El guardian de Lunitari (35 page)

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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

—Así que esto es la incubadora de hormigas —exclamó asombrado Alerón.

—«Incubadora» no es la palabra adecuada —intervino Bramante. Tartajo pasó por alto la discrepancia de su compañero y habló con evidente admiración.

—¡Cristal de roca vivo! Me pregunto qué o quién influirá para que adopte la forma de hormigas.

—El dragón, supongo —opinó Argos, al tiempo que giraba sobre sí mismo y examinaba las crías de Micones—. Recordad su comentario de que había intentado que los hombres-árbol fueran sus sirvientes, pero había fracasado. No hay duda de que descubrió este cristal vivo y lo utilizó para crear unos esclavos perfectos, obedientes e incansables.

El grupo caminó en fila y se dirigió hacia el centro de la nueva gruta. Como ocurría en la anterior, unas estalactitas azuladas irradiaban una luz suave que alumbraba el entorno. Chispa se aproximó a uno de los Micones que estaba casi completo con el propósito de tomar medidas de la cabeza. La hormiga se movió como un rayo y cerró las poderosas mandíbulas en torno al brazo del gnomo, que soltó un alarido.

—¡Quietos! —ordenó Sturm. El caballero intentó separar las mandíbulas de la criatura, pero estaban tan cerradas con tanta fuerza como un cepo. Su aspecto de sierra dentada le hizo temer por un momento que cercenarían con facilidad la carne y el hueso... De pronto cayó en la cuenta de que el brazo del gnomo no sangraba. Chispa se debatía con energía y golpeaba la maciza cabeza de la hormiga con su endeble regla plegable.

—¿No te había cogido el brazo? —preguntó atónito el hombre.

—¡Auch! ¡Aaay! ¡Claro! ¿Qué crees que es esto, mi pie?

Sturm alargó la mano y tocó el brazo del gnomo. Las mandíbulas del Micón no estaban prendidas en la carne sino en la tela de la manga.

—Quítate la chaqueta —le dijo con voz tranquila.

—¡Auch! ¡Ufff! ¡No puedo!

—Deja, te ayudaré. —El hombre se colocó frente al gnomo y desabotonó y desató la compleja serie de lazadas y enganches que abrochaban la prenda. Luego sacó el brazo izquierdo de Chispa y a continuación el derecho. Por último, la chaqueta quedó colgada de las mandíbulas de la hormiga, que no había efectuado ni un solo movimiento.

—¡Mi chaqueta! —gimió quejumbroso el gnomo.

—¡No importa! Deberías agradecer a los dioses que no haya sido tu brazo lo que ha quedado atrapado entre las pinzas de esa cosa —lo reprendió el caballero.

—Gracias, Reorx —musitó obediente Chispa, aunque su mirada anhelante y pesarosa siguió fija en la prenda. Un lagrimón resbaló por su mejilla—. Yo mismo la diseñé: la Chaqueta Unitalla-Para-Todos Aislante Del Aire, Fase III.

—Puedes hacer otra —lo consoló Alerón—. De calidad superior y con mangas desmontables, en previsión de otro percance semejante.

—¡Oh, sí! ¡Qué idea tan espléndida! ¡Mangas de quita y pon! —Chispa, entusiasmado, dibujó un boceto en el puño blanco de su camisa.

Al dejar atrás el nido de hormigas, la caverna se ramificaba en varios túneles y los expedicionarios no descubrieron ninguna indicación que señalara el camino a seguir. Carcoma sugirió que el grupo se dividiera a fin de recorrer todos los pasadizos, pero Tartajo se opuso y Sturm se mostró de acuerdo con él.

—No conocemos la extensión de la gruta y si nos separamos es muy probable que alguien se pierda. Además, ignoramos la reacción de los Micones ante el cambio de planes. —Las palabras del caballero eran sensatas y Argos las corroboró.

—La comprensión de estas criaturas es muy literal; para ellas, varios grupos de dos no significarán lo mismo que uno de diez.

La imagen de la chaqueta de Chispa apresada en el cepo indestructible del Micón influyó de manera decisiva en que decidiesen permanecer juntos. Tras deliberar, eligieron el túnel más ancho. Enseguida, el suelo se inclinaba en una pendiente tan pronunciada que los gnomos renunciaron a bajarla caminando y, en lugar de eso, se sentaron y se deslizaron por ella como si fuese un tobogán. Sturm hubiera preferido bajar de un modo más digno, pero el suelo estaba resbaladizo por la humedad y no le costó mucho decidirse a emular la acción de los gnomos.

El suave descenso terminaba en una nueva caverna, más baja y también mucho más calurosa y húmeda que la precedente. El aire estaba saturado de vapor, y de las paredes y el techo goteaba agua de forma permanente. Desde su posición, Sturm entrevió las borrosas siluetas de los gnomos que vagaban entre las blancas volutas de vapor.

—¡Tartajo! ¡Argos! ¿Dónde estáis?

—¡Aquí! —El caballero echó a andar con pasos inseguros y se internó en la envolvente niebla. También en aquel lugar la fuente de luz provenía de numerosas estalactitas. El suelo irradiaba un extraño calor.

—Cuidado con el magma —le advirtió Carcoma, que apareció ante sus ojos a través de la niebla. El gnomo señaló una especie de chimenea o embudo de roca vidriada que sobresalía del suelo. Un halo ardiente se cernía sobre la boca del cono. Sturm se asomó al agujero y vio que aquella especie de olla natural rebosaba de un viscoso fluido naranja incandescente. Una gran burbuja líquida reventó en el mismo centro del caldo.

—Roca fundida —explicó el gnomo—. Por eso hace tanto calor en esta caverna.

Sturm sintió la tentación casi irreprimible de tocar el burbujeante líquido, pero la bocanada de calor que azotó su rostro al acercarse disipó cualquier duda acerca de la tremenda temperatura del magma. Otro de los gnomos, Alerón, salió de los vaporosos remolinos.

—¡Por aquí! —les gritó.

Ambos se encaminaron a través de innumerables calderos hirvientes que emitían borbotones de roca líquida. A medida que avanzaban, la respiración se hizo más trabajosa por las emanaciones de sulfuro que impregnaban el aire. Sturm notó un escozor en la garganta y al toser se cubrió la nariz y la boca con un pañuelo.

Los perniciosos vapores remitieron un tanto en las proximidades de la pared del fondo de la caverna. Los otros gnomos estaban arracimados bajo un reducido orificio que se abría en lo alto del muro. Sturm alzó la vista y observó la tenebrosa abertura.

—¿Es aquí? —preguntó.

—Debe de serlo —respondió Argos—. No existe ninguna otra salida.

—Quizás era uno de los túneles que dejamos atrás. —La sugerencia de Bramante parecía motivada por el aspecto ominoso del sombrío agujero.

—El camino elegido es el correcto —intervino Tartajo—. Como responsable del grupo y miembro de mayor edad del equipo, me corresponde abrir la marcha.

—No, no lo harás —se opuso Sturm—. Yo voy armado. Iré primero para asegurarme de que no haya peligro.

—¡Excelente idea! —exclamó Bramante.

—Bien, si insistes... —La voz de Tartajo denotaba alivio.

—Necesitarás luz. —Chispa desabrochó uno de los incontables y amplios bolsillos de sus pantalones—. Si aguardas un momento, te prestaré mi Lámpara Plegable Portátil De Auto-Encendido, Fase XVI. —El gnomo desplegó una caja plana de latón y la puso en el suelo. De otra caja de madera extrajo una masa viscosa semejante a la grasa de los ejes de las ruedas y vertió una pequeña cantidad en la lámpara. Luego rebuscó en otro bolsillo y sacó una cápsula de cristal, estrecha y alargada, cerrada con precisión. El gnomo rompió el sello de cera y tiró del corcho. Un aroma penetrante y volátil impregnó el aire de la caverna. Chispa se agachó y alargó con cuidado el brazo hacia la lamparilla; guiñó un ojo con fuerza al desprenderse de la cápsula una gotita del fluido.

Cuando la gota cayó sobre el pegote de grasa, se produjo un sordo estampido y el fogonazo subsiguiente iluminó todo el entorno. La masa viscosa ardió con vivacidad. Sturm alargó la mano para coger la lamparilla en el mismo momento que el artilugio emitía unos minúsculos estampidos y chisporroteos que escupieron fragmentos de grasa encendida en todas direcciones.

—¿Estás seguro de que no es peligroso? —preguntó el caballero con cierto desasosiego.

—Bueno, al cabo de unos minutos, la caja de estaño se derrite; pero hasta entonces funcionará.

—¡Maravilloso! —Sturm cogió la agresiva lamparilla por el delgado aro metálico y se dirigió al oscuro agujero. Los gnomos se apiñaron junto a la abertura; con sus semblantes rosados orlados de blancas barbas alzados hacia la hendidura, semejaban extrañas margaritas en busca de un rayo de sol.

Sturm ascendió por una empinada rampa que unos metros más allá desembocaba en una cámara en la que reinaba un profundo silencio. Incluso el chisporroteo de la lamparilla se amortiguó hasta hacerse casi inaudible. El hombre dio un paso hacia adelante. El suelo era de piedra apenas pulida. Frente a sus ojos asombrados, surgió una imagen que ningún mortal contemplaba desde hacía milenios.

Huevos de dragón. Hilera tras hilera de nichos esculpidos en la piedra; en cada uno de ellos, reposaba un huevo del tamaño de un melón. Hilera tras hilera, fila tras fila, más allá del alcance de la débil luz de la Lámpara Plegable Portátil De Auto-Encendido, Fase XVI. Los bordes de los nichos rezumaban una humedad que se formaba al mezclarse el aire caliente de la cámara inferior con el más fresco de ésta.

—¿Qué se ve? —La voz de uno de los gnomos llegó hasta Sturm.

—Este es el sitio —respondió, con las manos a ambos lados de la boca para que lo oyeran mejor—. ¡La gran cámara de los huevos!

Los hombrecillos se introdujeron de manera atropellada por la rampa y salieron amontonados a la caverna; en su afán por conseguir una buena vista del panorama, empujaron al caballero. Durante varios minutos, el silencio fue roto por sus asombrados «Oh» y «Ah», mezclados con fervientes exclamaciones a su trinidad divina: Reorx, Engranajes e Hidrodinámica.

—¿Cuántos huevos creéis que hay? —dijo Remiendos con un hilo de voz. Sturm miró fijamente a Alerón, que oteaba el fondo de la caverna, invisible para los demás.

—Hay ocho hileras. Y sesenta y dos huevos por fila... —comenzó el gnomo.

—Eso hace un total de... —Carcoma multiplicaba enfebrecido.

—...Cuatrocientos noventa y seis —interrumpió Sturm, que recordaba la cifra facilitada por Cupelix.

—Exacto —corroboró Tartajo al concluir sus sumas.

El grupo se internó en la caverna, con Sturm a la cabeza. Alerón marchaba el último, ya que la luz de la lamparilla lo deslumbraba. La visión del gnomo atravesaba la densa oscuridad; en consecuencia, en ningún momento perdía de vista el orificio de salida.

Sturm lanzó una ahogada exclamación y se pasó la lamparilla a la otra mano. El aro metálico empezaba a quemar.

—¡Por aquí! ¡Alumbra aquí! —gritó de repente, Bramante. El caballero giró a la izquierda.

—¿Qué ocurre?

—Algo se ha movido por este lado, pero no pude ver qué era.

Algo negro como el azabache saltó de detrás de uno de los huevos y se lanzó desde el nicho hacia la luz de la lamparilla. Sturm retrocedió sobresaltado y dejó caer el artilugio. Una cosa pequeña y peluda pasó entre sus pies y echó a correr; los gnomos lanzaban alaridos y pateaban el suelo.

—¡Silencio! ¡Silencio, he dicho! —tronó el caballero. Cuando cesó el alboroto, Sturm buscó la lamparilla; el combustible se extinguía ya que sólo una leve corona azulada orlaba el pegote de grasa. El hombre protegió la minúscula llama con sus manos y la luz aumentó apenas; luego recogió la lamparilla del suelo y se enfrentó a los gnomos.

Los hombrecillos no estaban, ni por asomo, asustados. Alerón, que había abandonado su puesto de retaguardia, había plantado un pie sobre la cosa que había saltado desde el nicho. «Eso» se retorcía con frenesí bajo su bota en un desesperado intento de escapar. A primera vista, parecía una inmensa araña peluda, pero al acercar Sturm la lamparilla, descubrieron la naturaleza del extraño ser.

—¡Es un guante! —Tartajo no salía de su asombro.

—Sí, uno de los guantes de Kit —corroboró Sturm, que había reconocido los dibujos de las costuras en el dorso—. Es del par que dejó en la nave cuando salimos de expedición.

—¿Y cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Pluvio. Trinos silbó también su propia pregunta.

—Dice que porque está vivo —tradujo Tartajo.

Pluvio agarró al guante por los «dedos» y luego advirtió a Alerón que ya podía levantar el pie. El meteorólogo subió el cimbreante objeto a la altura de los ojos.

—¡Es fuerte este pequeñajo! —gruñó.

Argos lo examinó con su omnipresente lupa.

—Este guante está hecho con cuero de vaca y piel de conejo, pero las costuras han desaparecido. —A continuación, puso un dedo en el costado izquierdo del peludo objeto—. Se percibe el latido de un corazón —declaró.

—Ridículo —protestó Chispa—. Los guantes no cobran vida.

—¿En Lunitari? ¿Por qué no? —opinó Tartajo.

Sturm rememoró la observación hecha por Cupelix acerca de la fuerza vital acumulada de los huevos de dragón, que era la causa de la intensa aura mágica de Lunitari, y pasó aquella información a los gnomos.

—Él nivel de la fuerza mágica debe de ser muy alto en estas cavernas. Me atrevería a afirmar que cualquier materia animal o vegetal que se deje aquí abajo el tiempo preciso, desarrollaría vida propia —reflexionó Argos con expresión sagaz.

—¿Quieres decir que mi calzado puede cobrar vida y echar a correr conmigo encima? —Bramante miró sus botas, fabricadas con piel de cerdo.

—No vamos a permanecer aquí el tiempo suficiente para que eso ocurra —le aseguró Tartajo.

Pluvio puso el guante boca arriba y lo sujetó con el pie. Carcoma sugirió que lo disecaran para estudiar los órganos internos desarrollados, pero Sturm se opuso.

—Dejadlo marchar. No perdamos tiempo con tonterías.

Pluvio levantó el pie y el guante se revolvió de un salto; luego, se escabulló a todo correr entre los recovecos de los nichos.

—Me pregunto qué comerá un guante vivo —dijo Chispa.

—Dedos —sugirió Remiendos. Su maestro le propinó un suave pescozón. Por supuesto, en el acto, la mano de Bramante quedó pegada a la cabeza de su aprendiz.

—¿Habéis terminado ya? —interrumpió impaciente Sturm—. Aún no hemos visto toda la gruta y no creo que la lamparilla dure mucho más. —No acababa de decir aquello cuando unas gotas plateadas de estaño derretido se desprendieron de un extremo del artilugio.

Se dirigieron con pasos apresurados al fondo de la caverna, pero al poco se detuvieron de manera abrupta al escuchar el ruido de un movimiento un poco más adelante. De las sombras salieron las patas traseras y el abdomen de una hormiga obrera que realizaba alguna labor. El Micón percibió la luz de la lamparilla y se volvió hacia los intrusos; sus antenas casi se pusieron rectas al estudiar al hombre y los gnomos. Sturm tuvo un momento de pánico; si la hormiga gigante los atacaba, poco podría hacer con su espada para defenderse.

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