El guardián de la flor de loto (4 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

—Espera…

—No te preocupes si pierdes el importe del billete. Él lo cubrirá todo.

—De acuerdo. Cogeré el primer vuelo.

—También quiere que viajes a Delhi con el cuerpo.

—¿Que vaya yo con el cuerpo?

—Jacobo… —me cortó—. Mi padre tenía una profunda amistad con Lobsang Singay y se ha ofrecido a los ministros de Dharamsala para encargarse de todo. Ha contratado una funeraria de Boston que ya se está ocupando de los trámites consulares y de preparar el embalsamamiento y la caja de zinc, pero siempre es preferible que alguna persona cercana supervise el transporte del féretro para que no surjan problemas en los servicios de carga de los aeropuertos de salida y de destino.

—Está bien…

—Además —siguió diciendo—, para los tibetanos, y más para un maestro como él, es muy importante que alguien querido acompañe al cuerpo antes de que hayan pasado tres días desde el momento de la muerte. Han de sentir un último abrazo que les ayude a encontrar su camino por el mundo intermedio, ya sabes.

Martha hizo otra pausa que yo aproveché para calibrar la cuestión durante unos instantes, en los que traté de separar el problema logístico de la cubierta espiritual y así acometerlo con más cabeza.

—Necesitaré que me otorguen poderes desde Dharamsala…

—Mi padre está en el consulado de Delhi preparándolo todo.

—Vale, vale. Ya me dirás qué tengo que hacer exactamente cuando llegue a Boston.

—Gracias.

—No me las des, Martha, por favor… ¿Qué tal está la niña? ¿Me echa de menos?

—Se puso el collar de semillas cuando te fuiste y no se lo ha quitado ni para dormir.

Una sonrisa se dibujó en mis labios nada más pensar en ella.

—Si me dijo que no le gustaba…

—Hasta que te has ido, ya sabes.

Dejé suspendida su imagen junto al teléfono.

—Mándame un mail con todos los datos de Singay, del hotel donde estaba alojado y cualquier otra cosa que pueda necesitar. Mientras tanto buscaré un billete.

—Usa la American Express de Industrias Farewell. ¿La llevas encima?

—Seguro que sí, las traje todas por si acaso. Y la de tu padre antes que ninguna; ésa no tiembla con las emergencias. —Ambos reímos durante un segundo que disipó toda la tensión acumulada. Después callamos de nuevo.

—Ya nos veremos a la vuelta.

—Llámame cuando llegues y me cuentas. No te olvides de hablar con mi padre, que estará esperando noticias.

—Dale un beso a Louise.

—Buen viaje.

Nada más colgar me pregunté qué derroteros habría tomado mi vida si no hubiese aparecido Martha en ella, si no hubiese decidido dejar Salamanca para ir a Katmandú y hubiese comenzado a trabajar en la empresa de mi padre. Ahora estaba más unido al padre de Martha y a sus recuerdos que a los míos propios, y me sentía más próximo a su gente que a todos aquellos con los que había convivido en Salamanca durante años. Cuando charlaba con Malcolm y sus amigos de Delhi, o con los pocos europeos que llegaban a la zona del río Madre de Dios abanderando algún proyecto y se dejaban caer por Puerto Maldonado, no tenía que justificarme. Nos entendíamos antes de decir la primera palabra.

Cada vez llovía con más fuerza. Abrí la ventana para colmarme del olor de la tormenta. Fue entonces, a través de luces desfiguradas y vapor entre la lluvia, cuando sentí que algunas cosas estaban a punto de cambiar para siempre.

Capítulo 2

Dos días después descendía hacia tierra india sobrevolando un manto de cemento inabarcable incluso desde el aire; miles de casas apelotonadas que no dejaban ni un hueco por el cual pudiese respirar el suelo. Una vez aterrizamos, pasamos a una gran sala con asientos de plástico llenos de quemaduras de cigarrillo. Las losas mugrientas estaban salpicadas del rosa de los saris y del brillo de la bisutería de las viajeras que se acicalaban antes de reencontrarse con los suyos. Ya entonces adiviné la sofocante bienvenida que me aguardaba al otro lado del cristal opaco: cuarenta grados centígrados envueltos en una humedad difícil de soportar sin enloquecer. Estaba en Asia, de pie sobre un enérgico coletazo del monzón.

El padre de Martha me esperaba tras la valla sobre la que se abalanzaban los taxistas tratando de asir alguna maleta que les proporcionara una carrera hasta el centro. Malcolm alzó el brazo y señaló el camino para llegar hasta donde él se encontraba, estirándose entre los tour operadores que sostenían con letreros nombres de hoteles. Siempre parecía estar por encima de todo lo que le rodeaba, y esta vez tampoco se inmutaba entre el desconcierto y el griterío. Ni siquiera el sudor que le cubría el rostro, bajo el flequillo rubio y las gafas de sol de cristal verde, descomponía su gesto seguro.

Él era la razón fundamental por la que Martha y yo seguíamos unidos al Oriente en el que nos conocimos. Tras recibir la más exquisita educación de la colonia inglesa, decidió forjar su vida en aquella tierra de vacas sagradas y sucias calles repletas de bicicletas desvencijadas. Allí instaló su empresa de componentes electrónicos a mediados de los setenta y desde entonces había dedicado su vida a hacerla crecer y, simultáneamente, a luchar por preservar la cultura tibetana que tanto amaba. Ésa era su verdadera pasión, sazonada con sus incursiones de agente en la sombra para gobiernos o grupos independientes que apoyaban la causa del Dalai Lama.

Mientras me acercaba pensé que los años no habían hecho mella en su expresión, que continuaba reflejando la misma sagacidad. Más aún, el peso de la experiencia mejoraba un espíritu aventurero que afloraba con más intensidad que nunca mientras la mayoría de sus amigos comenzaban su declive. Vestía una camisa de lino blanco, unos pantalones de pinzas y los zapatos más limpios de todos los que pisaban el aeropuerto.

Nos dimos un abrazo sincero.

—¿Qué tal tratas a mi hija y a mi nieta? —dijo.

—A tu nieta mejor que nadie. A tu hija según me deja.

—Ya me imagino —rió, ajeno a la situación que Martha y yo estábamos atravesando.

—¿Qué tal ha ido el viaje?

—Muy bien, sobre todo este último tramo.

—Siento haberte cambiado los planes de forma tan apresurada.

—No pasa nada. La verdad es que ha ido todo bastante rodado.

—Me alegro. Estaba preocupado por si se complicaba algún trámite.

Nos separamos pero continuamos con un apretón de manos que transmitía verdadero cariño.

—¿Cómo estás tú? Se te ha juntado todo en la misma semana.

—Ah, ya —comprendió—. Lo de los permisos para la nueva fábrica me ha supuesto una alegría inesperada; veo que ya te lo ha contado Martha.

—Te vas a convertir en el adalid de la ecología en la India.

—Algo así —sonrió—. Pero lo de Lobsang Singay ha sido un golpe muy duro. Era mi mejor amigo en Dharamsala y, además, un verdadero genio de la medicina.

—Lo sé.

—Es difícil encontrar lamas que comprendan nuestra rígida manera occidental de ver las cosas. Se ha ido uno de los que favorecían esa apertura que tanto bien les está haciendo.

—Al menos tienen claro que te has jugado la vida por su pueblo durante décadas —le dije.

Aquélla era una rigurosa verdad. Malcolm no sólo había trabajado para la causa tibetana desde la India sino que, en muchas ocasiones, había llegado a cruzar la frontera para internarse en el Tíbet, desafiando al propio ejército chino. Incluso llegó a vivir en Lhasa con otra identidad, lo que le permitió organizar una vía precaria pero eficaz de información, una especie de servicio secreto tibetano del que aún se servían algunos departamentos del gobierno en el exilio de Dharamsala y los movimientos independentistas que trataban de sobrevivir en el territorio ocupado. A pesar de haber abandonado la lucha activa, Malcolm seguía manteniendo intensos contactos con la élite política de Dharamsala. Allí todos conocían su ímpetu y empeño, dos virtudes que traspasó intactas a Martha y que yo compartía desde que entré a formar parte de sus vidas. Con ese espíritu, desde el otro lado del planeta y a pesar del poco tiempo que ahora nos dejaban la escuela y mis inspecciones, nosotros también nos afanábamos en hacer lo único que estaba a nuestro alcance: buscar fondos para mantener a flote a los exiliados tibetanos; a ellos y a su frágil esperanza de regresar algún día a una meseta liberada de China.

—Espero que vengas con fuerzas —dijo—. Van a ser unos días muy largos. La nueva escuela nos va a dar mucho que hacer.

Habíamos conseguido el presupuesto necesario para poner en funcionamiento la escuela de inglés en Dharamsala, un proyecto que abordamos pensando en favorecer las posibilidades de integración y el futuro laboral de los exiliados, pero ahora era necesario gestionar los permisos, así como comenzar las obras y la contratación de personal para que echase a andar cuanto antes.

Lo que Malcolm no podía saber, a pesar de la gran amistad que nos unía, es que había otro motivo que me llevaba a alejarme de su hija.

—He rellenado los impresos —le corté, volviendo al asunto del cadáver que había traído conmigo—, pero quien vaya a llevarse el féretro tendrá que presentarse en la oficina del director de Aduanas dentro de un par de horas para terminar el papeleo. Y hay un problema añadido: se ha perdido la maleta de Singay en la que metí todas sus cosas.

—¿No iba junto al féretro?

—La facturaron a mi nombre como una más por el conducto ordinario.

—No te preocupes. Seguro que habrá caído en algún montón que no le corresponde. Mañana lo habrán resuelto y mandaré a alguien a por ella.

—Espero que no se pierda.

—Ha sido un detalle por tu parte desplazarte a Boston para traer el cuerpo. No esperaba menos de ti. —Dejó caer una mirada de esas que siempre me hacían estar ligeramente en guardia frente a él—. Para los compañeros de monasterio de Singay es muy importante. Luego te presentaré a los dos que han venido de Dharamsala para hacerse cargo de los restos.

—Lo que tú consideres.

—Te voy a hacer un regalo. —Sacó su tarjeta VIP de Indian Airlines y la agitó frente a mí—. Vamos a la sala Business y te das una ducha rápida mientras esperamos a que salga el féretro y lleguen los dos lamas.

A la hora convenida atravesamos la terminal y nos dirigimos a una estancia situada detrás de las consignas. No era la primera vez que Malcolm acordaba verse allí con alguien; sabía que se trataba uno de los pocos rincones del aeropuerto donde podía estar a solas y charlar con cierta intimidad.

Dos monjes esperaban sentados en el borde de las sillas de plástico, agitando los bajos de sus túnicas para que corriese un poco de aire por sus pantorrillas. Al vernos aparecer nos sonrieron y se levantaron para abrazar a Malcolm y tenderme la mano.

—Así que tú eres el chico.

—El compañero de la pequeña Martha —dijo el otro.

Asentí con gesto cordial y repetí las ligeras inclinaciones de cabeza que me dedicaban.

—Supongo que habrá sido un viaje muy duro. Sabemos que te has desplazado de un lado a otro para ocuparte de nuestro querido Singay.

—Ha sido un placer hacerlo.

—Malcolm te tiene en gran estima. Estábamos seguros de que desempeñarías bien tu papel.

—Martha me habló de ello, de los tres primeros días —dije—. Pero la verdad es que no sé tanto como ella sobre su cultura. Sólo he podido ofrecerle mi compañía.

—Todo lo que se hace en esta vida por los demás olvidando el interés personal sirve de mucho.

—Si queréis quedaros unos días puedo alojaros en casa —intervino Malcolm—. O incluso puedo dejaros alguna sala de la empresa para que realicéis vuestros rituales con tranquilidad.

Uno de los monjes percibió mi gesto de extrañeza.

—Con nuestras oraciones y ceremonias intentaremos que Singay proyecte su conciencia para fusionarse con la sabiduría de Buda —me explicó—. Aunque su cuerpo ya esté muerto debemos ayudarle a alcanzar la Iluminación a través de nuestra meditación.

—En este momento la conciencia de nuestro amigo Singay vaga por su cuerpo sin encontrar la salida —añadió el otro—. Lo que debemos hacer es abrir una grieta, una fisura por la cual pueda salir.

—Una abertura… —repuse.

—Tenemos nueve aberturas posibles; la que consigamos abrir determinará aspectos sustanciales de su nueva existencia, siempre que el moribundo no haya alcanzado antes la Iluminación por sí mismo, claro está.

Aquella escena comenzó a parecer una fantasía: los cuatro de pie en una sala del aeropuerto manejando aquellos términos con tanta naturalidad entre la luz del fluorescente que parpadeaba, la vibración producida por algún reactor en pleno despegue y dos policías indios, uno de ellos con turbante sij, que pasaban dando vueltas al fusil como si fuera un bastón de majorette. Malcolm volvió a intervenir oportunamente.

—Entonces ¿os quedáis o no?

—No se trata de nosotros. Podríamos hacer el
phowa
en cualquier parte, pero los demás…

—¿A quién te refieres? ¿Es que ha venido alguien más?

En aquel momento entraron en la sala otros cinco monjes. Venían hacia nosotros con aire solemne.

—Perdonad. Estábamos terminando de rellenar los impresos en la oficina —informó el más joven mientras se acercaba ajustándose sus gafas redondas de alambre.

El monje amigo de Malcolm intervino de inmediato.

—Os presentaré. El es Malcolm Farewell. Y éste Jacobo, el compañero de su hija.

—Malcolm Farewell, teníamos ganas de conocerle —dijo uno de ellos, de constitución fuerte y voz grave, recolocándose la túnica de forma protocolaria sobre el hombro.

—Perdonad mi gesto de sorpresa. No esperaba a nadie más —respondió Malcolm mientras les daba la mano.

Los cinco monjes cruzaron miradas un instante.

—El gobierno de Dharamsala ha de acompañar a Lobsang Singay en su último viaje.

Según nos indicaron, el monje fuerte era el mismísimo Kalon Tripa, que era la denominación que recibía el jefe del Kashag o gabinete de la administración central tibetana. Iba acompañado de otros dos ministros, además del responsable del Departamento de Religión y Cultura y de un joven lama de confianza, llamado Gyentse, el chico de las gafas redondas, que era quien conducía la furgoneta en la que se habían desplazado y a la vez hacía las funciones de secretario.

El clima de espiritualidad que habían generado las explicaciones de los dos primeros lamas se desvaneció de inmediato con la presencia de los ministros. Sin duda eran monjes como los demás, ya que vestían las mismas túnicas rojas, pero su actitud dejaba claro que no estaban allí para abrazar el cuerpo de un amigo muerto, sino para asegurarse en persona de que quien yacía en el féretro era Lobsang Singay, una pieza fundamental de su gobierno que había viajado a Estados Unidos para revelar los arcanos de su doctrina.

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