El guardián de la flor de loto (11 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

Salí del coche para dejar que el chico, que resultó ser un occidental pelirrojo de unos veinticinco años, ocupase el asiento delantero. Prefería ser yo quien se sentase atrás con Asha. Arrojó su bolsa sobre la alfombrilla, entró de un salto y, ante la mirada escudriñadora del conductor, nos dio las gracias varias veces. Asha echó su mochila atrás, junto al paquete que nos habían entregado en la gasolinera.

—No olvide parar en la oficina de correos para dejar esto —le recordó al conductor.

Antes de abrir la puerta trasera y subir al coche aproveché para estirar las piernas unos segundos. Me fui hasta el centro de la carretera y levanté la vista hacia los muros del monasterio al que poco antes se había referido el conductor. Ahora lo teníamos delante, sobre la colina.

Entonces llegó la hora de mi primera muerte, la más violenta e injusta.

Escuché un estallido atronador y al momento el silencio más absoluto. Sentí cómo se sacudía cada célula de mi cuerpo, cómo volaba por los aires y caía hacia el barranco. Apenas noté el impacto contra el suelo, a pesar de que descargué todo mi peso sobre el hombro, con la cabeza desplomada hacia atrás como si se tratase de la de un muñeco desvencijado. Luego rodé cuesta abajo, casi inconsciente. No percibía el dolor, pero sí la tierra en los ojos y en la boca, el bosque alejándose, dando vueltas, mis brazos extendidos, incapaces de protegerme de los golpes. Desplomado en un saliente del barranco, con la cara cubierta de sangre, ansiaba mirar hacia arriba. Pero cuando podía despegar los párpados sólo veía fuego en la carretera y el vehículo agitándose. Lentamente cerré los ojos y me abandoné a la sombra del fuego, bajo un eco de chirridos, lentamente, lentamente, entre humo y silencio.

SEGUNDA PARTE

Coloca tu pieza del puzle.

Capítulo 9

Nunca he sabido cuánto tiempo estuve muerto. No sé si me llevaron directamente a la oscura sala del monasterio donde reviví, ni durante cuántos días me sometieron a los ritos. Sólo sé que recorrí los parajes más maravillosos de la mente, y también los más angostos y sobrecogedores.

Según me contaron, tres monjes ascendían por la escalera esculpida en la roca sobre la que se asentaba su lamasería, la misma que yo había visto justo antes de producirse la explosión. Escucharon el estallido, y la onda expansiva, aunque mitigada tras desparramarse por el valle, les empujó con violencia y les tiró al suelo. Todavía con el vacío en los oídos y sin percatarse de los cortes que les cruzaban las piernas, se levantaron y bajaron corriendo hasta la carretera. Uno de ellos acertó a asomarse al borde del barranco. Me vio tendido un poco más abajo, sobre un saliente en el que crecían unos arbustos. Avisó a los otros y se lanzó sin miedo confiando en llegar a tiempo para sentir mi pulso en sus dedos.

El lama volvió con cuidado mi cabeza tras palpar la parte posterior del cuello. Apartó unas hojas que se habían pegado a la sangre que todavía fluía entre débiles borbotones de la herida abierta junto a la oreja. En ese momento se volvió espantado hacia sus compañeros, que ya se deslizaban torpemente arrastrando piedras por la ladera.

—¡No puede ser cierto! —gritó.

Era el mismo lama joven de las gafas de alambre que días atrás se había desplazado al aeropuerto de Delhi con la comitiva de ministros para recoger el cuerpo de Singay. Volvió a mirarme y cerró los ojos. Recordó mi pelo rubio y ya no le cupo ninguna duda. A partir de entonces sé que hizo todo lo posible para mantenerme con vida, aunque desconozco cómo me trasladaron al monasterio. No sé si acudieron otros monjes con algún vehículo o si utilizaron alguna técnica tan prodigiosa como las que, una vez arriba, me arrancaron de la muerte.

Desde el primer momento, aun en mi inconsciencia, me daba cuenta de todo lo que ocurría. Lo hacía desde un plano distinto, desde el que veía mi cuerpo tendido en coma. Recuerdo cómo me separaron la ropa de la piel y limpiaron la sangre seca. Ya no fluía de las heridas, el mal estaba dentro. Lo más extraño es que no sentía dolor, no padecía ningún malestar ni angustia. También soy capaz de describir con todo detalle los instrumentos que utilizaron para curarme: unos bisturís con mango de madera y punta curvada, un escalpelo con una cucharilla en el extremo romo, unas pinzas de hierro con enganche de cuero y agujas de acupuntura de todos los grosores y longitudes. Pero, por encima de todo, recuerdo los cánticos constantes, la dulce melodía de los lamas, grave y rotunda, armónica, que penetraba en mi interior y llegaba a cada uno de mis órganos y a los confines de mi alma.

Durante días no me moví de la manta que colocaron en el centro de la habitación sombría, sobre las tablas que cada tarde se iluminaban con el último fulgor del crepúsculo. Siempre a la misma hora, los rayos atravesaban un ventanuco y traían a val mente el horror repetido de la explosión. Pero también a esa misma hora varios monjes entraban en la habitación y se sentaban en círculo a mi alrededor para llevar a cabo el ritual mágico y envolverme con sus voces sanadoras.

Comprobaban la resonancia de las paredes exhalando graves sonidos que no parecían humanos. Mientras tanto yo sentía que toda la humedad del suelo penetraba por mi espalda hasta calarme la columna. Cuando ya consideraban que estaba todo preparado comenzaban a emitir aquellas notas exactas, logrando la perfecta armonía entre sus gargantas, la habitación y mi cuerpo y alcanzando con su vibración cada uno de los males. Yo sabía que los bisturís y los ungüentos no hacían sino prepararme, que lo que reponía mi ser era aquella música, y me abría a ella. Me sentía levitar, y quiero suponer que levitaba, mientras las voces de los lamas abrazaban mis moléculas para reparar huesos y tejidos. Cada tarde su música me encaramaba a un soplo de viento y con él fluía por el cosmos. Giraba a lo largo de una espiral, punzante en ocasiones, suave como el algodón en otras.

Aquellos cánticos trazaron una vía desde el alma de la Tierra, canalizaron toda la magia del Tíbet y la clavaron con fuerza en mi corazón, haciéndole recuperar el ritmo de sus latidos.

La primera vez que abrí los ojos, aún recostado en el centro de la sala, sentí algo parecido a lo que debe de sentir un recién nacido al salir del vientre de su madre. No recordaba lo que suponía estar vivo. Demasiados estímulos simultáneos: el resplandor trémulo de las velas, los tapices de mil colores con imágenes que no podía descifrar, mi cuerpo tendido, incapaz de ponerse en pie. Destellos que me agredían y me hacían retroceder hasta quedarme, de nuevo, dormido.

Apenas percibí el momento en el que, a media tarde, el lama de gafas de alambre entró en la sala y vino hacia mí. Acercó un frasco aceitoso y extrajo un poco del ungüento que contenía. Después enroscó la tapa y lo dejó en el suelo junto a la alfombra. El leve contacto del cristal con la piedra retumbó por toda la sala, como si las paredes jugueteasen con cada sonido mientras esperaban impacientes absorber una vez más el canto mágico de los lamas. Apoyó dos dedos entre mis cejas y dibujó unos círculos para extender aquel ungüento que olía a barro. Poco a poco fui siendo consciente de dónde estaba. Incluso me resultó familiar el rostro del lama, si bien no sabía por qué, lo cual me llenó de desconcierto.

—Bienvenido —dijo.

—¿Adónde?

—A nuestro monasterio, a la vida, a la tarde.

Me inundó una avalancha de imágenes.

—La bomba, el coche…

—Tú estás aquí.

—¿Y Asha? ¡Dígame dónde está!

—Asha no.

—¿No?

—Ni el conductor, ni la otra persona.

«La otra persona…» Recordé la sonrisa del turista, su bolsón anudado con una bandera cosida.

—No puede ser, Asha…

Por un momento creí no tener fuerzas para seguir, sentí la necesidad de dejarme arrastrar de nuevo a la oscuridad para no afrontar tanto dolor.

—Tú has luchado para volver con la fuerza de un tigre.

—Para volver…

—Del bardo intermedio, del estado post muerte que tiraba de ti.

—Y qué he conseguido… Asha…

No estaba tan despierto como para llorar. Pensé en Martha y en Louise y se disipó gran parte de la nebulosa. Fue entonces cuando reconocí al lama y, extrañamente, me pareció normal tenerlo a mi lado.

—Malcolm, ¿dónde está?

—Pronto lo verás. Nadie más que él sabe que estás aquí.

—¿Y Martha? ¿Y mis padres? ¿Saben que yo…?

—Ya hablarás con Malcolm.

—¿Por qué tanto secreto?

Dudó antes de contestar.

—Encontramos la carta.

—¿Qué carta?

—La que llevabas en un bolsillo, firmada por él. Pero déjalo ahora. Ya hablaremos de eso cuando te recuperes.

—No, por favor. Sigue ahora —le rogué.

El lama debió de percibir mi expresión de angustia.

—Leímos lo que decía. Malcolm afirmaba que Lobsang Singay fue asesinado en Boston por algún miembro de la Fe Roja. E insinuaba cosas relacionadas con nuestro gobierno que…

Se detuvo de nuevo.

—Continúa, por favor —insistí, sin ser capaz todavía de asimilar del todo lo que había ocurrido. Él suspiró.

—Malcolm tiene derecho a decir lo que piensa en cualquier foro tibetano; se lo ha ganado con los años. Pero no habría sido bueno que su carta hubiese trascendido sin más. Se trata de un asunto muy delicado.

—Por eso decidimos que lo mejor era ir personalmente —susurré de forma entrecortada.

Me consumía la necesidad de sentirme lúcido. El lama se volvió hacia la puerta antes de sentarse en el suelo y cruzar las piernas de forma instintiva. Respiró hondo sin dejar de mirarme con un ligero aire de condescendencia.

—Estamos convencidos de que todo fue un lamentable error fruto de una desafortunada cadena de casualidades.

—¿Qué error? ¡La policía descubrió el veneno en el vaso de Singay! ¡Y ahora Asha está muerta! ¡Muerta!

Intenté incorporarme pero apenas pude levantar el tronco unos centímetros. Estaba claro que se habían confirmado nuestros temores. Algunos miembros del gobierno de Dharamsala habían preferido ocultar el asesinato para no enfrentarse a la Fe Roja. Ya nunca habría crimen, ni reuniones con la secta. Pero lo que más me dolió fue darme cuenta de que, con esa actuación, despreciaban la muerte de Asha y el sufrimiento de Malcolm, quien tanto había hecho por ellos.

Me dejé caer desplomado mirando al techo.

—¿Cuándo se practicó la autopsia? —pregunté derrotado.

El lama me contempló vacilante antes de contestar.

—Aún no se ha practicado. Se complicaron los requerimientos de la INTERPOL y hasta hoy no ha llegado la autorización de la central, así que se hará pasado mañana.

Comencé a temblar de súbito. ¡Todavía no le habían hecho la autopsia! ¡Aún estaba a tiempo de actuar!

—¿Y el encuentro con el líder de la secta? —exclamé.

—Eso ya lo hablarás directamente con el Kalon Tripa. Se está llevando todo con la máxima discreción.

Mi primer impulso fue confiar en que aquello me reconciliaría con Malcolm y con Asha, allí donde estuviera, que de aquel modo dotaría de algún sentido al final tan terrible al que yo la había arrastrado.

Me palpé el pecho, las piernas, la cara.

—Me habéis curado… Recuerdo los cánticos, aquellas voces.

El monje examinó la expresión que se había estampado en mi rostro sudoroso y me secó la frente con un paño.

—Es bueno que lo recuerdes. Desde hace siglos los tibetanos hemos perseguido el conocimiento de los elementos y de las vías que nos conectan con la naturaleza. Ahí radicaba el éxito de la medicina de Singay. Lograba curar con la ayuda del mundo. Todo lo conocía y de todo se servía. Por ello su medicina adquiría diferentes formas, y una de ellas es la música que ahora vive en tu memoria.

—Te creo, pero no te comprendo —conseguí articular entre los vahídos que se sucedían cuando cerraba los ojos.

—Verás —se dispuso a explicarme—, todo el cuerpo vibra, vibra constantemente, al igual que el resto del universo, cada cosa con su frecuencia específica. Siendo así, cualquier enfermedad puede traducirse como una alteración de esa frecuencia. Y por eso, para sanarla, basta con restablecer la armonía vibratoria, devolver al órgano afectado su resonancia correcta. Es eso lo que conseguimos hacer con nuestras voces, asociándonos con el cerebro del paciente como si todos fuésemos uno, convirtiéndolo en un médico más al servicio del cuerpo dañado.

—¿Fue Singay quien os enseñó a cantar así?

—Así es. La garganta de un hombre normal sólo puede emitir un sonido cada vez. Sin embargo Singay lograba emitir sonidos armónicos, pronunciaba acordes formados por varias notas musicales simultáneas. Eso es algo que cualquier logopeda consideraría imposible sin la ayuda de un instrumento, pero él lo dominaba hasta la perfección. Con esa técnica componía y ejecutaba sus particulares melodías reparadoras, las mismas que nosotros hemos cantado para sanarte a ti.

—Me parece ciencia ficción —dije sin ninguna malicia.

—Si eres capaz de sentirte más vivo con la mera contemplación de un paisaje, o sentir cómo te ahoga la presión invisible de una habitación lúgubre, simplemente dejándote influir por la energía que emana de cada lugar concreto, ¿cómo podrías negar la ciencia de Lobsang Singay? Como te he dicho, él se servía de esa energía universal que radica en las cosas.

Quise comprender por qué me había sido otorgado el privilegio de renacer en aquel lugar tras el atentado. Una vez más pensé que nada en mi vida era casual.

—Os estoy muy agradecido… No comprendo cómo podéis hacer algo tan… Es como un milagro…

El lama percibió que estaba a punto de sufrir un desvanecimiento y comenzó a hablar de forma rítmica y suave, como quien lee un poema.

—Dicen que fueron los antiguos chamanes los que primero aprendieron a cantar armónicos, imitando el sonido de una cascada. Se sentaban a escuchar y se concentraban durante días, o incluso años, hasta lograr que su voz fuese capaz de confundirse con la cascada en un solo flujo tonal, como si el agua saliese por sus bocas, o como si fuera su voz la que se proyectase barranco abajo hasta el río. Recibían el don de la naturaleza, del mundo espiritual. Y entonces comenzaron a sanar, con ese sonido, los males de sus pacientes. Siglos después, algunos lamas tibetanos aprendieron a cantar esos armónicos. Dicen que un lama soñó con una voz que era a la vez la de un yak y la de un niño, pronunciada de forma sorprendente y simultánea por la misma garganta. Tan terrorífica y angelical al mismo tiempo, juntas en un flujo único, como la cascada del chamán. Al despertar fue capaz de reproducirla con sus propias cuerdas vocales, y después fue copiada por otros lamas. Era el sonido tántrico que trasladaba a los primeros maestros a otra dimensión, que les hacía palpar la deidad misma. Era el sonido más grave, tanto como para matar a la muerte, y tan agudo que sin esfuerzo abría puertas desconocidas. Y entonces comenzaron sanar, con aquella voz dual, los males de sus pacientes.

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