz con perros en hueso vivo que ladraban al paso de las embarcaciones, y aun en despoblado había trampas para cazar tapires y redes de pescar secándose al sol, pero no se veía un ser humano.
Al cabo de tantos años de guerras, de gobiernos amargos, de amores insípidos, el ocio se sentía como un dolor. La poca vida con que el general amanecía se le iba meditando en la hamaca. Su correspondencia había quedado al día con la respuesta inmediata al presidente Caycedo, pero sobrellevaba el tiempo dictando cartas de distracción. En los primeros días, Fernando terminó de leerle las crónicas comadreras de Lima, y no logró que se concentrara en nada más.
Fue su último libro completo. Había sido un lector de una voracidad imperturbable, lo mismo en las treguas de las batallas que en los reposos del amor, pero sin orden ni método. Leía a toda hora, con la luz que hubiera, a veces paseándose bajo los árboles, a veces a caballo bajo los soles ecuatoriales, a veces en la penumbra de los coches trepidantes por los pavimentos de piedra, a veces meciéndose en la hamaca al mismo tiempo que dictaba una carta. Un librero de Lima se había sorprendido de la abundancia y variedad de las obras que seleccionó de un catálogo general en que había desde filósofos griegos hasta un tratado de quiromancia. En su juventud leyó a los románticos por influencia de su maestro Simón Rodríguez, y siguió devorándolos como si se leyera a sí mismo con su temperamento idealista y exaltado. Fueron lecturas pasionales que lo marcaron por el resto de la vida. Al final había leído todo lo que cayó en sus manos, y no tuvo un autor favorito, sino muchos que lo fueron en sus distintas épocas. Los estantes de las casas diversas donde vivió estuvieron siempre a reventar, y los dormitorios y corredores terminaron convertidos en desfiladeros de libros amontonados, y montañas de documentos errantes que proliferaban a su paso y lo perseguían sin misericordia buscando la paz de los archivos. Nunca alcanzó a leer tantos como tenía. Cuando cambiaba de ciudad los dejaba al cuidado de los amigos de más confianza, aunque nunca volviera a saber de ellos, y la vida de guerra lo obligó a dejar un rastro" de más de cuatrocientas leguas de libros y papeles desde Bolivia hasta Venezuela.