El guardián de la flor de loto (3 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

En ese mismo instante, cuando esbozaba una sonrisa creyendo percibir el eco de los rezos que algún monje lanzaba al cielo desde el Himalaya, algo interrumpió de improviso la imaginaria conexión que había establecido con su hogar.

Un dolor insoportable le recorrió el pecho, como si le hubiese alcanzado una flecha de fuego lanzada por el peor de los demonios. Se sentó en el suelo sin intentar llegar a la cama. Al ver que el dolor no cesaba trató de analizar el origen de aquel tallo de espinas que seguía creciendo y se ramificaba hacia los pulmones y la tráquea. A pesar de todos sus conocimientos no era capaz de descifrar qué iba mal, tales eran las convulsiones que comenzaron a atenazarle. Apenas podía enderezar las piernas, pero se hizo con la postura necesaria para ejercitar el tonglen, una práctica elevada de meditación que cultivó en su adolescencia y cuyo protocolo afloraba ahora. Tonglen, tonglen, repitió, mientras intentaba una incompleta posición del loto. El lama controló su respiración y aspiró el sufrimiento de la humanidad entera. Se cargó aún más de dolor, más del que le invadía y le quemaba el pecho. Trató de compartir y trascender el sufrimiento de todos los seres, como en su día había aprendido, comprendiéndolo y aceptando el suyo propio en aquel trago difícil. Intentó asimilar cuanto le ocurría y superarlo a través de la concentración. Repitió varias veces el ritual sin éxito. No había nada de angustia en aquel ataque, ningún miedo ilusorio que controlar con el cerebro. Algo real le estaba fundiendo por dentro.

Utilizó todas sus fuerzas, antes de que fuera demasiado tarde, para ponerse en pie y cruzar la habitación hasta donde se encontraba el teléfono. Consiguió levantarse pero, al hacerlo, el fuego que seguía apoderándose de su corazón despidió una ráfaga hacia la boca y le abrasó el paladar. Volvió a desplomarse. Esta vez lo hizo sobre la mesita auxiliar de cristal, la cual frenó su caída sin llegar a romperse. Apoyó una mano sobre el mando de la televisión y sin querer pulsó varios de los botones y conectó el aparato. Una mujer miraba a la cámara ofreciendo un yogur de soja. Los rostros que se sucedían en la pantalla comenzaron a deformarse a sus ojos, volviéndose demoníacos. Miró hacia el techo, tragó la poca saliva que le quedaba en la boca y dejó la mente en blanco durante unos segundos, recobrando la calma.

A partir de entonces, a pesar del atronador volumen con que el aparato arrojaba más anuncios publicitarios y del retumbar que producía en su cerebro cada latido de su corazón agónico, todo fue quedándose, lentamente, en silencio. No era capaz de moverse. Se extinguió el hilillo de voz que poco antes había emergido de sus pulmones pidiendo ayuda.

En ese momento, sin saber por qué, recordó el aroma que desprendía la olla de té caliente que se preparaba cada mañana en el monasterio. De forma misteriosa, palpó la bocanada de vapor que se liberaba cuando retiraba la tapa para rellenar los termos de los monjes. Lo recordó y sintió el olor como si estuviera allí, en aquellos años de su niñez en los que una de sus tareas consistía en mantener llenos los tazones de los lamas durante las sesiones de cánticos y rezos. Esos mismos cánticos que unos minutos antes había evocado con tanto placer. El primer año, cuando él contaba seis, no podía sostener la olla y tenía que hacer varios viajes portando dos pequeños termos que vaciaba de inmediato a lo largo de las filas de lamas en trance. Ahora la olía como si la tuviera delante, abierta su tapa de negro hierro fundido.

Nada podía haber más humano que aquel recuerdo incontrolado, pensó, y entonces supo que la vida que en esta ocasión le había tocado vivir llegaba a su fin. Recobró el ritmo de su respiración y se emocionó al saber lo cerca que estaba de comprobar las verdades que siempre había ansiado conocer. Le apenó no tener cerca a ninguno de sus familiares, ni a sus amigos o maestros médicos que hubieran podido ayudarle en ese trance. Él, que había ayudado a cientos de pacientes a transferir su conciencia hacia la Luminosidad Madre, hacia Buda a los budistas, hacia el Dios de los cristianos o hacia aquellas otras santidades a las que estaban ligados espiritualmente sus pacientes de los lugares más remotos; él, maestro en el arte de curar y de morir, parado frente a la inmensidad no tenía a nadie que le guiase.

No había nadie que le diese un último abrazo, como el tibio primer abrazo de la vida, tierno y arropador de la madre, el que todo hombre desea recibir en la muerte para volver a renacer.

Apenas podía mantener los párpados abiertos; sabía que cuando los cerrara sería la última vez. Entonces vio bajo la mesita de cristal lo que parecía una tela negra, con el brillo de la seda, casi desplegada, con un pequeño buda dibujado en el centro. No recordaba haberla traído. Sus brazos ya no le respondían, era vano tratar de alcanzarla. Ya no importaba. Nada de este mundo importaba cuando cerró los ojos y se fue, abandonando su cuerpo tendido sobre el suelo de la habitación, aferradas sus manos a la túnica que le cubría, amarilla y roja. Amarilla como el sol de la mañana, recién salido, y roja como el de la tarde, ya fatigado en el ocaso, como su cuerpo de carne y sangre, lanzando sus últimos rayos antes de perderse en la noche profunda de los picos del Himalaya.

PRIMERA PARTE

Si puedes formular las preguntas,

puedes encontrar las respuestas

Capítulo 1

Desde el momento en que llegué a Nueva York, tres días atrás, no había dejado de percibir cierta tristeza en todo lo que me rodeaba. Quizá sólo yo, de entre los doscientos cooperantes que nos habíamos congregado en aquel retiro de Manhattan, lo sentía así. «Estoy mal acostumbrado, he pasado demasiado tiempo viviendo en el paraíso», me decía mientras observaba desde la ventana de la habitación del hotel el ritmo desenfrenado de la urbe.

Esa misma tarde se habían clausurado las jornadas sobre modelos educativos que me habían llevado a la gran manzana. Siempre era lo mismo. Escuchar algunas ponencias especializadas exigía soportar otros tantos discursos propagandísticos que no hacían sino intentar justificar la presencia de las grandes organizaciones de ayuda humanitaria. Al menos se celebraron en un aula cedida en la sede de Naciones Unidas. Me pregunté si alguna vez volvería a pisar sus pasillos de mármol blanco. Estaba atravesando una temporada difícil y los pilares que yo creía indestructibles y que habían soportado mi vida en los últimos años se estaban viniendo abajo. Quizá por ello, en señal de duelo, Manhattan se había teñido de gris.

Miré el reloj con ansiedad y volví a marcar el número de casa. Por la mañana había olvidado el móvil en la habitación y al recogerlo estaba saturado de llamadas perdidas de Martha, mi pareja. De nuevo sonó la señal de comunicando. No quería ponerme nervioso.

Traté de entretenerme durante unos minutos. Saqué de la cartera las tarjetas que me habían dado algunos compañeros. Quería abrir nuevas posibilidades laborales para el futuro, aunque ni siquiera tenía claro si mi vida seguiría discurriendo en el mundo de la cooperación. Dejé sobre el montón la del Presidente de Care Internacional.

—Eres muy rubio y muy alto para ser español —me decía cada vez que coincidíamos en algún congreso.

Estalló un trueno y el cristal de la ventana quedó salpicado de lluvia. La tarde se oscureció más aún, pero mantenía un extraño reflejo dorado. En nada se parecía a la luz de la selva, la que cada mañana me despertaba en Puerto Maldonado, una pequeña ciudad amazónica levantada en la ribera del río Madre de Dios donde se encontraba la escuela que Martha y yo gestionábamos. En el verano austral peruano llovía cada día como si las nubes librasen su propia batalla, pero luego amanecía un cielo limpio y fresco que invitaba a vivir.

Seis años atrás, cuando yo tenía veinticinco, llegué a Katmandú al frente de un humilde programa educativo impulsado por una ONG española llamada Cultura Global. Fue allí donde encontré a Martha, radiante como las mañanas de Nepal. Siempre recordaría su pelo rubio el primer día que la vi en el templete de Bodhnath, el barrio tibetano, sentada en el suelo mientras copiaba en un cuaderno las pinturas que se descascarillaban en los muros. Nunca olvidaría la fuerza de sus ojos, cuando se volvieron para mirarme desde el otro lado de la verja. Aquel día me regaló una pulsera de cuentas de sándalo que siempre llevo conmigo. A las pocas semanas ya sabíamos que ninguna dificultad, por grande que fuese, podría separarnos, y con esa convicción iniciamos nuestra andadura como cooperantes en la selva peruana. Pusimos en marcha la escuela y juntos contemplamos cómo todo crecía a nuestro alrededor. Martha se quedó embarazada y dio a luz a nuestra hija, Louise.

Pero aquella armonía no podía durar eternamente. Se turbó cuando Louise, siendo todavía un bebé, sufrió una grave crisis de asma, la primera de una interminable lista de espasmos bronquiales que nos hacían saltar el corazón hasta arrancárnoslo con cada ataque. Seguíamos varados en mitad de la selva confiando en que el clima húmedo favoreciese su recuperación, pero al mismo tiempo temíamos que aquel paraíso perdido nos la arrebatase para siempre.

Las cosas se complicaron aún más cuando comencé a hacer trabajos como monitor independiente, por encargo de las grandes agencias, para evaluar proyectos de cooperación en zonas de difícil acceso. Me veía obligado a viajar a otras provincias de la selva amazónica peruana o, muchas veces, a otros países del continente para fiscalizar si los fondos que provenían de la ayuda internacional se estaban gastando como era debido. Ello suponía un paso adelante en mi carrera, pero Martha, bajo presión debido a la enfermedad de Louise, no lo interpretó así. Incluso comenzó a dudar acerca de si estábamos haciendo bien aferrándonos a la vida de los voluntarios de campo. Quizá ya no éramos los mismos que nos habíamos conocido en Katmandú, quizá ya habíamos quemado esa etapa. Tal vez, aunque decidiésemos seguir trabajando para el programa de cooperación, nos convenía trasladarnos a Europa para colaborar desde los despachos.

Esas preguntas me torturaban día y noche. Sabía que nos encontrábamos en una encrucijada conocida entre los colegas como el «punto de no retorno». Si continuábamos en la selva podíamos estancarnos en un mundo que cada día iba a producirnos menos emociones y, si no lo hacíamos, nos veríamos abocados a regresar a una vida de la que yo ya había huido una vez. Por eso, aprovechando que siempre tenía pendiente alguna inspección, me dedicaba a dilatar de forma engañosa el momento de tomar la decisión sin darme cuenta de que Martha acusaba cada vez más mis ausencias. Le angustiaba quedarse sola al cuidado de la escuela y de Louise, aunque no lo admitiese. Cuando me echó en cara por primera vez que yo aceptaba los trabajos fuera de Puerto Maldonado sólo para huir de nuestros problemas, ya albergaba en su interior más resentimiento del que podía expulsar con una sola conversación.

Lo cierto era que, a pesar de que Martha y yo seguíamos queriéndonos como el primer día, los ataques de nuestra hija y mis viajes constantes colmaron de culpas nuestra relación; tanto que ya no sabíamos cómo acercarnos el uno al otro por miedo a pisar alguna de esas minas cargadas de gritos y de silencios. Nuestra complicidad se había desvanecido, nuestros desencuentros se habían convertido en algo habitual o, lo que era peor, en algo trivial. Las últimas discusiones, más fuertes de lo que nunca hubiésemos imaginado, nos revelaron que necesitábamos separarnos una temporada para poner en orden nuestros sentimientos antes de que el daño que nos estábamos causando el uno al otro fuese irreparable.

Acordamos que al terminar la convención de Nueva York viajaría a Delhi, donde Martha nació y donde seguía viviendo su padre, un británico llamado Malcolm Farewell con quien yo había forjado una relación muy estrecha desde el primer día. Delhi era un buen sitio para pensar. Allí estaría lejos de todo, disfrutaría de la suficiente perspectiva, y al mismo tiempo sería como volver a nuestros orígenes como pareja, regresar a la región de Asia en la cual pasamos nuestros primeros meses juntos. Además, Malcolm y yo teníamos un nuevo proyecto entre manos: una escuela de inglés para los exiliados tibetanos que queríamos abrir en la ciudad india de Dharamsala. Era una buena excusa para pasar unas semanas con él sin tener que darle explicaciones.

Volví a marcar el número de Puerto Maldonado. Esta vez sonó un pitido diferente y, por fin, escuché la voz de Martha al otro lado.

—Diga.

—Hola, soy yo.

—¡Jacobo! —exclamó Martha—. Llevo todo el día llamando.

—Olvidé el móvil en el hotel. Pero ¿qué ocurre? La niña está…

—Está bien, no te preocupes.

—Menos mal. —Al fin pude respirar—. Al ver tantas llamadas no sabía qué pensar…

—Ni siquiera está tomando la medicación estos días; no le hace falta. ¿Qué tal las jornadas?

—Ya sabes, he tenido que dar veinte apretones de mano más de los que me pedía el cuerpo, pero al final he conseguido algunas cosas. En cuanto vuelva… —Me detuve y, una vez más me sentí violento con ella, como si fuésemos dos desconocido—. Ya te contaré. Pero dime, ¿ha pasado algo?

—He hablado con mi padre.

—¿Va todo bien por Delhi?

—Él está bien. Le han concedido los permisos para la ampliación de la fábrica.

—¡Vaya! —exclamé—. Me alegro de verdad por él.

—Sí, sí. Llevaba tiempo esperándolo.

—Si me jura que iba a prosperar ese proyecto suyo de no contaminantes… Parece mentira que hayan pasado por el aro en el ministerio, a pesar de la presión de las demás factorías.

—Sí, pero no es por eso por lo que me ha llamado.

—Ya me imagino. Estaré con él dentro de nada.

—Ya —contestó, tomando el relevo de los silencios embarazosos—. Esta mañana han encontrado muerto en Boston a un gran amigo suyo, un lama de Dharamsala.

—¡Qué dices! ¿A quién?

—Singay, el lama médico. Le conociste en Delhi la última vez.

—Lobsang Singay. Me acuerdo de él perfectamente. No sabía que estuviera en Boston.

—Ha sufrido un ataque al corazón. El gerente del hotel en el que se alojaba lo ha encontrado tirado en el suelo. Acababa de llegar a Harvard para comenzar un ciclo de conferencias.

—Lo siento de veras…

—Mi padre quiere que retrases tu vuelo de mañana y viajes primero a Boston para hacerte cargo de las gestiones para repatriar el cadáver.

Me cogió por sorpresa. No esperaba un cambio de planes tan repentino.

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