El guardián de la flor de loto (6 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

—Te aseguro que yo mismo lo recogí del suelo. Estaba tirado junto a la cama.

—No lo dudo, pero me intriga. Ni siquiera las esvásticas, tan comunes en la simbología budista, son normales.

—¿A qué te refieres?

—Están invertidas, dibujadas en sentido anti horario. Ya lo estudiaré.

La india del sari recogido que antes limpiaba el porche se asomó a la puerta, haciéndose notar con un gesto cortés pero no menos familiar. Portaba mi teléfono pero le habló a Malcolm.

—Señor Farewell, llevaba un rato sonando. Preguntan por Jacobo.

Lo dejó sobre la mesa.

Contesté de inmediato y me dediqué a escuchar lo que decía mi interlocutor sin apenas intervenir. Levanté la mirada hacia Malcolm. Su rostro traslucía una preocupación creciente. Me despedí después de anotar un número y una dirección de correo electrónico en una libreta que Malcolm sacó de un cajón.

—¿No tendrá nada que ver con la pequeña? —preguntó con angustia en el momento en que colgué.

—No te preocupes. Louise está bien. Se trata de Lobsang Singay.

Apuré lo que quedaba de su malta antes de continuar. Malcolm llamó a la mujer y le pidió que nos trajera la botella y otra copa.

—¿Te llamaban de Dharamsala? —preguntó extrañado.

—No, de Boston. Era el inspector Sephard. Le conocí mientras preparaba los papeles para repatriar el cuerpo.

—¿Qué quería?

Respiré hondo antes de contestar. Malcolm, por lo que reflejaban sus labios apretados, debió de adivinar que se trataba de algo importante.

—Singay no murió de un paro cardíaco.

—¿Qué?

—Bueno, quizá sí, pero alguien se lo provocó.

—¿Cómo? —gritó.

—Lo siento, Malcolm. Es lo que me han dicho.

Me miraba con los ojos completamente abiertos y, sin embargo, parecía no verme.

—¡Singay asesinado! ¡Dios! ¿Quién ha podido…?

—De momento no lo saben.

—No puede ser cierto, tiene que haber un error… ¡Repíteme palabra por palabra lo que te ha dicho ese inspector!

—Según me ha contado, a pesar de que el servicio médico certificó inicialmente que Singay había muerto por causas naturales, dado que no había indicios de que otra persona hubiera estado en la habitación, ni huellas significativas, ni marcas en los muebles o en las cerraduras, la policía científica se llevó la taza que encontraron en su mesilla para una comprobación rutinaria. Al parecer remitieron los restos al laboratorio central, desde donde han devuelto un análisis que certifica la presencia de un veneno en el té.

—Un veneno…

—Dice que tuvo que producir lesiones internas de fácil apreciación en el cuerpo de Singay, pero no pudieron verlas ya que no llegaron a hacerle la autopsia.

Malcolm tenía la mirada perdida en otra dimensión. No dejaba de agitar los hielos en el fondo de la copa produciendo un tintineo desquiciante.

—Lobsang Singay envenenado —repetía entre balbuceos—. Era un maestro insustituible. ¿Quién habrá querido hacer algo así? Si no fueras tú quien me lo dice no lo creería…

—Al parecer se ha formado un gran revuelo porque me dejasen sacar tan apresuradamente el cuerpo del país.

—Pero cumpliste con toda la normativa… —supuso, preocupándose ahora por mí.

Al fin y al cabo era él quien me había metido en aquello.

—Sí, sí. Sin duda no esperaban que el análisis arrojase ese resultado, ni podían saber cuánto tardaría en realizarlo el laboratorio, así que no pusieron impedimentos para que me llevase el cuerpo cuanto antes. Ya te he dicho que ni siquiera se plantearon hacerle la autopsia. Es ahora cuando van a solicitarla a través de la INTERPOL, para que sean los forenses indios los que la practiquen.

—¿Para qué la quieren ahora?

—Si la autopsia revela en el cuerpo de Singay lesiones compatibles con las que causa ese veneno pasaremos a estar oficialmente ante un caso de asesinato y la policía de Boston podrá iniciar una investigación.

—Claro. Si no se practicase, o si una vez realizada no arrojase el resultado que esperan, se limitarían a archivar el expediente.

—Así es.

Malcolm rellenó su copa y preparó otra para mí. Esta vez no le recordé las quejas de Martha al respecto de la falaz alianza entre el alcohol y los expatriados.

—Pero ¿por qué te han llamado a ti? —preguntó con extrañeza.

—Ten en cuenta que para ellos soy la persona responsable del cuerpo. Aparezco en los poderes tramitados a través del consulado y mi firma está estampada en todos los informes.

—Entonces no van a avisar a Dharamsala…

—De momento no. Me han trasladado la información con carácter oficial a través de esta conversación que, según me han dicho, ha quedado grabada, y la INTERPOL se ocupará del resto. La Central de Policía de Delhi derivará el caso a la comandancia de la región donde está Dharamsala.

—¿Cuánto tardará eso?

No me lo ha dicho, pero supongo que unos cuantos días, entre una cosa y otra.

Malcolm se perdió en sus cavilaciones.

—Entonces… —murmuró al poco.

—Entonces tendremos que llamar a Dharamsala cuanto antes.

—No, espera —dijo él, suave pero rotundamente—. ¿En qué piensas?

—Aún no lo sé.

—Malcolm, no hay tiempo que perder.

—La tela…

—¿A qué te refieres?

—La tela negra que encontraste en su habitación. Antes de que hagamos nada prefiero enseñársela a alguien.

Se levantó de la silla y se dispuso a abandonar la habitación con la copa.

—Pero…

—Prepárate, nos vamos.

—Al menos podrás decirme adónde —espeté, haciendo que se detuviera.

Malcolm se volvió desde la puerta, aparcando el tono imperativo.

—Al barrio tibetano, a ver a un amigo.

Poco después abandonamos la casa a pie.

—¡Vamos! —me urgió mientras cruzaba la verja—. El chófer está haciendo unos recados en el centro y no quiero esperar. ¡Corre, que no se escape ese taxi!

—Otra vez Delhi —susurré sin pretender que me oyese, una vez nos montamos y después de que Malcolm le diera una serie de precisas instrucciones al taxista.

—Ya no me enfado cuando se me echan encima por la noche coches sin luces, ni cuando los guardas de las gasolineras apagan los cigarros en el suelo con la culata del fusil. Será la edad —dijo él, como si quisiera aparentar estar más calmado.

Quizá Malcolm se hubiese suavizado, pero Delhi conservaba su ritmo enloquecido. Todo en la capital era apresurado y desordenado. Rodeamos la plaza de la Puerta de la India y enfilamos el parque donde tocaban los músicos callejeros, con tambores de cuero y flautas mágicas, situados cada cincuenta metros hasta la residencia presidencial formando una ondulante serpiente de melodías entremezcladas. Me incorporé hacia delante para azuzar al taxista. Malcolm hacía verdaderos esfuerzos para controlar la ansiedad. Era lógico que, tras recibir aquella horrible noticia, estuviera confuso y encolerizado. Respiré hondo y evité mirarle. La ciudad entera estaba levantada por las obras del metro. La gente se encaramaba a los monolitos construidos para soportar los puentes, pincelando el hormigón con barbas blancas, ojos verdes y ojos negros, saris de flores y pies descalzos.

De repente nos vimos en mitad de un atasco. Un policía subido en un podio hacía movimientos enérgicos y gritaba instrucciones detrás de su mascarilla. Comenzaba a ponerme de nuevo nervioso cuando Malcolm señaló al final de la hilera de coches detenidos. Al fondo se vislumbraba la tapia del barrio tibetano.

Desde que el Dalai Lama se refugiara en la India tras huir de Lhasa, más de cien mil tibetanos le habían seguido al exilio. La mayoría vivía al amparo de su líder en el asentamiento de Dharamsala, situado en el estado indio de Himachal Pradesh, a dos días de viaje desde Delhi. Por ello no era extraño que, pasados los años, las nuevas generaciones tibetanas nacidas en el exilio y algunos mayores cansados de esperar sintieran la llamada de la gran ciudad, cargada de ilusorias promesas y también de destructivas decepciones. Poco a poco los más decididos fueron recogiéndose en unas cuantas casas apelotonadas entre cuatro muros perdidos en los arrabales de Delhi, la que para ellos era la capital del mundo, la gran urbe de su patria de acogida.

Nos detuvimos frente al portón de aquel particular gueto de túnicas y rosarios tibetanos. Antes de salir del taxi imaginé lo que sentiría si fuese uno de ellos, recién llegado de Dharamsala, con el fardo a la espalda y la mirada en alto al pasar bajo el dintel.

Capítulo 4

El barrio tibetano de Delhi sobrevivía entre sus tapias de ladrillo. No tendría más de diez calles paralelas que terminaban en un riachuelo salido de quién sabe dónde. El sol atravesaba el cielo encapotado y se tamizaba de gris plateado antes de dejarse caer entre las construcciones inacabadas que confiaban en la venida de años de prosperidad para añadir más alturas. Las cuerdas de banderas ceremoniales y algunos puestos de venta de rosarios de plástico sellaban su condición aparte. La gente del barrio no había perdido los rasgos enjutos de los antiguos nómadas de la meseta. Su inocencia innata y el optimismo natural de los lamas enmascaraba la tristeza que les suponía vivir a mil kilómetros de su casa. Nos cruzamos con un monje que llevaba de la mano a un novicio enfundado en una túnica en miniatura. Vi cómo se introducían por un callejón, donde un letrero de madera en el que podía leerse la palabra TEMPLO escrita con rotulador colgaba de unos alambres.

Seguí a Malcolm hasta la entrada de un edificio de dos plantas que, algo mejor terminado pero igual de comprimido entre las apretadas viviendas, destacaba del resto por la palidez resplandeciente de sus paredes. Se trataba de la Clínica Pública de Salud Tibetana, tal como indicaba el cartel que conmemoraba su inauguración en 1990 y revelaba su dependencia directa del Departamento de Salud de Su Santidad el Dalai Lama en Dharamsala. Empujamos la portezuela de la valla y cruzamos el escueto jardín frontal hasta el corredor en el que una mesa hacía las veces de recepción. Malcolm hizo sonar un timbre y se asomó un enfermero. Debajo de la bata vestía la túnica roja, ajada y sempiterna de los monjes.

—Buscamos al maestro Zui-Phung.

—Está en la librería.

—¿Podría indicarme…?

El monje sanitario pasó junto a nosotros. Desde el centro de la calle señaló hacia el fondo.

—Sigan hasta aquella casa, junto a los hombres que juegan al billar.

Antes de entrar en la librería nos asomamos al escaparate. El maestro Zui-Phung, un anciano grueso y de aspecto afable, estaba sentado sobre una butaca aterciopelada junto al mostrador. Conversaba con otra persona que debía de ser el dueño del establecimiento a juzgar por cómo se afanaba en ordenar los volúmenes que poblaban la estantería. Había libros de todos los tamaños, algunos del Dalai Lama más a la vista para los escasos turistas que llegaban hasta allí y otros muchos escritos por los grandes maestros de todas las disciplinas budistas. Desde fuera olía a papel húmedo. También olía a polvo de cemento removido por la lluvia y a manteca quemada. Desde el otro lado del muro llegaba el olor a curry y a pistilos machacados, que dulcificaba el humo de los coches y el tufo de la basura.

—Pasen, pasen —nos animó el dueño mientras se volvía tras escuchar el chirrido de la puerta.

—Vaya, un occidental con pretensiones —dejó caer Zui-Phung.

—¿De qué? —rió Malcolm mientras se acercaba a darle un abrazo.

—De monitor de yoga, por ejemplo. Si quieres continúo.

—Eres mucho peor persona de lo que piensan todos tus pacientes.

Se sujetaron las manos con cariño.

—Te ocurre algo —afirmó.

—Sé que lo has adivinado desde el primer momento, pero antes de empezar quiero presentarte al padre de mi nieta.

El tibetano se volvió hacia mí. El librero me había estado observando desde que entramos. El grueso cristal derecho de sus gafas tenía una fisura amarillenta de lado a lado.

—Así que tú eres el hombre de la pequeña Martha.

—La saludaré de su parte —dije mientras le daba la mano.

Malcolm y Zui-Phung se miraron y al momento se echaron a reír con un gesto de complicidad.

—Creo que por mucho que rebusque en mi pasado —dijo el tibetano— no encontraré otra alumna más ansiosa. Era una delicia cuando venía a verme para que le contase cosas sobre el viejo Tíbet. Poco a poco sus preguntas fueron alcanzando cotas más y más profundas. Hubiera sido una buena lama.

—Dejémosla como está —intervino su padre.

—¿Sois felices? —me preguntó.

—Es fácil serlo estando con ella —contesté.

—Me alegro por ambos —dijo, lanzándome una última mirada que no supe interpretar.

—Bueno, Zui-Phung —salió al paso Malcolm—, tengo una terrible noticia que darte.

—…

Tomó aire y posó su mano sobre la del maestro.

—Han envenenado a Lobsang Singay, el médico de Dharamsala.

El maestro tibetano cerró los ojos. La tensión que albergaba era tal que hizo que me estremeciera y sintiera la muerte del lama como si se tratase de un familiar cercano. Zui-Phung recobró lentamente su expresión.

—¿Envenenado, dices? —sollozó.

—Eso creemos.

Malcolm apretó la mano del maestro aún más contra el brazo de la butaca en señal de apoyo. Después la soltó con suavidad.

—Tengo que enseñarte algo que quizá tenga que ver con el asesinato —dijo.

Sacó la tela que llevaba enrollada dentro de un cartucho de cartón que solía utilizar para llevar de un sitio a otro los planos de la ampliación de la fábrica. La desplegó mientras el librero apartaba algunos volúmenes del mostrador y presionaba el alambre de sus gafas para que no cayese el cristal roto al inclinarse a mirar.

—¿Por qué me muestras esta tela? —dijo Zui-Phung, con un hilo de voz.

Malcolm me señaló con la mirada y continuó.

—Jacobo la encontró en la habitación del hotel en el que se alojaba Lobsang Singay. Se había desplazado a Boston para impartir un ciclo de conferencias.

—Hacía tiempo que no veía una así —murmuró, pasando con delicadeza su mano sobre el dibujo.

—Parece un mándala, pero pintado sobre seda, no sobre lienzo ni pergamino. Y negro; y con ese buda dibujado en el centro con tinta roja —dijo Malcolm.

—Con sangre —le corrigió Zui-Phung sin retirar los ojos de la tela.

De inmediato sentí un nuevo estremecimiento.

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