Los personajes clave de la saga Dragonlance se reúnen en El Último Hogar para despedirse antes de que cada uno emprenda viaje en busca de aventuras y fortuna. Allí están Caramon, Raistlin, Kitiara, Sturm, Flint, Tanis y Tass, y todos se comprometen a reunirse otra vez en el mismo lugar al cabo de cinco años. Es el «preludio» de una larga y apasionante historia.
La novela se centra en las vicisitudes de Kitiara y Sturm. Éste quiere ir a Solamnia, su patria, para buscar a su padre y Kitiara decida acompañarlo. Unos divertidos gnomos los llevan en un ingenioso barco volador, inventado, naturalmente, por ellos. Sin embargo, en pleno vuelo un rayo estropea uno de los mecanismos de la nave y se estrella contra Lunitari. Así pues, la luna roja de Krynn será el singular y mágico paraje donde se desarrollarán las aventuras de los dos amigos y de los gnomos, y donde encontrarán a Cupelix, el Guardián de Lunitari, que custodia los huevos de los Dragones del Bien...
El Guardián de Lunitari es el primer volumen de la trilogía Preludios de la Daragonlance que logra un perfecto perfil de sus protagonistas: la proverbial sinceridad de Sturm, la tozudez y bravuconería de Kitiara y la deliciosa personalidad de los gnomos con sus ingeniosos inventos, su eterna alegría y su incesante parloteo. Todo ello, junto con la sucesión inacabable de aventuras, acción trepidante y una sutil ironía y buen humor hacen de esta obra una grata lectura en espera de su continuación.
Paul B Thompson & Tonya R. Carter
El guardian de Lunitari
Dragonlance: Preludios de la Dragonlance - 1
ePUB v1.0
OZN20.06.12
Título original:
Darkness & Light
Paul B Thompson & Tonya R. Carter, enero de 1989.
Traducción: Milagros López Díaz-Guerra
Ilustraciones: Desconocido
Diseño/retoque portada: OZN
Editor original: OZN (v1.0)
ePub base v2.0
Los caminos se separan
El otoño pintaba de brillantes colores la ciudad de Solace. Cada porche, cada ventana, estaban tapizados de hojas amarillas, ocres o rojas, ya que tanto las viviendas como las tiendas de la población se asentaban entre las robustas ramas de los vallenwoods, sobre el musgoso suelo del valle. Diseminados por aquí y por allí, se veían algunos claros que eran los lugares de reunión de los vecinos, y en los que tanto se instalaba el mercado una semana, como una feria itinerante la siguiente.
En aquella soleada tarde, tres personas —dos hombres y una mujer— se hallaban en uno de los claros. Dos espadas iniciaron los primeros movimientos de tanteo y los rayos de sol arrancaron destellos rojizos al reflejarse en las aceradas hojas de las armas. Los que las manejaban se movían en círculo, con cautela y, de vez en cuando, amagaban con repentinas estocadas de sus desnudas espadas. El tercer personaje se mantenía apartado unos pasos y los observaba con atención. Por fin las armas entrechocaron y se unieron en un abrazo de acero templado.
—¡Buena finta! ¡Una parada perfecta, Sturm! —exclamó el espectador, Caramon Majere.
El aludido, un joven moreno de largos bigotes, agradeció el cumplido con un corto gruñido, demasiado ocupado para darle las gracias de otro modo. Su oponente se había lanzado al ataque y arremetía con una estocada dirigida a su pecho. Sturm Brightblade esquivó la afilada punta con un brusco quiebro del torso, al tiempo que se impulsaba hacia atrás. El acero le pasó a menos de dos centímetros.
Debido a su propio impulso, su oponente se tambaleó, perdió el equilibrio y se quedó con los pies excesivamente separados.
—¡Cuidado, Kit! —gritó Caramon.
Pero su advertencia no era necesaria. Su hermanastra había recobrado ya la estabilidad con la agilidad propia de una bailarina profesional. Dio un seco taconazo con sus botas de cuero, adoptó de nuevo la posición de combate y presentó únicamente su esbelto perfil a Sturm.
—Y ahora, querido amigo —dijo—, te voy a demostrar la pericia que se adquiere cuando se lucha por un salario.
Kitiara comenzó a trazar en el aire círculos con la punta de la espada. Una, dos, tres veces... Sturm siguió con la vista el mortífero balanceo del arma. Caramon también miraba asombrado, con la boca abierta. A los veinte años, ya tenía la complexión de un hombre adulto, pero en su interior todavía era un chiquillo que había hecho de la salvaje y mundana Kit su ídolo; sostenía que ella tenía más brío y coraje que diez hombres juntos.
Desde su puesto de observación, Caramon podía distinguir sin dificultad cada mella marcada en el filo del acero de su hermanastra, recordatorios indelebles de las duras batallas en las que había participado. La hoja relucía gracias a los continuos y expertos cuidados prodigados para pulirla. En contraste, el arma de Sturm estaba tan nueva que todavía se percibía el matiz azulado de la forja en la empuñadura.
—¡Vigila tu flanco derecho! —advirtió Caramon a su amigo.
Este sujetó con ambas manos la larga empuñadura, se cuadró y esperó con una actitud digna el ataque de la mujer, tal y como habría hecho cualquier Caballero de Solamnia.
Kitiara lanzó un grito al tiempo que giraba sobre una pierna. Su arma rasgó el aire. Caramon contuvo la respiración al observar el modo en que se impulsaba hacia adelante y trazaba con la espada un arco que acabaría alcanzando el cuello del inmóvil Sturm. Cerró los ojos de forma involuntaria y oyó el seco choque de los aceros; se sintió como un estúpido, y los abrió de nuevo.
Su amigo había detenido el golpe frontalmente y las armas estaban trabadas de forma brutal. Ambos contendientes se mantenían firmes en sus puestos, sin ceder un ápice. La muñeca de Kitiara tembló; avanzó un paso y sujetó su brazo armado con la mano libre, pero Sturm la forzó a bajar la guardia. El rostro de la mujer palideció para enrojecer acto seguido. Caramon conocía aquella reacción y comprendió que el combate amistoso estaba tomando un cariz que no era de su agrado y se estaba poniendo furiosa. Vejada, cambió de postura en un último intento de resistir la manifiesta superioridad de fuerza y corpulencia de su oponente. Pero, por fin, su empuñadura cedió, y el canto del pomo de la espada de Sturm le rozó la mejilla y le causó un profundo arañazo.
Sin resuello, respirando a boqueadas, Kitiara abandonó la lucha. Las puntas de ambas espadas se clavaron en el suelo musgoso.
—¡Basta! —exclamó—. Pago las copas. Cometí el error de trabarme en un cuerpo a cuerpo. Vamos, Sturm; nos beberemos una jarra grande de la mejor cerveza de Otik.
—Me parece una buena idea —aceptó el hombre, que jadeaba sin resuello. Después retrocedió un paso para recoger su arma, y Kitiara aprovechó el descuido para arremeter con la espada e introducir la parte plana de la hoja entre sus piernas. Sturm trastabilló y cayó de bruces; su arma rebotó en el suelo y quedó lejos, fuera de su alcance. Un instante después, tenía sobre sí a la mujer y ochenta centímetros de acero que apuntaban a su garganta.
—Combatir no es un deporte —le dijo ella—. Mantén los ojos abiertos y la mano firme o no llegarás a viejo, amigo mío.
La mirada de Sturm fue del acero al rostro de Kitiara. Unos mechones de rizos oscuros se le habían pegado sobre la frente a causa del sudor; tenía los rojos labios apretados en un gesto firme que, poco a poco, se distendió hasta convertirse en una sonrisa burlona. Enfundó la espada.
—Anímate. No quiero seguir viendo esa mueca cariacontecida. Más vale que hayas aprendido esta lección de un amigo, y no de un enemigo que te habría rematado. —Le alargó una mano—. Será mejor que volvamos a la posada antes de que Flint y Tanis acaben con toda la cerveza de Otik.
El joven agarró la mano que le ofrecía la mujer. Estaba caliente, encallecida por asir la espada sin guante. Kitiara tiró hacia arriba y lo ayudó a levantarse. Se quedaron frente a frente. Aunque él le superaba en estatura y pesaba unos veinticinco kilos más, a su lado se sentía como un chiquillo indefenso. Con todo, los ojos chispeantes y la simpática sonrisa de la mujer disiparon su inquietud.
—Ahora entiendo cómo te las has arreglado para prosperar en tu profesión —comentó, en tanto recogía su espada y la guardaba en la funda—. Gracias por la lección. ¡La próxima vez me cuidaré de tener los pies lejos del alcance de mi oponente!
—¿Me enseñarás después algunas de esas fintas nuevas, Kit? —pidió Caramon ilusionado.
La espada que portaba el mocetón era un regalo que su aventurera hermanastra le había hecho y que, al parecer, había recogido en alguno de los muchos campos de batalla por los que había pasado. Flint Fireforge, que conocía la artesanía del metal como pocos, había afirmado que aquella espada se había forjado en el Qualinesti meridional. Sólo por esta pista y otras semejantes, sus amigos imaginaron hasta qué lugares había llegado Kit en sus correrías.
—De acuerdo, hermanito. Pero me ataré una mano a la espalda para que estemos en igualdad de condiciones. —Al notar que Caramon se aprestaba a replicar, le tapó la boca con la mano—. ¡Vamos, en marcha! ¡Si no echo un trago de cerveza enseguida, me moriré de sed!
Cuando llegaron a la base del inmenso vallenwood sobre el que se levantaba la posada de El Ultimo Hogar, encontraron a Flint sentado en el primer peldaño de la rampa. El enano tenía entre sus toscas y macizas manos un trozo de madera del que rebanaba lonchas finísimas con una navaja.
—¡Vaya! Parece que vuelves ileso —dijo al ver a Sturm—. Temí que regresaras con la cabeza bajo el brazo.
—Me impresiona la confianza que me tienes —replicó molesto el joven.
Kitiara, que se había parado junto a su hermano y le codeaba con el brazo los anchos hombros, intervino.
—Ten cuidado con lo que dices, viejo enano. Nuestro caballero Sturm posee un brazo extraordinariamente fuerte. Cuando aprenda a violar esos anticuados códigos caballerescos...
—El honor jamás será algo anticuado —interrumpió el joven.
—¡Claro! Y por eso acabaste en el suelo, patas arriba, con la punta de mi espada en el gaznate. Si hubieses...
—¡Oh, no, basta! —protestó Caramon—. ¡Si comenzáis a discutir otra vez sobre honor y códigos, me moriré de aburrimiento!
—No hay nada que discutir —dijo su hermana y le propinó un azote en las nalgas—. Me parece que mi punto de vista quedó demostrado de manera harto suficiente.
—Acompáñanos, Flint. Kitiara invita —propuso el mocetón.
El enano se puso de pie. Una lluvia de virutas blancas cayó de su regazo. Se sacudió las ropas y guardó la navaja en el bolsillo de las polainas.
Mientras tanto, Kit, burlona, simulaba un tono maternal y severo, y advertía a su hermano.
—No creas que beberás cerveza. Todavía eres demasiado joven para ingerir alcohol.
Caramon, rabioso, se sacudió de encima el brazo de la mujer y se colocó junto a su amigo.
—¡Ya tengo veinte años! —protestó.
El rostro curtido de Kitiara expresó sorpresa.
—¿Veinte? ¿Estás seguro?
Observó que su «hermanito» era tan sólo un par de centímetros más bajo que Sturm. El mocetón la miraba con furia.
—¡Por supuesto que estoy seguro! ¡Eres tú la que no te das cuenta de que ya soy un hombre hecho y derecho!
—¡Puaj! ¡No eres más que un crío! —se mofó Kit, mientras desenfundaba la espada—. ¡Si vuelves a contestarme así, te zurraré de lo lindo!