Faltan pocas horas para que el lama Logsan Singay desvele al mundo las claves que revolucionarán la medicina. Tras años de investigación en su monasterio, Singay ha logrado aunar los avances científicos de occidente con la sabiduría ancestral de los chamanes tibetanos. Sin embargo, poco antes de impartir la tan esperada conferencia en la Universidad de Harvard, el médico muere en extrañas circunstancias.
Jacobo, un joven español inmerso en una crisis personal y profesional, se ve empujado a investigar qué hay detrás de esa misteriosa muerte. La respuesta podría estar en un tratado milenario que una secta budista y los servicios de inteligencia del ejército chino ansían poseer. Para encontrarlo, Jacobo emprende un vertiginoso viaje por las inaccesibles cumbres del Himalaya, desde el norte de la India hasta las profundidades del legendario Tíbet. Al tiempo que sortea los peligros que le acechan, de la mano de su maestro Gyentse aprenderá que ese universo mágico también alberga la solución a sus propios conflictos.
Andrés PAscual
El guardían de la flor de loto
ePUB v1.0
OZN18.08.12
Título original:
El guardían de la flor de loto
Andrés Pascual, 2007.
Traducción: No corresponde
Ilustraciones: Desconocido
Diseño/retoque portada: OZN
Editor original: OZN (v1.0)
ePub base v2.0
Tíbet occidental, septiembre de 1967.
El pequeño lama corría a tientas entre los cascotes. Apretaba unos libros contra su pecho y no podía retirar el agua de lluvia que se le metía en los ojos. La tormenta rugía feroz. Comenzó rumorosa siete días antes, la misma mañana en la que los mensajeros anunciaron que un regimiento de guardias rojos se acercaba a la región destruyendo cuantos monasterios encontraba a su paso. Y después llegó a diluviar, hasta venirse el cielo abajo el día del ataque, como si algún demonio arrepentido quisiera lo invadía todo podía creer que fuera verdad. Ni cuando se convenció de que ninguno de sus compañeros había salido a tiempo del edificio de los dormitorios que yacía desplomado entre los grandes pilares de madera hechos astillas.
«Mi monasterio —pensó— mi hogar en llamas.»
Decidió ocultarse en las despensas. Echó a correr por una de las cuestas que surcaban la lamasería, estructurada como una aldea amurallada. A mitad de camino resbaló e hincó las rodillas en el empedrado. Levantó la mirada y le sobrecogió la imagen de los cuerpos tendidos, arropados en sus túnicas rojas confundidas con el manto de sangre que se deslizaba calle abajo hasta sus piernas. Aflojó la tensión de los brazos y dejó caer los libros. La tinta comenzó a disolverse mientras las hojas se elevaban llevadas por el viento que traía las voces de los soldados. Sintió próxima su estridencia y el terror se apoderó de él.
Se volvió hacia el patio. Ya estaban allí. El pequeño lama clavó sus ojos en la estrella roja que resaltaba en la hombrera empapada de un soldado que, sobre un jeep, hacía girar una ametralladora. Todos gritaban y se movían de forma desordenada. Disparando ráfagas al aire, ordenaron salir a los monjes que se habían resguardado en el pabellón donde se fabricaban las velas. Los lamas aparecieron con las manos en alto, entre ellos uno de los tutores del niño. Al verle se lanzó emocionado hacia él, justo cuando el soldado del jeep encañonó al grupo y les acribilló sin darles tiempo a reaccionar.
El que hacía las veces de oficial se fijó en el pequeño lama que se había quedado inmóvil, mudo bajo la lluvia con su metro veinte de estatura y la túnica que arrastraba por el suelo. Entrecerró aún más sus ojos rasgados para divisarlo entre la cortina de agua, disparó un arma corta y le alcanzó en una mano. El niño dejó escapar un grito de dolor y echó a correr de nuevo entre estertores, esquivando los cuerpos de los lamas, resbalando sobre las piedras pulidas, apoyándose en un murete con una mano mientras su respiración agitada se fundía con el silbar de las balas y las arengas chinas que salían de algún megáfono.
Pasó sin detenerse junto al edificio donde vivía el abad. Subió la larga escalera que partía de la galería de columnas y casi fue arrollado por un caballo que bajaba desbocado desde los establos. El camino que llevaba a las cocinas estaba cortado.
Pensó que podría atajar por la parte trasera de la sala de estudio, pero aquella zona estaba infestada de guardias rojos. Se detuvo junto a la esquina pegando la espalda al muro y se asomó con cuidado. Los soldados salían cargados de libros que arrojaban al suelo formando una pila. Uno de ellos se afanaba en encender una antorcha bajo la lluvia. Otro llegó con un bidón y lo vació sobre los pergaminos; luego arrojó un mechero prendido y produjo una hoguera que al instante sobrepasó la altura de los tejados. La mano del pequeño lama no dejaba de sangrar. Mientras la patrulla contemplaba cómo ascendían las llamas, corrió en dirección al patio que había junto a la muralla, temiendo que también hubieran llegado hasta allí. Así era. Casi se dio de bruces contra otro camión que escupía más y más reclutas desaforados que se esparcían por la lamasería como una gran mancha de petróleo. Pronto descubrieron a un grupo de monjes que se habían agazapado detrás de un muro tratando de ocultarse y les dispararon con saña antes de que pudieran levantarse.
La resistencia del pequeño lama llegó a su fin. Cerró los ojos y tragó como pudo el dolor que bombeaba la herida de la mano. Escuchó más ráfagas de disparos y sintió que se desmayaba. Se dejó caer sobre la puerta de un torreón de la muralla exterior. En ese momento alguien la abrió, le palpó la cabeza rasurada y tiró de él hacia el interior.
Era su maestro, un lama ciego a quien todos en el monasterio conocían como el pintor de mándalas.
—¡Maestro!
—¡Lobsang Singay, hijo! ¡Eres tú! ¡Corre hacia abajo! —le gritó mientras encajaba una barra de hierro para mantener bloqueado el portón.
—Está muy oscuro —sollozó el niño.
El maestro, un viejo lama de edad indeterminada, encendió de forma apresurada una mecha gruesa que sacó de su bolsillo.
La llama iluminó sus ojos sin color. A pesar de su ceguera controlaba todos sus movimientos como si pudiera ver. Acercó la mecha hacia el fondo del pasadizo, iluminando una angosta escalera sobre la que goteaban las filtraciones de la tormenta.
—¿Adónde vamos?
—A un lugar que no conocen los militares chinos. ¡Baja ya! ¡No te detengas!
Al llegar al final del pasadizo se abrió ante ellos una sala rodeada de columnas.
—Nunca me habías traído aquí.
—Quizá no lo recuerdes, pero te hicimos bajar a este sótano hace años, pocos días después de tu llegada al monasterio. Aquí es donde comprobamos el acierto de nuestras designaciones, donde realizamos las pruebas para estar seguros de que algunos niños como tú sois las afortunadas reencarnaciones de nuestros grandes lamas del pasado. Hoy nos servirá de cobijo. Túmbate donde puedas.
El suelo estaba cubierto de alfombras.
—Me duele mucho la mano… —se quejó el niño. El maestro recorrió la herida con la yema de sus dedos índice y corazón.
—Trataré de detener esa hemorragia. Abrió el cajón de un mueble en el que guardaba cuencos tibetanos, collares y figuras de divinidades. Sacó un frasco y preparó un improvisado vendaje con jirones arrancados de su propia túnica. Mientras limpiaba la herida con el ungüento, el pequeño lama se quedó dormido, acurrucado como si fuera un recién nacido. El maestro acercó una alfombra pequeña y le arropó para protegerle de la humedad y del frío.
A pesar de que el bombardeo hacía retumbar las paredes de la sala una y otra vez, el niño durmió durante varias horas. Se despertó tranquilo junto a unas velas que el maestro había encendido para él y que, poco antes de derretirse totalmente, iluminaban con languidez el oscuro recinto. Tan sólo se escuchaba el golpeteo de las gotas contra el charco formado en un escalón. El pintor de mándalas estaba tendido en el suelo, con los párpados apenas cerrados y una particular laxitud en sus miembros. El pequeño lama sintió su brazo paralizado desde el codo hasta la mano. Al menos había dejado de sangrar. Cruzó la sala sin hacer ruido y se encaminó hacia el nivel superior. Cuando llegó arriba soltó el pasador y abrió la puerta, poco más que una rendija para asomarse.
Ya no llovía y el sol, tamizado por la neblina del amanecer, se filtró apresurado y le cegó durante unos instantes.
No se percibía movimiento alguno. Vio, apoyada en la pared, una escalera de madera que ascendía hasta la terraza del torreón. Se remangó la túnica y subió por ella. Empujó la trampilla y salió al exterior. Desde allí se divisaba casi todo el monasterio, con su particular planta circular similar a un enorme mándala. En cada rincón había cuerpos tendidos, túnicas arrugadas y pisadas sobre el barro, restos de papel quemado en los charcos y maderas calcinadas. Primero contó docenas y luego cientos de monjes de todas las edades, algunos amontonados junto a los muros. Pensó en los que habían quedado sepultados bajo los edificios derruidos y sus ojos se llenaron de lágrimas. La biblioteca, la sala de rezos y también la cocina en la que pensó esconderse habían quedado reducidas a un montón de piedras negras todavía humeantes.
Un ruido le sobresaltó. Era el maestro ciego, que subía con dificultad.
—No debiste salir sin decírmelo —le increpó entre jadeos. El niño se volvió hacia él.
—Traté de salvar mis libros, pero se me cayeron cuando huía de los soldados.
El maestro tanteó hasta que sus manos encontraron los hombros del niño. Se agachó y se dirigió a él mirándole frente a frente, como se mira a un igual, como si pudiera verle desde el fondo de sus ojos blancos.
—Los guardias rojos pueden incendiar todas nuestras bibliotecas, todas y cada una, pero ni aun así van a lograr que nos demos por vencidos. —Tomó aire para continuar—. Han destruido nuestros libros, y es cierto que los antiguos lamas vertieron toda su paciencia en la caligrafía de sus páginas, y yo mismo en sus dibujos, pero la verdadera naturaleza del budismo tibetano, pequeño, el verdadero legado del Tíbet, está en nosotros mismos. Eso no lo podrán quemar nunca, recuérdalo. Mientras quede un solo maestro vivo capaz de transmitir las enseñanzas y un solo novicio dispuesto a recibirlas, seguirá forjándose nuestra tradición milenaria.
—¿Seguirás enseñándome como hasta ahora? —le preguntó con los ojos abiertos de par en par.
Esbozó una sonrisa.
—Ya has aprendido todo lo que yo podía transmitirte. Muchos grandes lamas querrían tener los conocimientos que tú, a pesar de tu edad, ya tienes. Además —añadió con la voz cargada de pena—, en pocos días tendrás que irte de aquí.
—¿Adónde?
—A Dharamsala, en la India. Ha llegado el momento de que sigas los pasos de Su Santidad el Dalai Lama.
—¿Y qué haremos con el cartucho?
—No te preocupes. Llevas en tu interior toda la sabiduría que encierra. Ahora sólo tienes que pensar en llegar sano y salvo al otro lado de la cordillera.
—Pero tú vendrás conmigo, ¿verdad?
—Yo soy demasiado viejo para hacer ese viaje. He pasado en esta lamasería toda mi vida y…
El maestro ciego apretó contra su pecho la cabeza del pequeño lama Lobsang Singay. Nunca había escuchado un silencio como aquél, tan distinto al que envolvía sus ratos de meditación. Ya estaban lejos los megáfonos que, sujetos a los carros de combate, arrojaban los discursos de Mao durante el asalto. Se dirigían al siguiente monasterio. Puede que ya hubiesen llegado.