El guardián de la flor de loto (19 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

—De acuerdo —confirmé a pesar de todo—. Iré.

Al momento me sorprendí de haber pronunciado aquellas palabras, pero no me arrepentí de ello.

—¿Qué dices? ¡Estás loco! —protestó Gyentse—.

Puede hacerse —le recriminó el Kalon Tripa—. Los peregrinos que van al Tíbet lo hacen con los permisos pertinentes concedidos por Pekín —insistió mi amigo lama, confundido por el curso que estaban tomando las cosas—. ¡Tardaríamos meses en conseguir un permiso que permitiera a Jacobo salir de la capital!

—Viajará sin permisos, ése es el riesgo que hemos de correr.

—Que ha de correr él —precisó.

—Ya sabes lo importante que es recuperar el
terma
, y más aún evitar que los asesinos de Singay lo consigan antes que nosotros —concretó el Kalon Tripa.

Me volví hacia Gyentse y le hablé aparentando serenidad.

—El Kalon Tripa tiene razón.

—Pero es muy peligroso…

—Es mi pieza del puzle, Gyentse, no puedes negarlo. Todo lo ocurrido desde el primer día… Sabes que es mi pieza.

Gyentse apoyó su mano en mi hombro. Percibí cómo luchaba por contenerse.

—Quiero que sepas que con ello no resucitarás a Asha.

Por un momento me quedé sin palabras.

—Gyentse…

El Kalon Tripa permanecía callado observando nuestra discusión.

—¿Te has parado a pensar un solo instante lo que pretendes hacer? —se exaltó de nuevo—. Ya has oído al Kalon Tripa. Te verías obligado a cruzar la meseta sin visado, a sortear los controles de los militares chinos e internarte en la zona militarizada del oeste. ¡Si te atrapan te acusarán de espionaje! ¡Podrías pasar años en la cárcel, o algo aún peor! Se estima que el año pasado ejecutaron a más de dos mil personas, y a algunos por mucho menos que eso. Creo que no estás calibrando bien los riesgos.

—Son mis riesgos —concluí—. Cuando os traiga ese cartucho lleno de pergaminos sagrados ya decidiréis vosotros los que queréis asumir por vuestro pueblo.

—Todo el pueblo tibetano estará en deuda contigo —declaró el Kalon Tripa, dejando claro que la decisión estaba tomada—. No sólo eso. El mundo entero lo estará si consigues nacerte con el
terma
y al mismo tiempo evitar que caiga en manos de los asesinos.

No quise pararme a calibrar el alcance de su afirmación.

—Necesitarás un visado turístico para volar a Lhasa —indicó Gyentse resignado, incapaz de mirarme a los ojos—. Si manifiestas al consulado chino que no vas a salir de la capital te lo darán con cierta rapidez.

—Telefonearé a Luc Renoir para que acelere los trámites —propuse—. También necesitaré consultar algunos mapas para, una vez en Lhasa, saber cuál es la ruta más segura hacia el monasterio.

—Si has de llegar a Lhasa y después adentrarte en las tierras altas del Oeste sin visado no serán suficientes unos mapas —dijo el Kalon Tripa. Se volvió hacia Gyentse—. Tendremos que pedir ayuda a nuestros contactos de la capital. Me ocuparé de que alguien de confianza le espere en el aeropuerto. Habla tú con…

—Ya sé. Ahora mismo nos reuniremos con él —dijo Gyentse.

—Has de salir cuanto antes hacia Delhi para subirte al primer avión que parta hacia Lhasa —dispuso el Kalon Tripa dirigiéndose de nuevo a mí—. Mientras recoges tus cosas yo te prepararé una carta para Gyangdrak, el abad del monasterio al que te diriges.

—No hay nada más que hablar, entonces…

—Sólo desearte buena suerte —concluyó—. Sin duda la necesitarás.

Capítulo 19

Atravesamos la terraza del primer piso a grandes pasos. Algunos monjes que iniciaban su rutina diaria se asomaban a mirar desde los pasillos.

—¿Con quién te ha pedido el Kalon Tripa que hables? —pregunté sin dejar de andar.

—Se trata de un miembro del Congreso de la Juventud Tibetana.

—Conozco esa organización. Sé que trabajan para solventar la situación que atraviesa vuestro pueblo.

—La forman jóvenes huidos del Tíbet, otros nacidos ya en el exilio y también muchos simpatizantes de nuestra causa de todos los países y razas. Al que vamos a ver es tibetano. Llegó de la meseta hace un par de años.

—Será de total confianza…

—Puedes estar seguro de ello, y también de que te será de gran ayuda. Espero que podamos verle esta misma mañana.

Bajamos de dos en dos los peldaños de la escalera qué llevaba a la planta baja.

—Pero esa organización, como tú mismo has dicho, actúa desde fuera… ¿Qué ayuda podrán prestarme una vez llegue al Tíbet?

—Su sede central está aquí, en Dharamsala, pero mantienen estrechos contactos con diversos colaboradores que se reparte por todo el Tíbet ocupado —dijo mientras cruzábamos el patio central—. Aparte de su labor propagandística en defensa de nuestra causa, se juegan la vida para ayudar a los que huyen través del Himalaya. Se calcula que unos tres mil tibetanos lo cruzan a pie cada año hacia el exilio. No creo que les importe echar una mano a la única persona que quiere entrar de forma ilegal.

Una vez llegamos a la lamasería donde yo estaba alojado, el monje que se hacía cargo de la recepción nos vio pasar y salió corriendo detrás de nosotros.

—¡Esperad! —gritó.

—¿Qué ocurre?

—Han llamado preguntando por Jacobo.

—¿Quién?

—Martha Farewell.

Alargó la mano para darme un trozo de papel arrancado de una libreta cuadriculada. Había escrito las palabras «llamar urgente». Supe que algo no marchaba bien.

Me acompañaron a un cuarto diminuto en el que sólo había un taburete y una mesita vieja de madera con un teléfono de disco. A medida que lo hacía girar mi corazón latía más y más deprisa. Al momento escuché su voz, y sus primeras palabras cayeron sobre mí como una losa enorme; sentí una presión insoportable que se hacía aún mayor a medida que me explicaba lo que ocurría. La niña estaba enferma. El doctor sólo había dicho que no convenía moverla. Había tenido un fuerte ataque. Martha hablaba de forma pausada, demasiado pausada para estar serena. Yo, desde la distancia, multiplicaba por mil cada síntoma y me arrepentía de todas las decisiones tomadas desde que Louise nació.

—¿Por qué no me lo cuentas todo? Martha, por favor… ¡Han tenido que decirte algo más!

—No sé, está ahí, echada en la cama…

—Pero ¿es peor que otras veces?

Volvía a llorar.

—No me ocultes nada, por favor… —le imploraba—. ¡Martha!

Sólo oía sus sollozos al otro lado.

Respiré hondo y conseguí tragar el nudo que casi me impedía hablar.

—No te preocupes. Ahora mismo cojo un todoterreno que me lleve deprisa a Delhi y saldré para allá en el primer avión. ¿Vale? Espérame, ¿entiendes? Esperadme las dos. Llegaré lo antes que pueda.

Colgué. Me paré a pensar unos segundos con las manos en la cabeza. Gyentse permanecía inmóvil, apoyado en el marco de la puerta. Me miraba a través de sus gafas de alambre, con su gesto imperturbable.

—Es mi hija, tengo que…

—Ya sé.

—No quiero abandonar. Volveré en cuanto se ponga bien y entonces…

—¿Recuerdas lo que hemos hablado esta noche en tu habitación, antes de reunimos con el líder de la Fe Roja?

—Esto es diferente.

—No lo es.

—¿Cómo puedes decir eso? —le reproché.

—Te estás dejando llevar por la angustia de tu mujer en un momento en el que eres tú quien debe sujetar las riendas.

—Pero es mi hija… —repetí.

—Louise ha de ser lo más importante en tu vida, pero tienes que serenarte y pensar qué es lo que vas a conseguir llegando a Puerto Maldonado dentro, como pronto, de cuatro o cinco días. Martha no te está pidiendo ayuda. Te está haciendo partícipe de su desasosiego, pero ambos sabéis que Louise está en manos de los mismos médicos de vuestra confianza siempre la han tratado. A esto me refería anoche cuando te decía que no puedes ocuparte de todo. Tienes que establecer prioridades, o pronto te hundirás para siempre en alguno de los socavones que innecesariamente te empeñas en rellenar.

—Pero ¿cómo puedes pedirme que le dé la espalda? Me cueste lo que me cueste llegar, Martha debe saber que estoy con ellas.

—Ahora tienes la oportunidad de ayudarlas a las dos, eso es cierto, pero para ello debes asumir tus propias decisiones. Hace un momento estabas convencido de que todo te llevaba hacia el
terma
enterrado de Singay. Yo te hablaba de peligros y tú sólo veías la luz al final del camino, sin importarte lo que tuvieras que pasar para alcanzarla. ¿Confías en nosotros?

—Claro que sí.

—Pues sé verdaderamente valiente y cúrate tú para que tu hija sane contigo. ¿Por qué cambias la dirección de tus pasos?

—La noche antes de venir a Dharamsala hablé con Asha acerca de esto —dije más tranquilo.

—¿Y qué opinaba ella?

—Que cuando tienes claro lo que quieres no te planteas si estás errando el camino.

—En Occidente no se os educa en el sacrificio, ni en la paciencia, ni en la satisfacción de lo bien hecho. No os enseñan que la única vía para desarrollar una vida plena es tener una meta clara; pero no para alcanzarla, sino para tender hacia ella. No os dais cuenta de que lo más satisfactorio es ser consecuentes con nuestros actos. Tú careces de esa meta, y por eso te lanzas sin pensar hacia todo lo que se te pone por delante. Y ello te lleva a caer en el desorden, en el ruido, culpando al que tienes más cerca de tus propias limitaciones. Si tuvieras ese objetivo vital claro, como te decía Asha, estarías convencido en todo momento de estar haciendo lo correcto. Y, lo más importe, te sentirías libre, que es algo imprescindible para realizarnos en todas las esferas, para ser sinceros y dejar que los que tenemos a nuestro alrededor nos ayuden a mejorar.

—Es duro lo que me dices.

—No te estoy culpando. Sólo quiero que sepas que si no llegas a comprender estas verdades básicas todo lo que has pasado no te habrá servido de nada. —Bajó la mirada un instante y continuó hablando con gravedad—. El sufrimiento de Louise se vaciará de contenido. Yo me reuniré con el activista del Congreso de la Juventud Tibetana. Tú descansa. Párate a pensar qué es lo que debes hacer y mañana hablaremos.

No quedaba nada por decir.

Gyentse se dio la vuelta y cruzó la recepción hasta la puerta exterior de la lamasería. Yo me fui a mi habitación y no me moví de allí hasta el día siguiente.

Cuando bajé a la recepción, el teléfono continuaba sobre la mesita.

Descolgué el auricular y marqué de nuevo los números que me llevaban a casa.

Martha estaba más tranquila, pero se emocionaba cada vez que sentía la terrible distancia que se interponía entre nosotros. Al principio me resultaba imposible decirle que aún pasaría tiempo antes de que pudiera regresar a casa. Ella, a través del teléfono, aprovechaba para dar rienda suelta a sus sentimientos. Recordaba las palabras de su padre, cuando perdió a su esposa siendo Martha una niña. Decía que no debíamos apartarnos del dolor, porque sería una batalla perdida que sólo nos volvería más débiles. Que teníamos que aceptarlo y descubrir qué hay más allá de tanto sufrimiento. Martha acostumbraba a comparar nuestra vida con la de sus padres, y más aún desde que nació Louise. Bebía de sus recuerdos para extraer su esencia y hacerla suya con la mayor intensidad. A mí me gustaba que lo hiciera. Me gustaba el color que había traído a mi vida, y cómo juntos lo habíamos volcado en nuestra hija. Los de Malcolm y Louise fueron granates, como el suelo de Delhi. Su pasión azul cobalto, como el ocaso de Delhi. Y su desdicha verde esmeralda; incluso la desdicha que ellos sufrieron y ahora atravesábamos nosotros, verde como un pequeño buda ruginoso sacado de un cajón de la biblioteca, reencontrado esperanzados. Por eso, desde lo más profundo de mi alma impregnada por el espíritu de los Farewell, le pedía que confiase en mí.

—No va a pasarle nada a Louise —dije—. No puede diluirse tanto color.

Capítulo 20

Fui de inmediato a buscar a Gyentse para comunicarle que había tomado mi decisión. Según me dijeron, se encontraba meditando. Le dejé una nota y me dispuse a preparar mi bolsa con lo poco que tenía que llevar. Vi sobre la mesa las láminas al carboncillo de Singay. Decidí llevarlas conmigo, quizá por la extraña intuición que tuve al contemplarlas de nuevo o quizá porque no sabía a quién confiárselas. Antes de salir de aquel cuarto diminuto en dirección a la meseta pensé una vez más en Martha. Cerré los ojos y acaricié la pulsera de cuentas de sándalo que me regaló el día que la conocí en el barrio de Bodhnath de Katmandú.

Después me dirigí de nuevo a la habitación de mi amigo lama para ver si había regresado y despedirme de él.

Allí estaba.

—Pasa —me pidió desde el otro lado de la puerta.

Cuando entré me costó reconocerle. No vestía su túnica. La había dejado bien doblada sobre una silla y se había enfundado unos pantalones vaqueros, una camisa de cuadros y unas botas de
trekking
.

—¿Qué haces?

Gyentse tomó aire antes de contestar.

—Voy contigo. He decidido hacerlo por mi pueblo.

Le contemplé con los ojos abiertos de par en par.

—Pero…

—¿Piensas que es una decisión que me guste tomar? —clamó con sinceridad—. Pero no pretenderás que te deje solo en esto, después de lo que me ha costado sacarte adelante desde el día que te encontré tirado en el barranco.

De repente dudé de la decisión que había tomado, ahora que implicaba arrastrarle conmigo.

—¿De verdad crees que debemos hacerlo?

—Es demasiado importante para no intentarlo —declaró.

No pude evitar fijarme de nuevo en los vaqueros.

—Pareces distinto —le dije, esbozando una sonrisa.

—Es la primera vez en mi vida que me enfundo una ropa como ésta. Los pliegues de la tela me rozan en las ingles y en las rodillas, por no hablar de los pies. Están oprimidos…

Sabía que pasaría tiempo antes de que pudiera sentir de nuevo la amplitud que le proporcionaba la estudiada colocación de su capa de lama.

—Ya te acostumbrarás —le dije, dándole un abrazo.

—Seguro que este pequeño sacrificio merece la pena.

Un rato después, Gyentse cruzó la puerta de la lamasería y se encaminó hacia la colina más próxima. Guardó las gafas de alambre en la funda y comenzó a subir buscando un lugar adecuado para depositar una ofrenda. Algunos exiliados le habían contado que en las regiones más altas del Tíbet, en los enclaves expuestos a los cuatro vientos, los nómadas acostumbraban a depositar en el suelo unas pequeñas torretas de piedras. Las colocaban las unas sobre las otras hasta formar unos monolitos que simbolizaban la expresión de sus mejores deseos para los demás y las más humildes peticiones para uno mismo. Y ya que había de dirigirse al punto de partida de sus compatriotas pensó que esta muestra de armonía con los elementos más presentes en la montaña, la tierra rocosa y el viento, le harían más llevadera su decisión. Le atraía la idea de pisar su ansiada meseta, pero al mismo tiempo temía no regresar nunca al que, aunque lejos del Tíbet, había sido su único hogar.

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