Read El general en su laberinto Online
Authors: Gabriel García Márquez
Tags: #Novela Histórica, Narrativa
El general, sentado frente a él, le prestó apenas una atención cortés, fingiendo comer más de lo que comía sin levantar la vista del plato. El francés intentó hablarle en su lengua desde el principio, y el general le correspondía por gentileza, pero volvía de inmediato al castellano. Su paciencia de aquel día sorprendió a José Laurencio Silva, que sabía cuánto lo exasperaba el absolutismo de los europeos.
El francés se dirigía en voz alta a los distintos invitados, aun a los más distantes, pero era evidente que sólo le interesaba la atención del general. De pronto, saltando del gallo al burro, según dijo, le preguntó de un modo directo cuál sería en definitiva el sistema de gobierno adecuado para las nuevas repúblicas. Sin levantar la vista del plato, el general preguntó a su vez:
«¿Y usted qué opina?»
«Opino que el ejemplo de Bonaparte es bueno no sólo para nosotros sino para el mundo entero», dijo el francés.
«No dudo que usted lo crea», dijo el general sin disimular la ironía. «Los europeos piensan que sólo lo que inventa Europa es bueno para el universo mundo, y que todo lo que sea distinto es execrable».
«Yo tenía entendido que Su Excelencia era el promotor de la solución monárquica», dijo el francés.
El general levantó la vista por primera vez. «Pues ya no lo tenga entendido», dijo. «Mi frente no será mancillada nunca por una corona». Señaló con el dedo al grupo de sus edecanes, y concluyó:
«Ahí tengo a Iturbide para recordármelo».
«A propósito», dijo el francés: «la declaración que usted hizo cuando fusilaron al emperador les dio un gran aliento a los monárquicos europeos».
«No le quitaría ni una letra a lo que dije entonces», dijo el general. «Me admira que un hombre tan común como Iturbide hiciera cosas tan extraordinarias, pero que Dios me libre de su suerte como me ha librado de su carrera, aunque sé que no me librará jamás de la misma ingratitud».
Enseguida trató de moderar su aspereza, y explicó que la iniciativa de implantar un régimen monárquico en las nuevas repúblicas había sido del general José Antonio Páez. La idea proliferó, impulsada por toda clase de intereses equívocos, y él mismo llegó a pensar en ella encubierta bajo el manto de una presidencia vitalicia, como una fórmula desesperada para conseguir y mantener a toda costa la integridad de América. Pero pronto se dio cuenta de su contrasentido.
«Con el federalismo me sucede al revés», concluyó. «Me parece demasiado perfecto para nuestros países, por exigir virtudes y talentos muy superiores a los nuestros».
«En todo caso», dijo el francés, «no son los sistemas sino sus excesos los que deshumanizan la historia».
«Ya conocemos de memoria ese discurso», dijo el general. «En el fondo es la misma necedad de Benjamin Constant, el más grande pastelero de Europa, que estuvo contra la revolución y después con la revolución, que luchó contra Napoleón y después fue uno de sus áulicos, que muchas veces se acuesta republicano y amanece monarquista, o al revés, y que ahora se ha constituido en el depositario absoluto de nuestra verdad por obra y gracia de la prepotencia europea».
«Los argumentos de Constant contra la tiranía son muy lúcidos», dijo el francés.
«El señor Constant, como buen francés, es un fanático de los intereses absolutos», dijo el general. «En cambio el abate Pradt dijo lo único lúcido de esa polémica, cuando señaló que la política depende de dónde se hace y cuándo se hace. Durante la guerra a muerte yo mismo di la orden de ejecutar a ochocientos prisioneros españoles en un solo día, inclusive a los enfermos en el hospital de La Guayra. Hoy, en circunstancias iguales, no me temblaría la voz para volver a darla, y los europeos no tendrían autoridad moral para reprochármelo, pues si una historia está anegada de sangre, de indignidades, de injusticias, ésa es la historia de Europa».
A medida que se adentraba en el análisis iba atizando su propia furia, en el gran silencio que pareció ocupar el pueblo entero. El francés, abrumado, trató de interrumpirlo, pero él lo inmovilizó con un gesto de la mano. El general evocó las matanzas horrorosas de la historia europea. La Noche de San Bartolomé el número de muertos pasó de dos mil en diez horas. En el esplendor del Renacimiento doce mil mercenarios a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes. Y la apoteosis: Iván IV, el zar de todas las Rusias, bien llamado El Terrible, exterminó a toda la población de las ciudades intermedias entre Moscú y Novgorod, y en ésta hizo masacrar en un solo asalto a sus veinte mil habitantes, por la simple sospecha de que había una conjura contra él.
«Así que no nos hagan más el favor de decirnos lo que debemos hacer», concluyó. «No traten de enseñarnos cómo debernos ser, no traten de que seamos iguales a ustedes, no pretendan que hagamos bien en veinte años lo que ustedes han hecho tan mal en dos mil».
Cruzó los cubiertos sobre el plato, y por primera vez fijó en el francés sus ojos en llamas:
«¡Por favor, carajos, déjennos hacer tranquilos nuestra Edad Media!»
Se quedó sin aliento, vencido por un nuevo zarpazo de la tos. Pero cuando logró dominarla no le quedaba ni un vestigio de rabia. Se volvió hacia el Nene Campillo y lo distinguió con su mejor sonrisa.
«Perdone usted, querido amigo», le dijo. «Semejantes monsergas no eran dignas de un almuerzo tan memorable».
El coronel Wilson le refirió este episodio a un cronista de la época, que no se tomó la molestia de recordarlo. «El pobre general es un caso acabado», dijo. En el fondo, ésa era la certidumbre de cuantos lo vieron en su último viaje, y tal vez fue por eso que nadie dejó un testimonio escrito. Incluso, para algunos de sus acompañantes, el general no pasaría a la historia.
La selva era menos densa después de Zambrano, y los pueblos se hicieron más alegres y coloridos, y en algunos había músicas callejeras sin ninguna causa. El general se echó en la hamaca tratando de digerir con una siesta pacífica las impertinencias del francés, pero no le fue fácil. Siguió pendiente de él, lamentándose con José Palacios de no haber encontrado a tiempo las frases certeras y los argumentos invencibles que sólo ahora se le ocurrían, en la soledad de la hamaca y con el adversario fuera de su alcance. Sin embargo, al atardecer estaba mejor, y dio instrucciones al general Carreño para que el gobierno tratara de mejorar la suerte del francés en desgracia.
La mayoría de los oficiales, animados por la proximidad del mar, que se hacía cada vez más evidente en la ansiedad de la naturaleza, soltaban las riendas de su buen ánimo natural ayudando a los bogas, cazando caimanes con arpones de bayoneta, complicando los trabajos más fáciles para aliviarse de sus energías sobrantes con jornadas de galeote. José Laurencio Silva, en cambio, dormía de día y trabajaba de noche siempre que le fuera posible, por el viejo terror de quedarse ciego por las cataratas, como ocurrió a varios miembros de su familia materna. Se levantaba en las tinieblas para aprender a ser un ciego útil. En los insomnios de los campamentos el general lo había oído muchas veces con sus trajines de artesano, serruchando las tablas de los árboles que él mismo desbastaba, armando las piezas, amortiguando los martillos para no perturbar los sueños ajenos. Al día siguiente a pleno sol resultaba difícil creer que semejantes artes de ebanistería hubieran sido hechas en la oscuridad. En la noche de Puerto Real, José Laurencio Silva tuvo tiempo apenas de dar el santo y seña cuando un centinela estaba a punto de dispararle, creyendo que alguien trataba de deslizarse en las tinieblas hasta la hamaca del general.
La navegación era más rápida y serena, y el único percance lo ocasionó un buque de vapor del comodoro Elbers que pasó resollando en sentido contrario, y su estela puso en peligro los champanes, y volteó el de las provisiones. En la cornisa se leía el nombre con letras grandes: El Libertador. El general lo miró pensativo hasta que pasó el peligro y el buque se perdió de vista. «El Libertador», murmuró. Después, como quien pasa a la hoja siguiente, se dijo:
«¡Pensar que ése soy yo!»
Por la noche permaneció despierto en la hamaca, mientras los bogas jugaban a identificar las voces de la selva: los monos capuchinos, las cotorras, la anaconda. De pronto, sin que viniera a cuento, uno de ellos contó que los Campillo habían enterrado en el patio la vajilla inglesa, la cristalería de Bohemia, los manteles de Holanda, por terror al contagio de la tisis.
Era la primera vez que el general oía aquel diagnóstico callejero, aunque ya era corriente a lo largo del río, y había de serlo muy pronto en todo el litoral. José Palacios se dio cuenta de que le había impresionado, pues dejó de mecerse en la hamaca. Al cabo de una larga reflexión, dijo:
«Yo comí con mis cubiertos».
Al día siguiente arrimaron en el pueblo de Tenerife para reponer las provisiones perdidas en el naufragio. El general permaneció de incógnito en el champán, pero envió a Wilson a averiguar por un comerciante francés de apellido Lenoit, o Lenoir, cuya hija Anita debía andar entonces por los veinte años. Como las averiguaciones fueron inútiles en Tenerife, el general quiso que las agotaran también en las poblaciones vecinas de Guáitaro, Salamina y El Piñón, hasta convencerse de que la leyenda no tenía sustento alguno en la realidad.
Su interés era comprensible, porque durante años lo había perseguido de Caracas a Lima el murmullo insidioso de que entre Anita Lenoit y él había surgido una pasión desatinada e ilícita a su paso por Tenerife durante la campaña del río. Le preocupaba, aunque nada pudiera hacer para desmentirlo. En primer término, porque también el coronel Juan Vicente Bolívar, su padre, había tenido que padecer varias actas y sumarias ante el obispo del pueblo de San Mateo, por supuestas violaciones de mayores y menores de edad, y por su mala amistad con otras muchas mujeres, en ejercicio ávido del derecho de pernada. Y en término segundo, porque durante la campaña del río no había estado en Tenerife sino dos días, insuficientes para un amor tan encarnizado. Sin embargo, la leyenda prospero hasta el punto de que en el cementerio de Tenerife hubo una tumba con la lápida de la señorita Anne Lenoit, que fue un lugar de peregrinación para enamorados hasta fines del siglo.
En el séquito del general eran motivo de burlas cordiales las molestias que sentía José María Carreño en el muñón del brazo. Sentía los movimientos de la mano, el tacto de los dedos, el dolor que le causaba el mal tiempo en los huesos que no tenía. El conservaba aún bastante sentido del humor para reírse de sí mismo. En cambio, le preocupaba la costumbre de contestar las preguntas que le hacían estando dormido. Entablaba diálogos de cualquier género sin las inhibiciones de la vigilia, revelaba propósitos y frustraciones que sin duda-se habría reservado despierto, y en cierta ocasión se le acusó sin fundamento de haber cometido en sueños una infidencia militar. La última noche de navegación, mientras velaba junto a la hamaca del general, José Palacios oyó que Carreño dijo desde la proa del champán:
«Siete mil ochocientas ochenta y dos».
«¿De qué estamos hablando?», le preguntó José Palacios.
«De las estrellas», dijo Carreño.
El general abrió los ojos, convencido de que Carreño estaba hablando dormido, y se incorporó en la hamaca para ver la noche a través de la ventana. Era inmensa y radiante, y las estrellas nítidas no dejaban un espacio en el cielo.
«Deben ser como diez veces más», dijo el general.
«Son las que dije», dijo Carreño, «más dos errantes que pasaron mientras las contaba».
Entonces el general abandonó la hamaca, y lo vio tendido bocarriba en la proa, más despierto que nunca, con el torso desnudo cruzado de cicatrices enmarañadas, y contando las estrellas con el muñón del brazo. Así lo habían encontrado después de la batalla de Cerritos Blancos, en Venezuela, tinto en sangre y medio destazado, y lo dejaron tendido en el lodo creyendo que estaba muerto. Tenía catorce heridas de sable, varias de las cuales le causaron la pérdida del brazo. Más tarde sufrió otras en distintas batallas. Pero su moral quedó íntegra, y aprendió a ser tan diestro con la mano izquierda, que no sólo fue célebre por la ferocidad de sus armas sino por la exquisitez de su caligrafía.
«Ni las estrellas escapan a la ruina de la vida», dijo Carreño. «Ahora hay menos que hace dieciocho años».
«Estás loco», dijo el general.
«No», dijo Carreño. «Estoy viejo pero me resisto a creerlo».
«Te llevo ocho años largos», dijo el general.
«Yo cuento dos más por cada una de mis heridas», dijo Carreño. «Así que soy el más viejo de todos».
«En ese caso, el más viejo sería José Laurencio», dijo el general: «seis heridas de bala, siete de lanza, dos de flecha».
Carreño lo tomó de través, y replicó con un veneno recóndito:
«Y el más joven sería usted: ni un rasguño».
No era la primera vez que el general escuchaba esa verdad como un reproche, pero no pareció resentirlo en la voz de Carreño, cuya amistad había pasado ya por las pruebas más duras. Se sentó junto a él para ayudarlo a contemplar las estrellas en el río. Cuando Carreño volvió a hablar, al cabo de una larga pausa, estaba ya en el abismo del sueño.
«Me niego a admitir que con este viaje se acabe la vida», dijo.
«Las vidas no se acaban sólo con la muerte», dijo el general. «Hay otros modos, inclusive algunos más dignos».
Carreño se resistía a admitirlo.
«Algo habría que hacer», dijo. «Aunque fuera darnos un buen baño de cariaquito morado. Y no sólo nosotros: todo el ejército libertador».
En su segundo viaje a París, el general no había oído hablar todavía de los baños de cariaquito morado, que es la flor de la lentana, popular en su país para conjurar la mala suerte. Fue el doctor Aimé Bonpland, colaborador de Humboldt, quien le habló con una peligrosa seriedad científica de esas flores virtuosas. Por la misma época conoció a un venerable magistrado de la corte de justicia de Francia, que había sido joven en Caracas, y aparecía a menudo en los salones literarios de París con su hermosa melena y su barba de apóstol teñidas de morado por los baños de purificación.
Él se reía de todo lo que oliera a superstición o artificio sobrenatural, y de cualquier culto contrario al racionalismo de su maestro Simón Rodríguez. Entonces acababa de cumplir veinte años, era viudo reciente y rico, estaba deslumbrado por la coronación de Napoleón Bonaparte, se había hecho masón, recitaba de memoria en voz alta sus páginas favoritas de Emilio y La Nueva Eloísa, de Rousseau, que fueron sus libros de cabecera durante mucho tiempo, y había viajado a pie, de la mano de su maestro y con el morral a la espalda, a través de casi toda Europa. En una de las colinas, viendo a Roma a sus pies, don Simón Rodríguez le soltó una de sus profecías altisonantes sobre el destino de las Américas. Él lo vio más claro.