—¿Qué tenías contra él? —gritó Sturm—. ¿Por qué deseabas su muerte?
—Era un caballero y un guerrero. Mi señora no podía dejarle con vida si queríamos que nuestro plan de conquista llegara a buen fin. —Un proyectil de fuego sesgó la parte alta de la torre derruida—. ¡Qué gran ironía que mueras con su armadura! ¡Qué supremo momento de gloria para mi Oscura Soberana!
«Tiene razón», pensó Sturm. «No me queda dónde escapar, y tampoco soy el gran hombre que fue mi padre». El muro curvado de la torre se cerró tras él. El caballero levantó la mirada. No había sitio donde ir... sólo hacia abajo.
Unas gotitas de fuego estallaron junto a los pies de Sturm. El joven saltó y se aproximó peligrosamente al borde de la almena.
—Salta, muchacho. Así me privarías de la satisfacción de la venganza. ¿Por qué no lo haces? Sería una muerte mucho más fácil de la que tengo en mente para ti.
Merinsaard se encontraba a menos de cinco metros. Sturm miró hacia abajo. Una larga, larga caída.
—Vamos, da un paso. Salta. Para ti, todo habrá terminado en un momento —siseó el hechicero.
No quedaba esperanza. Era el fin. Sturm no volvería a ver a sus amigos ni descubriría el misterio que envolvía el paradero de su padre. No le quedaba más que elegir el modo de morir. Un simple paso, y el olvido. ¿No era el deseo de todo hombre? ¿Un final rápido, fácil, cuando llegara su hora? «¡Pero tú no eres un hombre cualquiera!», le gritó su mente. «¡Eres hijo y nieto de Caballeros de Solamnia!» Aquel pensamiento sacudió el temor paralizador que atenazaba su corazón.
Enderezó los hombros y se enfrentó a Merinsaard. La punta de la espada Brightblade se alzó hacia el pecho del hechicero.
—No acepto tu oferta —dijo con frialdad—. Si eres el guerrero y gran señor que dices, deja que tu espada se cruce con la mía y veamos quién alcanza el éxito con honor.
Merinsaard sonrió; al hacerlo exhibió la blanca dentadura. El deslumbrante fulgor de
Thresholder
se apagó y Sturm asumió la posición de lucha. El hechicero alargó su acero hacia el caballero y, sin previo aviso, una ráfaga de fuego se disparó de la punta. El proyectil alcanzó a Sturm en el pecho y lo arrojó contra el muro de la torre.
—Como ves —dijo Merinsaard—, no soy un hombre de honor.
Con estas palabras, levantó sobre su cabeza la espada, dispuesto a asestar el último y mortífero golpe. Sus ojos se dilataron de forma desmesurada, las pupilas se le tornaron blancas. Sturm se esforzó por blandir la espada de su padre en un desesperado intento de defensa.
De repente, Merinsaard lanzó un gorgoteo y se tambaleó. El joven caballero vio con asombro que tenía una flecha clavada en la espalda. A cierta distancia, Silueteada contra el brillante cielo de la mañana, se recortaba una figura que manejaba un arco.
Sturm se puso de pie. Merinsaard asió el borde de la almena con sus manos enfundadas en guanteletes de malla, pero los aros metálicos no encontraron agarre y el guerrero-hechicero se precipitó hasta el patio distante. Se escuchó un alarido, un golpe sordo y, después, silencio.
Sturm corrió hacia las escaleras. El misterioso arquero había desaparecido. Al llegar al patio, constató que Merinsaard estaba muerto, las pupilas sin vida fijas en las enmohecidas losas del suelo del patio.
Thresholder
yacía lejos de sus exangües dedos. Sturm la contemplaba absorto, cuando, de improviso, la espada estalló en llamas y se desvaneció con un estruendoso crujido. Las piedras, donde un momento antes reposara, quedaron carbonizadas.
El caballero se tambaleó y buscó apoyo en la pared de la torre. Trataba de poner orden en sus ideas para comprender lo que había ocurrido, cuando una nueva flecha se clavó en el suelo, delante de sus pies. Las plumas grises que remataban el esbelto astil negro cimbrearon por el impacto.
Sturm levantó la cabeza y vislumbró al desconocido arquero sobre la muralla exterior. El misterioso personaje levantó la mano, en un mudo gesto de despedida, se metió por una torreta de centinelas y desapareció en las sombras.
El caballero se agachó y examinó la flecha. Atado al astil, justo tras la punta, había un papel. Desanudó la cinta y leyó:
«Querido S
»Imaginé que vendrías aquí. Y, en efecto, lo has hecho; ¡te has enfrentado a un hechicero en una batalla perdida! Como habrás comprobado, mis nuevos amigos no juegan limpio. Pero, yo tampoco, y decidí inclinar la balanza a tu favor, en recuerdo de nuestra pasada amistad. ¡Tal vez no tengas tanta suerte la próxima vez!
»PD: Fuiste, como siempre, un botarate al permitirle que te apuntara con su espada mágica.»
—¡Kitiara! —clamó Sturm. Su voz se perdió en las viejas piedras, en el cielo—. ¡Kitiara, ¿dónde estás?!
Pero Sturm sabía que se había ido, que la había perdido para siempre.
Palanthas
Llevó su tiempo, pero el mensaje despachado por Sturm desde Palanthas hasta Sancrist obtuvo respuesta. Tartajo, inventor de la práctica —bueno, casi práctica— nave voladora, envió al caballero una misiva que ocupaba dieciséis folios, escritos por las dos caras. Al parecer, él, Alerón, Argos y el resto del grupo, habían llegado hasta el Monte Noimporta utilizando el casco de
El Señor de las Nubes
como un barco convencional. El abultado informe que los gnomos habían sometido ante el Consejo Supremo de Tecnología Gnoma ocupaba treinta volúmenes.
«Lo más irónico
—explicaba Tartajo en la carta—,
es que, después de todo el tiempo que permanecimos en Lunitari, no logramos traer con nosotros ni una sola muestra de tierra, aire, roca o vida vegetal. Como sabes, dejamos abandonada nuestra copiosa colección de especímenes en la luna, forzados por la necesidad de aligerar peso a la nave a fin de que despegara. Al contar sólo con nuestros apuntes, el veredicto del Consejo Supremo sobre nuestra expedición fue "No Demostrado". Argos se enfureció, pero a mí no me preocupa ya que, mientras escribo estas líneas, el armazón de El Señor de las Nubes, Fase II, toma forma bajo las laderas del Monte Noimporta. Este nuevo prototipo irá equipado con cuatro pares de alas, dos bolsas de gas etéreo, y llevará...»
Sturm prosiguió la lectura mientras una divertida sonrisa le bailaba en los labios. El resto de los pliegos era un catálogo minucioso y detallado de los objetos que los gnomos llevarían en su próximo viaje. Tan sólo, en las últimas líneas, aparecía un comentario de cierto interés:
«Si, tanto a ti como a Kitiara, os apetece acompañarnos en esta expedición, por favor llegad a Sancrist diez días antes del solsticio de invierno, fecha prevista para el despegue hacia Lunitari. Carcoma deseaba viajar a Solinari, pero su propuesta no prosperó. Es mucho lo que todavía debemos aprender de la luna roja. Es más, tenemos la esperanza de que encontraremos evidencia de que Crisol sigue con vida...»
La carta iba firmada con el nombre gnomo de Tartajo y ocupaba varias líneas.
Sturm puso a un lado las páginas y deseó en voz alta:
—¡Buen viaje!
La camarera de la posada en la que el caballero se hospedaba le oyó hablar y se acercó solícita a su mesa.
—¿Desea algo, señor?
—No, gracias.
La muchacha, llamada Zerla, era una joven bonita, de rizado cabello trigueño y una cálida sonrisa. Le recordaba a Tika, si ésta, claro, hubiese sido diez años mayor.
—¿Hace mucho que está en Palanthas? —indagó Zerla..
—Unas cuantas semanas.
—¿Piensa fijar su residencia aquí?
—No. A decir verdad, estoy haciendo los preparativos para la marcha.
Zerla hizo un gracioso mohín, no exento de picardía, y exclamó:
—¡Espero que no sea por mí!
—No, claro que no. Tengo asuntos que atender en el sur.
—¿Alguna chica?
Sturm no pudo menos que evocar el rostro de Tervy. Mas, ante todo, estaba comprometido en seguir el rastro de su padre y eso significaba viajar a la Torre del Sumo Sacerdote. Tras su enfrentamiento con Merinsaard, Sturm se había encaminado a Palanthas, en principio, con objeto de recobrar la paz de espíritu y despejar la mente. Durante su estancia, habían llegado a sus oídos rumores de que algunos caballeros se reunirían en la vetusta torre a fin de celebrar un cónclave. Tenía la certeza de que el rastro de su padre llegaría hasta allí.
Zerla hablaba y Sturm hizo un esfuerzo para salir de sus cavilaciones y atender a sus palabras.
—Siempre ocurre lo mismo. Los que son atractivos, están comprometidos —decía la joven en ese momento. Luego, levantó la jarra de sidra dulce y limpió la mesa con el paño antes de atreverse a preguntar—. ¿Está casado?
—¿Cómo? Ah, no. No lo estoy.
La faz de la muchacha se iluminó.
—¿De dónde es usted?
—De Solamnia.
—¡Lo sabía! Me había fijado en su armadura y en el bigote, ¿sabe? Es uno de los caballeros, ¿verdad? Mi abuelo me contaba historias de aquellos tiempos en que la Orden vigilaba y defendía las tierras. Creo que se cometió una terrible injusticia con ellos. ¡Ojalá hubiese vivido en aquella época! Me habría gustado ver a los caballeros montados en sus magníficos corceles, con sus armaduras relucientes, empeñados en la tarea de velar por el bienestar de las gentes. —De repente, Zerla cesó su parloteo y se ruborizó—. Lo siento. Supongo que hablo demasiado.
—No te disculpes. Tus palabras me levantan el ánimo. Creía que la mayoría de la gente se había olvidado de la Orden y, quienes la recordaban, lo hacían con odio y desprecio.
Sturm acabó de beberse la sidra y dejó sobre la mesa dos monedas de plata de Solace.
—Lo que resta es para ti, Zerla.
—¡Oh, gracias! —La joven retiró con presteza la jarra vacía y las monedas.
El caballero salió de la posada al tibio sol del atardecer. En sus largos paseos cotidianos por la ciudad, le habían llegado otras informaciones procedentes del puerto. Cundían los rumores acerca de los pillajes en otras regiones llevados a cabo por extraños merodeadores. Cuando se reuniera con los caballeros en la Torre del Sumo Sacerdote, les relataría muchas cosas.
Pero aquí, en Palanthas, la inquietante sensación de amenaza parecía remota. Los chiquillos jugaban por las calles, los carros repartían mercancías desde los muelles a los cercanos establecimientos y mercados. Los ciudadanos estaban bien alimentados y bien vestidos. Sí, el peligro de una guerra parecía algo imaginario en la vida cotidiana de las gentes de Palanthas.
Desde la calle mayor, Sturm divisó las hinchadas velas blancas que abarrotaban la bahía. ¿Estarían los gnomos allá abajo? ¿O, tal vez, una reluciente nave blanca elfa, llamada
Cresta Alta,
se hallaría anclada más allá del cabo? No se detendría. La tregua había concluido. Había llegado el momento de aceptar la responsabilidad que conllevaba su apellido. La carga del deber era tan pesada como la armadura que vestía con orgullo: la armadura de su padre y la espada Brightblade que pendía de su cinto. Sturm acarició la empuñadura y permitió que sus ojos se recrearan en el bruñido peto. Respiró hondo. Luego, reanudó su paseo a lo largo de la calle.
A partir de aquel momento pensó que el destino de sus pasos estaba en el sur, en la Torre del Sumo Sacerdote.
Había transcurrido casi un año desde el día en que se despidiera de Tanis, de Flint, de todos sus amigos de Solace.
Entretanto, también había dicho adiós a Tervy.
De nuevo hacia el sur. Abanasinia, Solace. En la fecha prevista se reuniría con sus amigos en la posada de El Ultimo Hogar. Querrían saber qué había sido de él durante aquellos años. También le preguntarían por Kitiara. ¿Qué les diría? ¿Cómo se lo explicaría a Tanis? ¿Y a sus hermanos? ¿Acaso serían capaces de comprender lo que él mismo no comprendía?
Aquellos y otros muchos interrogantes acosaron a Sturm mientras caminaba por las soleadas calles de Palanthas.
Una nube ocultó el radiante astro. El caballero levantó los ojos al cielo. Sabía que otras nubes, mucho más tenebrosas y amenazantes, se aproximaban. Hubiera querido gritarlo a los cuatro vientos, pero Palanthas no le prestaría atención, haría oídos sordos a su advertencia. Su vida era apacible, cómoda, alegre... ¿por qué enturbiarla con amenazas de guerras y conflictos? ¿Acaso no eran altas las montañas que los arropaban? ¿Acaso no patrullaban la bahía galeotes armados, dispuestos a entrar en batalla? Palanthas estaba a salvo de todo peligro. A salvo por completo.
Pero ni montañas ni barcos de guerra eran barreras para el Mal. La corrupta semilla de su fuerza insidiosa se ocultaba en cada corazón, en cada acto de codicia, egoísmo y resentimiento. Tierra y mar eran simples calzadas por las que discurrían las ideas, con la misma facilidad que lo hacían los vientos alisios. Además, se había abierto una nueva vía: el aire. Los gnomos lo habían demostrado.
El sol asomó tras la nube que lo ocultara de modo pasajero. Sturm entornó los ojos para mitigar su deslumbrante fulgor, y aguardó inmóvil, a la expectativa.
Creyó escuchar el sonoro batir de unas alas gigantescas.`