—¡Ja, ja! ¡Intenta cogerme primero!
El muchacho le hizo burla y salió disparado escaleras arriba. Su hermana, tras enfundar el arma, corrió tras él. Las largas piernas del joven salvaron con rapidez los tramos de las escaleras. Riendo, los dos se perdieron de vista tras el grueso tronco del vallenwood.
Flint y Sturm ascendieron la rampa más despacio. Sopló una ligera brisa que arrastró una andanada de hojas multicolores escaleras abajo. El joven miró en derredor, al tiempo que recorría con la vista las casas colgantes.
—Unas cuantas semanas más y se podrán ver sin dificultad las plazas públicas —declaró taciturno.
—Sí. Me resulta raro no patear los caminos en esta época del año. Desde antes de nacer tú, he recorrido las carreteras de Abanasinia desde la primavera hasta el otoño, comerciando, cerrando tratos... —comentó el enano.
El joven asintió en silencio. La decisión de Flint de abandonar su trabajo como orfebre ambulante los había cogido a todos por sorpresa.
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Eso ya ha quedado atrás para mí —prosiguió el enano—. Ha llegado el momento de retirarme y descansar. Puede que plante unos rosales...
La imagen del entrañable y gruñón enano cuidando de un jardín le pareció tal despropósito a Sturm que tuvo que sacudir la cabeza para alejar de su mente la chocante idea.
En la plataforma que se alzaba a medio camino de la posada, el joven hizo una pausa y se apoyó en la barandilla. Flint dio unos cuantos pasos más antes de detenerse y observarlo con los ojos entornados.
—¿Qué ocurre, muchacho? Sé que me quieres decir algo. Adelante, ¡habla o reventarás!
Sturm pensó que al viejo enano no se le escapaba ningún detalle.
—Me marcho, Flint. A Solamnia. Voy a reclamar mi herencia.
—¿Y tu padre?
—Si queda un rastro de él, lo encontraré.
—Este viaje resultará largo y la búsqueda peligrosa —dijo el enano—. ¡Ojalá pudiera acompañarte!
El joven se apartó de la barandilla.
—No te preocupes. Es algo que debo hacer solo.
Cruzaron la puerta de la posada a tiempo de recibir una lluvia de mondas y corazones de manzanas. Mientras se limpiaban la cara de los pegajosos restos de pulpa, la sala retumbó con las explosivas carcajadas de los que estaban dentro.
—¿Quién es el bribón responsable de esto? —farfulló Flint.
Una chiquilla desgarbada de unos catorce años, que lucía una frondosa melena de rizos pelirrojos, ofreció un paño al ofendido enano.
—Otik acababa de preparar sidra nueva y ellos cogieron los desperdicios... —explicó en tono de disculpa.
Sturm se enjugó la cara. Kitiara y Caramon estaban doblados sobre el mostrador; como dos idiotas, se agarraban el estómago y reían hasta quedar sin aliento. Al otro lado de la barra, Otik, el orondo dueño del establecimiento, sacudió la cabeza.
—Ésta es una posada seria. Si tenéis ganas de bromas, gastadlas en la calle.
—¡Tonterías! —replicó Kitiara.
De inmediato, soltó de un manotazo una moneda sobre el mostrador. Su hermano se limpió los ojos llorosos a causa de la risa y la contempló boquiabierto. Era una moneda de oro; una pieza que el posadero había visto muy pocas veces en su vida.
—Esto te quitará el enfado, ¿verdad, Otik? —se burló la mujer.
Un hombre joven, alto y atractivo, se levantó de la mesa a la que estaba sentado y se dirigió hacia el mostrador. La agilidad fácil de sus movimientos, los pómulos altos y los rasgados ojos claros, proclamaban con elocuencia su ascendencia elfa. Tomó la moneda y la examinó.
—¿Qué ocurre, Tanis? ¿No habías visto oro antes? —preguntó Kit.
—Sí, pero no en una moneda tan grande. ¿De dónde ha salido? —preguntó a su vez el semielfo, mientras volteaba el dorado disco en el aire.
La mujer tomó su jarra y bebió un trago. Luego, respondió.
—No lo sé. Es parte de mi salario. ¿Por qué te interesa?
—La inscripción es elfa. Yo diría que se acuñó en Silvanesti.
Sturm y Flint se aproximaron para verla de cerca. El enano afirmó categórico que la escritura de delicados rasgos era elfa.
Hacía tanto tiempo que Silvanesti no mantenía prácticamente ningún contacto con el resto de Ansalon, que todos se preguntaron extrañados cómo habría llegado aquella moneda tan al oeste del continente.
—¿Saqueo? —intervino una voz desde un rincón de la sala.
—¿Cómo dices, Raist? —preguntó Caramon, girándose hacia la esquina de la posada en donde estaba sentado un joven pálido: Raistlin, su hermano gemelo. Como era habitual, estaba inmerso en el estudio de un polvoriento pergamino. Se levantó del asiento y fue hacia donde se encontraba reunido el grupo; la luz del exterior que se filtraba por los cristales multicolores de las ventanas tiñó la pálida tez del joven con extraños matices.
—Saqueo —repitió—. Robo, rapiña, botín...
—Sabemos el significado de esa palabra —lo interrumpió con mordacidad el enano.
—Lo que quiere decir es que, probablemente, robaron la moneda en Silvanesti, y después acabó en las arcas del capitán mercenario de Kit —intervino Tanis.
Se pasaron la moneda unos a otros; cada uno la examinaba, aquilataba su peso. Más que por su valor intrínseco, la moneda despertaba admiración por evocar lugares remotos, gentes distantes y legendarias.
—¡Dejadme verla! ¡Dejadme verla! —insistió una voz aflautada procedente de la parte inferior del mostrador. Un brazo pequeño y flaco se abrió paso entre Caramon y Sturm.
—¡Ni hablar! —se negó Otik, que retiró la moneda de la mano de Tanis—. ¡Deja dinero al alcance de un kender y despídete de él!
—¡Tas! ¡No te había visto llegar! —se extrañó Caramon.
—Pues ha estado aquí todo el tiempo —comentó sarcástico el semielfo.
Tasslehoff Burrfoot, como la mayoría de los de su raza, no sólo era pequeño, sino también muy astuto y era capaz de esconderse en los sitios más inverosímiles. Del mismo modo, sobresalía por tener unas manos excesivamente ligeras; «curiosas», como decía él.
—Ya que ahora soy solvente, ¡una ronda para todos! —invitó Kitiara.
Otik llenó jarras y jarras con cerveza que extraía de una enorme barrica, y los amigos ocuparon la gran mesa redonda situada en el centro de la sala. Raistlin, en lugar de volver al taburete que antes ocupaba, arrimó una banqueta y se unió al grupo.
—Puesto que estamos todos reunidos, que alguien haga un brindis —propuso el semielfo.
—¡Por Kit, promotora de la fiesta! —vociferó Caramon, y alzó su jarro de arcilla, rebosante de sidra.
—¡Por el oro que la paga! —respondió su hermana.
—¡Por los elfos que lo acuñaron! —propuso Flint.
—Brindo por eso y por todo cuanto sea elfo —comentó la mujer y dedicó una sonrisa maliciosa a Tanis. Los labios del semielfo iniciaron una pregunta, pero antes de que pudiera formularla, Tasslehoff se puso de pie sobre su banqueta y agitó las manos para llamarles la atención.
—Propongo que brindemos por Flint —dijo—. Es el primer año desde el Cataclismo que no saldrá a los caminos.
Unas risas ahogadas circularon por la mesa. El viejo enano se sonrojó.
—¡Tú, renacuajo! ¿Cuántos años crees que tengo? —refunfuñó.
—Todavía no ha aprendido a contar cifras tan altas —ironizó Raistlin.
—¡Pero...! ¡Pero, bueno! Pues os diré una cosa: aunque tenga ciento cuarenta y tres años, aún soy capaz de zurrar la badana a cualquier hombre, mujer o kender de los aquí presentes. ¿Alguno quiere hacer la prueba?
Flint subrayó su desafío descargando un puñetazo sobre la mesa; sin embargo, nadie se dio por aludido. A pesar de su avanzada edad y corta estatura, el enano tenía una fuerte musculatura y era un experto luchador.
A partir de ese momento, brindaron y bebieron en buena armonía, en tanto la tarde se hacía ocaso y el ocaso daba paso a la noche.
Con el propósito de contrarrestar los efectos del alcohol, pidieron una de las copiosas cenas de Otik; al instante, la mesa quedó cubierta de fuentes rebosantes de pichones, venado, pan, queso y las famosas patatas picantes.
La muchacha pelirroja servía los platos y, en cierto momento que pasaba junto a él, Caramon aprovechó para echarle en el bolsillo del delantal los huesos roídos del pichón que se estaba comiendo. La chica siguió su juego y le coló una rodaja de patata caliente por el cuello de la camisa. El mocetón se revolvió en su asiento, en tanto que ella escapaba precipitadamente hacia la cocina.
—¿Pero quién demonios es esa mocosa? —bramó el joven, mientras tiraba de los faldones de la camisa para librarse de la patata ardiente.
—Otik la ha adoptado. Se llama Tika —le informó su gemelo.
Las horas transcurrían; otros parroquianos llegaron y se marcharon. Ya era tarde y el posadero se retiró, no sin antes ordenar a su pupila que encendiera un candelero para la mesa de los compañeros.
Las chanzas y las burlas de la tarde dieron paso a una conversación más reposada y seria.
—Mañana me marcho —anunció Kit.
La luz de las velas ponía matices dorados en la curtida piel de su rostro. Tanis la estudió detenidamente y sintió renacer las mismas emociones lacerantes que siempre suscitaba en él aquella mujer irresistiblemente seductora.
—¿Que te vas? ¿Dónde? —preguntó Caramon.
—Hacia el norte, creo.
—¿Por qué al norte? —se interesó el semielfo.
—Por razones que sólo a mí conciernen —fue su seca respuesta, aunque la suavizó con una sonrisa.
—¿Puedo ir contigo? —le pidió su hermano ilusionado.
—No, no puedes, hermanito.
—¿Y por qué no?
La mujer, que se había sentado entre sus dos hermanastros, dirigió una disimulada mirada a Raistlin y el mocetón comprendió su mudo gesto. Tenía razón. Su hermano lo necesitaba.
Aun siendo gemelos, los dos jóvenes no se parecían en casi nada. Caramon tenía el aspecto de un oso joven, afable y sano, mientras que Raistlin era un ratón de biblioteca de salud endeble que tenía la inveterada costumbre de enemistarse con tipos robustos y belicosos. Después del nacimiento de los gemelos, la madre no se había recuperado jamás, por lo que Kitiara tuvo que cuidar del frágil niño. Ahora le había llegado el turno a Caramon.
—Yo también me marcho —dijo Sturm, rompiendo el pesado silencio—. Hacia el norte.
—¡Puff! —resopló Tas despectivo—. El norte es muy aburrido; lo conozco. ¡Al este! ¡Ahí es donde deberíamos ir! ¡Hay tanto que ver! Ciudades, bosques, montañas...
—Bolsas que «encontrar», caballos que «tomar prestados»... —apostilló el enano con malicia.
El kender adoptó una expresión de total inocencia.
—¿Y yo qué culpa tengo si siempre encuentro lo que los demás pierden?
—Un día encontrarás algo cuyo dueño no crea en tu buena fortuna y acabarás colgado de una soga.
—He de ir al norte —insistió Sturm—. Vuelvo a Solamnia.
Sus amigos lo miraron de hito en hito; todos conocían la historia de su exilio. Doce años atrás, los campesinos de Solamnia se habían revelado contra los señores de las tierras, casi todos ellos pertenecientes a la orden de caballería, y Sturm y su madre escaparon sin llevar consigo otras pertenencias que sus vidas. Aún hoy, a pesar del tiempo transcurrido, los caballeros seguían siendo despreciados en su propio país.
—¿Te vendría bien el refuerzo de un brazo diestro con la espada? —Kit sorprendió a todos con su ofrecimiento.
—No quisiera desviarte de tu ruta —respondió el joven evasivamente.
—¡Bah, el norte es el norte! Los otros puntos cardinales ya los conozco.
—Entonces, de acuerdo. Será un honor para mí tenerte a mi lado —aceptó Sturm. Luego se volvió hacia el semielfo.
—¿Qué vas a hacer tú, Tanis?
El aludido empujó abstraído los restos de su cena con un trozo de pan.
—También he decidido ponerme en camino, aunque no he pensado en ningún sitio en particular. Simplemente, me dedicaré a explorar ciertas zonas que no conozco; pero no creo que ninguna se encuentre en dirección norte —añadió, mirando con sorna a Kitiara. Ésta tenía los ojos fijos en Sturm y no se percató del gesto.
—¡Ésa sí que es una excelente idea! —exclamó Tas alborozado. Su mano derecha rebuscó bajo el chaleco de pieles, y extrajo un pequeño disco de cobre al que empezó a dar vueltas sobre los nudillos. Se trataba de un ejercicio que practicaba de tanto en tanto para mantener ágiles los dedos, cosa, por otro lado, por completo innecesaria—. Vayamos al este, Tanis. ¡Tú y yo!
—No. —El disco de cobre se paró en seco a medio giro sobre el dorso de la pequeña mano del kender—. No —repitió el semielfo con un tono más suave—. Es un viaje que he de hacer solo.
Se produjo un tenso silencio. De pronto Caramon soltó un explosivo hipido y las risas retornaron.
—¡Perdón! —se disculpó el mocetón, y alargó la mano, como al desgaire, hacia la jarra de cerveza de Kit; mas ella no se dejó engañar, y cuando su manaza se cerraba sobre la base metálica del recipiente, le propinó un cucharazo en la muñeca que arrancó una ahogada exclamación de dolor al muchacho.
—Te daré más fuerte si vuelves a intentarlo —le advirtió. Caramon torció el gesto y la amenazó con el puño.
—Reserva tus energías, hermano —intervino su gemelo—. Las necesitarás.
—¿Por qué, Raist?
—Ya que todos estáis decididos a marcharos, éste es el mejor momento para anunciar mi propio viaje.
—¡Bah, no durarías ni dos días por esos caminos! —resopló Flint con desprecio.
—Tal vez, no —admitió el joven, mientras apretaba los dedos largos y afilados—. Salvo que mi hermano me acompañe.
—¿Adónde y cuándo nos vamos? —inquirió su gemelo, feliz ante la perspectiva de viajar, fuera donde fuese.
—Ahora no es el momento de hablar —respondió Raistlin, sin apartar las zarcas pupilas del plato de cena que apenas había probado—. Lo que sí puedo adelantarte es que quizá resulte un viaje largo y peligroso.
Caramon se levantó de un salto.
—¡Estoy listo!
—¡Siéntate, mequetrefe! —le reconvino Kitiara al tiempo que le tiraba de los fondillos del chaleco. El mocetón cayó con pesadez sobre la banqueta.
Flint exhaló un profundo y borrascoso suspiro.
—Vais a dejarme solo —dijo—. Es la primera vez en mi vida que abandono los caminos, y todos mis amigos se van —soltó otro suspiro tan explosivo que las llamas de las velas titilaron.
—¡Viejo oso! —le regañó Kitiara—. Te gusta compadecerte, ¿verdad? No existe ninguna ley que te prohíba salir de Solace. ¿Acaso no tienes algún familiar con quien pasar una temporada y de paso abusar de su hospitalidad?