—¡Sí! —intervino Tas—. Podrías hacer una visita a tu barbuda... quiero decir, a tu anciana madre.
Flint bramó indignado. Los que se sentaban junto a él —Caramon y Sturm— se apartaron raudos del enfurecido enano, que aporreó la mesa con su jarra. La cerveza saltó por los aires y salpicó al kender; los chorretones del pegajoso líquido empaparon el ridículo penacho de pelo castaño y se escurrieron por el menudo rostro. Tas tuvo que frotarse los ojos, irritados por el alcohol.
—¡Nadie se burla de mi madre! —vociferó.
—Al menos, no dos veces —fue la sabia conclusión de Tanis, que se cuidó de que sus palabras no llegaran a oídos de Flint.
El kender, tras enjugarse la cara con la manga de la camisa, tomó su propia jarra —ya vacía— por el asa y se la colocó en el brazo a guisa de escudo.
—Habremos de batirnos en duelo por esto —declaró fingiendo una expresión de dignidad ofendida.
—Seré tu testigo —secundó, divertida, Kitiara.
—¡Y yo el de Flint! —gritó Caramon.
—¿Quién elegirá las armas? —intervino Tanis.
—Flint ha sido el desafiado; a él le corresponde elegirlas —aclaró Sturm, sonriente.
—¿Qué armas serán, viejo oso? —preguntó Kitiara. ¿Corazones de manzanas a diez pasos? ¿Cucharones y tapaderas de cazuelas?
—¡Cualquier cosa menos jarras de cerveza! —se burló mordaz el kender, recuperado ya su habitual gesto jovial.
Las risas y el alborozo prosiguieron hasta que Tika entró en la taberna.
—¡Silencio! ¡Es muy tarde! ¡No hagáis tanto ruido! —les reconvino en voz baja.
—Lárgate, mocosa, antes de que alguien te dé una azotaina —replicó Caramon sin dignarse mirarla.
La muchacha se acercó con cautela, se situó a sus espaldas y comenzó a hacer muecas horribles y gestos raros. Ante las carcajadas de los demás, el mocetón se desconcertó.
—¿De qué os reís?
Mientras tanto, Tika, con gran habilidad, se había apoderado de la daga que Caramon llevaba colgada del cinturón y la levantaba sobre su cabeza con supuestas intenciones perversas de apuñalarlo por la espalda. La carcajadas aumentaron de volumen. Las lágrimas corrían por el rostro de Kitiara. Tas se cayó de la banqueta y rodó por el suelo.
—Pero ¡¿qué diablos os pasa?! —gritó el joven. Por último, giró sobre sí mismo y pilló a la chica in fraganti—. ¡Ajá! ¿Con que ésas tenemos? —Y se lanzó en persecución de la muchacha que había echado a correr y se escabullía entre las mesas vacías. Caramon, en su afán por alcanzarla, arrastró a su paso sillas y taburetes, que cayeron al suelo con gran estrépito.
Otik apareció por la puerta de la cocina con un candil en la mano. Vestía un camisón arrugado, y el ralo pelo blanco se le enredaba en la coronilla en ridículos remolinos.
—¿Qué significa este escándalo? ¿Es que un hombre no puede dormir en paz en su propia casa? ¡Tika! ¿Dónde te has metido? —La muchacha pelirroja se asomó tras el tablero de una mesa volcada—. ¡Se suponía que los harías callar y no que contribuirías al jolgorio!
—¡Es que ese bruto me perseguía! —se disculpó, señalando a Caramon que aparentaba examinar con gran interés la mecha de una vela.
—¡Ve a tu habitación! —ordenó el posadero.
Tika obedeció de mala gana. En el camino lanzó una última mirada burlona al mocetón al tiempo que le sacaba la lengua; cuando Caramon intentó perseguirla, le arrojó su daga. El arma se clavó cimbreante en el suelo de madera, a unos centímetros de los pies del muchacho. De inmediato, Tika desapareció por la puerta de la cocina.
—¡Flint Fireforge, no esperaba esto de ti! Ya eres bastante mayor para tener más sentido común. Y vos, maese Sturm, un mozo bien educado, no deberíais andar zascandileando a estas horas de la noche —refunfuñó Otik con los brazos en jarras.
El enano parecía avergonzado de verdad. Sturm se atusó el largo bigote con el índice, sin atreverse a decir una palabra.
—¡No seas aguafiestas, Otik! —intervino Kitiara—. Tika estuvo muy simpática. Además, esta es una fiesta de despedida.
—Cualquier cosa resulta divertida cuando uno se mete cuatro jarras de cerveza entre pecho y espalda —protestó el posadero—. Pero, decidme: ¿quién se marcha?
—Todos.
—Estupendo. Pero, ¡por el amor de Dios, hacedlo en silencio! —dijo Otik desde la puerta de la cocina; luego, desapareció.
Caramon volvió a la mesa y soltó un bostezo descomunal.
—Esa Tika —comentó— es la chica más fea de todo Solace. El viejo Otik tendrá que darle una buena dote si quiere casarla.
—Nunca se sabe, hermano. La gente cambia —dijo Raistlin, con la mirada dirigida hacia la puerta de la cocina.
Había llegado la hora de irse. No había razón para alargar más la velada. Consciente de ello, Tanis se puso de pie y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Puesto que nos vamos a separar, hemos de evitar que nuestra amistad se enfríe con el tiempo y la distancia. Así pues, para mantenerla viva en nuestros corazones, propongo que nos reunamos cada año, el mismo día, aquí, en la posada.
—¿Y si no nos es posible? —inquirió Sturm.
—En ese caso, todos los que estamos presentes esta noche nos comprometeremos a regresar a la posada de El Ultimo Hogar, de hoy en cinco años, pase lo que pase. Hagamos una promesa solemne. ¿Quién secunda mi propuesta?
Kitiara apartó su taburete, se puso de pie y posó la mano derecha en el centro de la mesa.
—Lo juro —dijo. Sus ojos se encontraron con los de Tanis y se quedaron prendidos en una larga e intensa mirada—. Dentro de cinco años.
El semielfo colocó su mano sobre la de la mujer.
—Dentro de cinco años. Lo juro.
—Por mi honor y por el nombre de la casa de los Brightblade, juro que volveré dentro de cinco años —afirmó Sturm con solemnidad, y apoyó la mano derecha sobre la de Tanis.
—Yo también —añadió Caramon. Bajo su inmensa manaza, la de Sturm desapareció por completo.
—Si para entonces sigo vivo, aquí estaré —dijo Raistlin. Su voz adquirió una entonación extraña. Unió el grácil toque de sus dedos a los de su hermano.
—¡Y yo! ¡Me encontraréis aquí esperándoos a todos! —Tasslehoff se subió a la mesa y dejó su diminuta mano junto a la de Raistlin. Ambas se perdieron en la enorme de Caramon.
—¡Condenado atajo de insensatos! —gruñó el enano—. ¿Cómo voy a saber lo que estaré haciendo de aquí a cinco años? Con toda seguridad, ¡algo más importante que esperar sentado en una posada el regreso de una pandilla de bribones vagabundos!
—¡Vamos, Flint! ¡Todos lo hemos jurado! —le increpó el kender.
El enano resopló. Finalmente, se adelantó y colocó sus viejas y encallecidas manos sobre las de los demás.
—Que Reorx os acompañe hasta que volvamos a encontrarnos.
No pudo continuar; la voz se le quebró y quedó en evidencia que era un viejo cascarrabias sentimental.
* * *
Dejaron a Flint sentado a la mesa. Los gemelos se marcharon y Tanis, Kitiara y Sturm bajaron despacio la escalera y dieron un paseo hasta el pie de la rampa. Tas los seguía.
—Bien, creo que ha llegado el momento de despedirnos —murmuró el caballero mirando al semielfo—. Aunque no diré adiós, sólo buenas noches. —Los dos se estrecharon con fuerza las manos. Sturm se volvió hacia la mujer—. Kit, tengo mi caballo en el establo del herrador. ¿Nos encontramos allí mañana?
—Estupendo. También está allí mi montura. ¿Al amanecer?
Él asintió con la cabeza y miró a su alrededor, en busca del kender.
—¡Tas! —llamó, pero no obtuvo respuesta—. ¿Dónde se habrá metido? Quería despedirme de él.
—Creo que ha vuelto con Flint —respondió Tanis, mientras señalaba la posada en lo alto del árbol.
Su amigo suspiró, levantó la mano en un gesto de despedida y se alejó en la fría noche.
Tanis y Kitiara se quedaron a solas con los grillos que, a cientos, entonaban una sinfonía desde las copas de los vallenwoods.
—¿Me acompañas a dar un paseo? —invitó el semielfo.
—Te acompaño adonde tú quieras —respondió la mujer.
Dieron una docena de pasos antes de que Kitiara se decidiera a enlazar su brazo con el de él.
—Estaba pensando que... —comenzó a decir con voz maliciosa.
—¿Qué...? —la animó él para que continuara.
—Que podríamos pasar la noche juntos, Tanis. Quizá transcurran cinco años hasta que nos volvamos a ver.
Él se detuvo y se soltó de su brazo.
—No, no puedo.
—¡Oh! ¿Por qué no? Hubo un tiempo, no hace mucho, en que no querías separarte de mí.
—Te refieres a los cortos intervalos entre campaña y campaña en los que combatías por quienquiera que te pagase por hacerlo.
La mujer alzó la barbilla con gesto orgulloso.
—No me avergüenzo de mi profesión.
—No pretendo que lo hagas. Lo que ocurre es que me he dado cuenta de que pertenecemos a mundos diferentes, Kit. Dos mundos que jamás se compaginarán.
—Explícate mejor.
—Mientras estabas ausente fue mi cumpleaños. ¿Sabes cuántos cumplí? Noventa y siete. Noventa y siete años, Kit. Si fuera humano, ahora sería un viejo decrépito, o habría muerto.
Ella lo contempló de arriba abajo con ojos apreciativos.
—No estás ni viejo ni decrépito.
—¡Exacto! La sangre elfa que corre por mis venas me alargará la vida mucho más allá del término medio humano. —Tanis dio un paso hacia la mujer y la tomó de las manos—. Mientras tanto, tú, Kit, envejecerás, morirás...
Ella rompió a reír.
—¡Deja que sea yo quien se preocupe!
—No, no lo harás. Te conozco, Kit. Estás quemando tu juventud como se quema una vela de doble mecha en mitad de un vendaval. ¿Te imaginas lo que siento cuando pienso que en cualquier momento algún jefecillo militar podría matarte en una batalla, y que yo tendría que seguir viviendo año tras año sin ti? No, Kit. Lo nuestro ha de acabar. Esta noche. Ahora.
A pesar de la oscuridad que los rodeaba por estar Solinari, la luna blanca, oculta tras las copas de los vallewoods, el semielfo advirtió que el rostro de la mujer se crispaba en un gesto de dolor. No duró mucho, sin embargo. Kitiara se sobrepuso y esbozó una sonrisa presuntuosa y forzada.
—Quizá sea mejor así —dijo—. Jamás me ha gustado sentirme atada a alguien. La pobre estúpida de mi madre era incapaz de salir adelante sin tener al lado un marido que le dijese lo que debía hacer en cada momento. No es mi estilo; me parezco a mi padre. Quemo mi vida, ¿no? ¡Pues que así sea! Estoy en deuda contigo, Tanis el Semielfo, por ponerme frente al espejo de la verdad...
Él interrumpió su parrafada con un beso en la mejilla. Fue un beso suave, de hermano. Ella lo miró con intensidad.
—No ocurre por mi gusto, Kit —dijo Tanis con una profunda tristeza—, sino porque así ha de ser.
Kitiara lo abofeteó. Como era una guerrera, la bofetada no fue suave. El semielfo se tambaleó y se llevó la mano al rostro. Un fino hilillo de sangre le resbaló por la comisura del labio.
—¡Guárdate tus bonitos modales y no los malgastes conmigo! —barbotó—. ¡Más vale que los reserves para tu próxima amante, si es que encuentras a alguien que quiera serlo! ¿Quién será esta vez, Tanis? ¿Tal vez una doncella de pura sangre elfa? ¡Oh, no, por supuesto! ¡Me había olvidado de que los elfos te desprecian por ser un mestizo! ¡Te haría falta una versión femenina de ti mismo!
Kitiara echó a andar. Atrás quedó Tanis, inmóvil, en silencio, con la mirada fija en la muchacha.
—¡Pues no la encontrarás! ¡Nunca! —se alzó su voz en la oscuridad.
Los grillos, que habían enmudecido por los gritos de la mujer, reanudaron poco a poco sus cantos. Pero Tanis no halló consuelo en la canción. Se quedó solo en medio de la noche.
Cresta Alta
El cielo no había perdido todavía el matiz violeta cuando Sturm llegó al establo construido en las ramas de un vallenwood. La rampa espiral por la que se ascendía a las cuadras era dos veces más ancha que las del resto de la población y estaba bien reforzada para el trasiego de los animales.
Tirien, herrero y dueño de su establecimiento, era un tipo de rostro rubicundo porque se pasaba la mayor parte del tiempo inclinado sobre el fuego de la fragua; tenía los músculos de los hombros y de los brazos muy desarrollados por el manejo del martillo de herrar. El hombre ya había iniciado su jornada cuando entró el caballero.
—¡Sturm! —lo saludó con voz atronadora—. ¡Pasa, muchacho! Sólo enderezo unos cuantos clavos.
En aquel momento, su ayudante, un muchacho llamado Mercot, extraía de la fragua uno de los clavos al rojo vivo con la ayuda de unas tenazas. Luego lo dejó sobre la ranura del yunque y el fornido herrero lo golpeó dos veces. El ayudante sumergió brevemente la punta ya enderezada en un balde de agua y se levantó una nube de vapor siseante.
—Necesito mi caballo, Tirien.
—Está bien. ¡Mercot, ve a traer el corcel de maese Brightblade!
El chico abrió los ojos como platos. Los círculos de hollín que rodeaban sus párpados acrecentaban su semejanza con un búho asustado.
—¿El caballo castaño? —preguntó.
—Sí. ¡Y date prisa! —El hombre se volvió hacia Sturm—. Le puse herraduras nuevas, como pediste. Es una buena montura.
El caballero pagó la cuenta en tanto que Mercot conducía a
Zorro Alto,
su caballo, hasta la plataforma inferior. Hacía sólo unas cuantas semanas que Sturm se lo había comprado a un miembro de la tribu Quekiri y todavía estaba acostumbrándose a los modos del animal. Se echó al hombro el petate y el rollo de mantas, y descendió hasta el lugar en donde Mercot había dejado atada la montura. Se escuchó de nuevo el repiqueteo del martillo de Tirien que golpeaba sobre la chatarra retorcida que acabaría por convertirse en clavos, rectos como flechas, útiles para las herraduras. Sturm repartió el equipaje entre los flancos y la grupa de
Zorro Alto.
Mientras llenaba el odre con agua, oyó una voz a sus espaldas.
—Llegas tarde.
Kitiara, tapada hasta las orejas con una manta roja de viaje, se hallaba repantingada en un rincón protegido bajo el alero del establo.
—¿Tarde? —se extrañó Sturm—. El sol acaba de salir. ¿Hace mucho que estás aquí?
—Horas. He dormido aquí —explicó la mujer. Apartó la manta que la cubría; aún llevaba puestas las mismas ropas de la noche anterior. Se desperezó y estiró con fuerza los brazos para aflojar los músculos agarrotados de la espalda.