El guardián de la flor de loto (7 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

—¿Humana? —intervine.

Se volvió hacia mí.

—De yak, o de cualquier animal parecido. Los seguidores de la Fe Roja son radicales, pero no asesinos.

—Es posible que eso haya cambiado —se lamentó Malcolm.

El silencio invadió la estancia.

El librero salió de su rincón y desplegó dos sillas de madera que tenía apoyadas en una esquina. Las acercó al mostrador y nos invitó a tomar asiento. Se asomó a la calle e hizo venir al mozo que atendía a los jugadores del billar para pedirle que nos trajera té. Al momento, mientras Zui-Phung confirmaba pacientemente su dictamen acercando la tela a sus ojos y palpaba la textura del dibujo, el chico llegó con una bandeja y cuatro tazas. La dejó en el extremo del mostrador y se marchó corriendo para regresar al poco con un termo.

—¿Quiénes son esos seguidores de la Fe Roja a los que ha nombrado? —pregunté con impaciencia—. Estoy seguro de que he oído antes ese nombre.

—No te extrañe. Se trata de una importante secta budista surgida en Dharamsala hace unos quince años que ha llegado a implantarse en todo el mundo y, más que en ningún otro sitio, en Estados Unidos. Hoy en día tiene, según dicen, más de un millón de adeptos.

—Un millón…

—Hay quien los ha catalogado como los integristas del budismo tibetano. Tienen una marcada vocación política y abogan por el separatismo absoluto de China.

—Los conozco bien —dijo Malcolm—. Esa postura separatista radical les ha llevado a enfrentarse al Dalai Lama.

—Así es —confirmó Zui-Phung—. El Dalai Lama propugna una vía más moderada para negociar la vuelta al Tíbet.

Malcolm asintió y se acarició el mentón.

—Y dices que la tela pertenece a la secta…

—Es muy probable. La tendencia independentista de la Fe Roja se ha tornado en un nacionalismo enfermizo. Ello les ha llevado a rescatar tradiciones místicas que consideran oriundas del viejo Tíbet, como son los rituales de los antiguos chamanes de la meseta. Mira. —Pasó la mano sobre la tela—. Después de llevar a cabo sus prácticas, los chamanes tibetanos desplegaban una tela negra y arrojaban sobre ella unos dados de doce caras, también negros, para evaluar el éxito del rito efectuado. Es una de las prácticas heredadas por la secta. Además, fíjate en las esvásticas.

—Ya me he percatado, están invertidas.

—En sentido anti-horario, al igual que aparecen en todas las ilustraciones confeccionadas por los lamas que, una vez implantado el budismo, seguían siendo fieles a las viejas tradiciones.

—No lo había pensado. ¿Y el dibujo?

El dibujo no es sino una reproducción del más simple de los mándalas de meditación, un buda desnudo, sin sexo, representación de la naturaleza primordial no dual y carente de conceptos terrenales que nos acerca a la vacuidad y, en consecuencia, a la Iluminación.

—Lamento interrumpiros. —Todos se volvieron hacia mí—. Estáis diciendo que la tela que encontré en Boston se corresponde con las que utiliza la Fe Roja. Pero ¿por qué una secta independentista podría tener interés en asesinar a un doctor en medicina? Lobsang Singay no formaba parte del gobierno de Dharamsala…

—Es posible que quien les molestase no fuera el gobierno de Dharamsala. Quizá era el propio Singay quien les resultaba indeseable —afirmó Zui-Phung.

—Explícate, por favor —le pidió Malcolm.

Zui-Phung pensó durante unos segundos lo que iba a decir.

—Ya sabréis que los extraordinarios progresos de la medicina de Singay estaban basados, en parte, en haber recuperado una sabiduría ancestral a la que nadie antes había tenido acceso. Profundizó en el estudio de las técnicas tibetanas de sanación más evolucionadas y multiplicó exponencialmente su efectividad al fundirlas con algunos viejos protocolos chamanísticos.

—¿Quieres decir que quizá Singay estaba invadiendo el terreno de la secta? —insinuó Malcolm.

—Quizá su líder temía ser desautorizado por Singay. Ten en cuenta que la Fe Roja practica con fervor aquellos viejos rituales chamanísticos, pero lo hace por puro propagandismo separatista, sin llevar a cabo el riguroso estudio previo que requerirían para surtir algún efecto. Por ello sus prácticas se reducen a una mera muestra de folclore vacía de contenido, y su líder es consciente de ello. Por el contrario, Singay estaba en posesión de los verdaderos secretos de los chamanes tras haber profundizado durante años en el estudio de su vertiente más elaborada y espiritual. Los había integrado con los últimos avances de la neurofisiología y otros campos de la medicina moderna logrando unos resultados que, hasta hoy, eran inimaginables. Y siempre se caracterizó por defender con energía la pureza de las enseñanzas frente a cualquier agresor.

—¿Estás insinuando que quizá el líder de la Fe Roja decidió eliminar a Singay antes de que arremetiese contra él? —sugirió Malcolm.

—Si Lobsang Singay se lo hubiera propuesto habría dejado al descubierto sin dificultad las carencias doctrinales de la Fe Roja, lo cual habría supuesto el desmoronamiento de la estructura política y económica de la secta —ratificó Zui-Phung.

—Pero ¿en qué consisten exactamente esos antiguos rituales chamanísticos? —pregunté ansioso.

El maestro permaneció con la mirada clavada en mí sin decir nada.

—Perdóneme si parezco brusco —me excusé—, sólo quiero ayudar.

—Me gusta este chico —dijo Zui-Phung dirigiéndose a Malcolm—. Tiene ese ímpetu tuyo. Te lo explicaré. —Agitó su mano hacia atrás, refiriéndose a tiempos pasados—. Los chamanes que se repartían por la gran meseta del Tíbet ya practicaban sus rituales cuando todavía no existían ni los años ni los siglos. Se dice que tenían el poder de predecir todas las desgracias, desde las dolencias más pequeñas del cuerpo humano hasta las mayores calamidades, como las olas de frío que entraban en la meseta e impedían que creciese una mísera rama de arbusto. Averiguaban cuál era el demonio o espíritu maléfico que las ocasionaba y lograban neutralizarlas. Invocaban a las divinidades benévolas y recababan su ayuda para destruir el mal. Conseguían absorber la fuerza de los cinco elementos, espacio, aire, fuego, agua y tierra, y relanzarla para limpiar la contaminación de la persona.

—¿Me estáis diciendo que Singay creía en todo eso?

—Consideraba, al igual que los chamanes de la antigüedad, que la enfermedad psíquica o física surge del desequilibrio existente entre el ser humano y el resto del universo. Y aseguraba que ese desequilibrio viene provocado por los espíritus de la naturaleza, irritados al ver cuánta energía negativa emana de los hombres. Por ello trataba de controlar el orden natural, al más puro estilo chamanístico, como paso previo y necesario para restablecer la situación armónica del cuerpo y de la mente. Era un genio. Como ya te he indicado, su máximo empeño era integrar esos ritos del antiguo Tíbet en la medicina moderna. Se había propuesto convencer al mundo de que, por muy avanzada que esté la medicina occidental, no se puede llegar a la sanación obviando la verdadera naturaleza del ser humano y su integración en el cosmos, que es lo que primordialmente restablecían los chamanes.

—Pero ¿son compatibles esas prácticas de los chamanes que recuperó Singay con la actual doctrina budista del Dalai Lama?

—Naturalmente. Nuestro budismo tántrico, que es el budismo que practica el Dalai Lama, tiene una marcada base esotérica. Aunque es cierto que ha sufrido una profunda depuración durante siglos para convertirse en la gran doctrina espiritual que es hoy.

Zui-Phung bebió de su taza con parsimonia. Me fijé cómo sostenía el asa azulada que asemejaba la cola del dragón esmaltado en la porcelana.

—Los rituales chamanísticos reinaron en toda la meseta hasta el siglo vil —siguió explicando—. Después llegaron al Tíbet los grandes maestros de la India e incorporaron los tantras.

—Y a partir de entonces comenzó a gestarse el budismo tántrico propiamente tibetano —dije.

—Así es. Los tantras son unas vías avanzadas de meditación, extremadamente complejas, que sólo están al alcance de aquellos lamas que dedican toda su vida a su estudio. Se trata de un modo de vida más que de una mera doctrina. Eso, sumado a las influencias budistas que llegaban de otros países limítrofes, hizo que los protocolos chamanísticos terminaran relegándose al olvido entre la clase monástica que surgió para asumir esas nuevas enseñanzas superiores.

—Pero nunca llegaron a desaparecer completamente…

—Ahí está el quid de la cuestión. El budismo tántrico se convirtió en la religión mayoritaria del Tíbet allá por el siglo XI, pero los rituales de los chamanes han seguido vivos entre el pueblo de las montañas, que aún conjura a espíritus protectores para que les liberen de los demonios. Y es cierto que esos rituales también se siguen practicando en algunos monasterios.

—¿Hoy en día? —pregunté.

—Sí, hoy en día. Y gracias a eso Singay tuvo la oportunidad de acceder a esas prácticas. Lo hizo mientras vivió en la meseta, antes de que su monasterio fuese destruido y partiese hacia el exilio. Piensa que los monasterios del Tíbet, por las extremas condiciones ambientales y geográficas del país, han sufrido desde siempre un profundo aislamiento. Las comunicaciones por tierra son difíciles y, en ocasiones, imposibles. Siendo así, es lógico que las prácticas que se desarrollan en cada monasterio no sean idénticas. Cada uno ha bebido de la fuente que tenía más próxima.

—Por ello a lo largo de la historia han surgido distintas órdenes monásticas —intervino Malcolm.

—Sí, pero todas ellas son consideradas auténticas escuelas budistas tibetanas —subrayó Zui-Phung—. Todas han terminado conviviendo de forma pacífica y han aceptado al Dalai Lama, representante de la escuela Geluk, como único líder espiritual y político.

—Pero la Fe Roja no es una de esas escuelas… —supuse.

—Desde luego que no. La Fe Roja surgió por intereses políticos más que doctrinales. Como os he dicho antes, el que hayan rescatado unas cuantas prácticas chamanísticas del viejo Tíbet no es más que un acto forzado.

—Para diferenciarse aún más del budismo que se practica en China y remarcar las diferencias —apunté.

—Para eso mismo.

—Entonces, y recapitulando, sólo queda pensar que Singay había iniciado una particular cruzada para desautorizar a la Fe Roja, y que éste es el motivo por el que pudo ser asesinado por la secta.

—Es probable. Como os he dicho, eran bien conocidos sus esfuerzos por preservar las enseñanzas tántricas de cualquier agresión que pudiera adulterarlas. Y siempre se mostró muy crítico con la Fe Roja. Yo mismo he llegado a escuchar cómo, en público, tildaba de farsante al líder de la secta.

—Como dice el Dalai Lama —anotó Malcolm—, el budismo tibetano es para el alma lo mismo que la selva amazónica para el planeta: su último pulmón. Y cualquier intromisión en su doctrina, que está al borde de la extinción, puede ser fatal.

—Está claro que a los tibetanos nos quedan pocas cosas en este mundo. En realidad nunca hemos tenido muchas —rió Zui-Phung más relajado—, aparte de nuestra elaborada doctrina espiritual.

Zui-Phung se quitó una chancla y se rascó el pie.

—Al margen de que la secta haya tenido o no algo que ver con el asesinato de Singay, me sorprende que el Dalai Lama no haga algo para pararles —indicó Malcolm.

El maestro contestó con gravedad.

—Dharamsala, por el momento, ha optado por no condenar de forma oficial las prácticas de la Fe Roja. El Dalai Lama sabe que varios miembros de su gobierno avalarían un endurecimiento de la postura moderada que sostiene frente a China, que es precisamente lo que pretende la secta. Y además, por las aportaciones de sus numerosos adeptos en el extranjero, la Fe Roja proporciona una nada despreciable fuente de financiación. Eso no podemos olvidarlo.

—¿La Fe Roja nutre de fondos al gobierno de Dharamsala?

—Lo que el gobierno exiliado necesita con más urgencia es dinero para cumplir sus objetivos y salvar al pueblo tibetano. Eso es una realidad.

—¿Estás sugiriendo que algunos ministros del Dalai serían capaces de mirar hacia otro lado, aun sabiendo que la secta podría haber asesinado a Singay, con tal de no perder esa vía de ingresos? —preguntó Malcolm, perplejo.

—Por esa razón, o por no suscitar crisis internas en el Kashag. Ya sabes que hay ministros de talante moderado, y por lo tanto fieles al Dalai Lama, y otros más radicales que ven con buenos ojos el separatismo que propugna la Fe Roja.

—Y lo que menos necesita ahora el gobierno exiliado es una crisis semejante… —murmuré.

—En cualquier caso —continuó diciendo Zui-Phung—, el asesinato de Singay me ha sorprendido tanto como a ti. Estoy haciendo elucubraciones con las pocas pistas que tenemos, pero sin duda habrá que investigar a fondo antes de aventurarse a afirmar cosas como ésa, que verdaderamente no tienen nada que ver con el espíritu de nuestro pueblo.

Me sorprendió la amplitud de miras de aquel hombre, quien, a pesar de su condición de ortodoxo lama Geluk, no tenía reparos en mencionar con todas sus letras algunas de las pocas vergüenzas de su orden, obligada a vivir en el mundo real.

—Envenenado —murmuró Zui-Phung de repente—. Aún no puedo creerlo…

Permanecimos callados durante al menos un minuto.

—Pero —insistí de repente—, si la secta quería silenciar a Singay como apuntáis, ¿por qué decidieron asesinarle en Boston? ¿Por qué no lo hicieron mientras Lobsang Singay estaba aún en la India, allí donde su muerte sólo habría sido una muerte más?

—Si puedes formular las preguntas puedes encontrar las respuestas, querido Jacobo —concluyó el maestro.

Malcolm agarró la tela con cierta violencia y la sostuvo pensativo en su mano durante unos segundos. Después la dobló con cuidado, como si se disculpara por su brusquedad anterior, y la introdujo en el cartucho de cartón.

—Vamos a casa. Tenemos que pensar en todo esto. Te llamaré mañana, amigo, por si se te ocurre algo más.

Zui-Phung asintió y se reclinó sobre el terciopelo deslucido del respaldo de su sillón.

Capítulo 5

Apenas cruzamos la puerta del barrio tibetano sentí cómo se desvanecía el aroma de la manteca y volvía a sumergirme en el caudal de estímulos que estallaba al otro lado de la tapia. Alcé la mano para llamar la atención de un taxi y al momento se detuvo junto al bordillo de la acera un Buick de los años cincuenta, balanceándose como si fuera un bote junto al embarcadero. Malcolm y yo nos acomodamos en el camarote trasero; nos miramos a los ojos pero ninguno decía la primera palabra. No era su estilo perderse en divagaciones, pero tenía que darse prisa y decidir qué camino iba a seguir para reconducir la crisis. Lo cierto era que a mí también me estaba afectando aquel problema.

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