Un nuevo gemido precedió a la voz del fantasma.
—Una nave draconiana se encontraba esperándonos. El jefe de los hombres lagarto subió a bordo a fin de llevar a cabo la transacción. Entonces, mi contramaestre expuso su exigencia de más dinero. El cabecilla esperaba aquella estratagema, ya que no dudó en ofrecer un cincuenta por ciento más del precio acordado, pero Drott insistió en que doblara la cantidad. El lagarto se resistió a aceptar las condiciones en principio, pero al cabo consintió. Regresó a su nave y cuando tornó al
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traía consigo un segundo cofre; asimismo, lo acompañaba un humano, un clérigo oscuro que se cubría con una máscara metálica que remedaba la faz de un dragón.
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Aquel sujeto me asustó, aunque se quedó inmóvil; observaba en silencio. Cuando el nuevo arcón de dinero estuvo a bordo, Drott se rió burlón, ebrio de arrogancia por su éxito; tras impartir órdenes a mi tripulación para que iniciaran el trasbordo del cargamento, me llevó aparte y susurró en mi oído otra infame argucia. «¿Por qué no nos quedamos con una parte de la mercancía? ¿No te parece que les sacaríamos más plata a estos pardillos?», dijo.
—Fue una estupidez —intervino Kitiara—, con un barco cargado de draconianos atracado al costado de vuestra nave.
—No temíamos un enfrentamiento con sus tropas, ya que nuestra tripulación era numerosa y diestra en el manejo de sables y lanzas. Por obvias razones no recorríamos unas aguas infectadas de piratas sin estar bien preparados para defendernos.
—Pero el clérigo oscuro... era un personaje con el que no habíais contado —apuntó Sturm.
—Muy cierto, mortal. —El brazo derecho del espectro se desplomó en el suelo. El fantasmagórico miembro rozó el pie del caballero, que se apartó con precipitación, sin poder evitar un estremecimiento. El tacto del espíritu era más gélido que el viento del Muro de Hielo. El capitán muerto prosiguió su relato.
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Retuvimos cinco quintales de armas. El jefe de los draconianos advirtió la substracción y protestó. Drott lo abucheó insolente desde la batayola y le explicó que aquello era el impuesto de armas ilegales que tenían que pagar. El cabecilla nos amenazó con tomar por asalto el
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y degollarnos a todos. Mi tripulación se situó a lo largo de la cubierta, con las armas desnudas, y los desafió, en medio de chanzas y burlas, a que lo intentaran. Los hombres lagarto, a los que triplicábamos en número, no dudaron en echar mano a sus armas. Yo quería levar anclas y marchar de allí cuanto antes, pero Drott opinó que debíamos quedarnos y luchar. Después de acabar con aquellas lagartijas, dijo, recuperaríamos todo el arsenal y se lo venderíamos a otros.
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No hubo batalla. El clérigo oscuro, que hasta aquel momento había permanecido inmóvil en la popa de su nave, se adelantó con los brazos en alto.
"¡Marchad, codiciosos rufianes, y llevaos vuestro dinero mancillado por la ignominia! ¡Que mi eterna maldición caiga sobre vosotros y vuestra estirpe! ¡Aquellos que están hambrientos de oro, lo estarán de la carne de sus compañeros; a los que se mofaron de los validos de Su Oscura Majestad, los alcanzará su venganza! ¡Sus risas sarcásticas mortificarán vuestros oídos durante toda la eternidad!"
, exclamó.
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Fue una maldición terrible, aunque su auténtico peso no nos alcanzó hasta unas semanas después. Abandonamos las costas de Coastlund rumbo a Sancrist, pero jamás volvimos a ver tierra. Unas corrientes extrañas, circulares, nos alejaron más y más; la tripulación escuchaba voces, las risas de una mujer, y poco a poco perdió la razón. Los pocos marineros que conservaron su sano juicio, encadenaron a sus compañeros bajo cubierta. Escasearon las provisiones de comida y agua pero, por mucho que lo intentamos, no logramos dirigir al
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a puerto.
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Drott cambió. Él, que siempre había sido un hombre vanidoso, orgulloso de su sagacidad y muy pagado de su agraciado físico, cesó de preocuparse de su apariencia, dejó que le creciera la barba y que sus ropas se convirtieran en harapos. Adelgazó de tal modo que se quedó en los huesos y su piel se tornó macilenta. Con el paso de los días, mi contramaestre y amigo se consumía según los efectos de la maldición que se enseñoreaban en su desventurado cuerpo. Drott merodeaba por las bodegas; atrapaba las ratas con sus propias manos y se las comía vivas. Poco después, no tuvo bastante con los roedores. Se había convertido en un Gharm, un voraz trasgo que se alimenta de carne humana.
—¿Por qué no lo mataste? —interrumpió cortante Kitiara. El retumbar de las pisadas había cesado, pero les llegaba con claridad la risa estridente del Gharm que brincaba enloquecido por los aparejos.
—No podía. Por mucho que me repugnara su nueva apariencia, sentía piedad por el amigo perdido. Los marineros, pobres diablos, se las arreglaron para mantenerlo a raya y le proporcionaban los cuerpos de los que perecían de inanición o de locura. Cuando sólo quedaban cinco tripulantes sanos, decidieron acabar con el Gharm. Nuestro joven clérigo, Novantumus, urdió un conjuro protector temporal. Los marineros se armaron y, con fuego y espadas, lo obligaron a retroceder al fondo de la proa. Novantumus se proponía encerrar al demonio en la garita de anclaje; para ello, había ideado un sello mágico que le impediría salir. El Gharm los atacó con una violencia salvaje y mató a los hombres uno tras otro; aun así, el valiente clérigo, desangrado y medio muerto, lo encerró en el cuarto. Sólo yo sobreviví a la matanza. Al cabo del tiempo, también perecí de hambre, sed y desesperación...
El fantasma se había ido degradando a lo largo de su relato y el frío resplandor que emitiera en un principio, apenas superaba el tenue relumbre de una luciérnaga. Sturm, en lo más hondo de su ser, se sintió compadecido del capitán. Por su parte, Kitiara tomó en sus manos la calavera que encontrara a los pies de Pyrthis.
—¿A quién pertenecía esto? —preguntó.
—Esa era la cabeza de Drott. Uno de los marineros lo decapitó antes de que el Gharm acabara con él.
—¡Pero ese demonio de ahí fuera tiene cabeza!
—Le creció con posterioridad.
—¿Se puede matar al Gharm? —se interesó Sturm.
La forma fantasmagórica se redujo a una fina voluta de niebla blanquecina.
—No con acero, hierro, o bronce. —La voz se oyó lejana, débil—. Sólo el fuego purificador limpiará esta nave.
Con aquellas palabras finales, el espíritu se desvaneció.
—¡Fantástico! —exclamó con amargura la guerrera—. ¡Un monstruo al que no mataremos a menos que prendamos fuego al barco que es nuestro único medio para no ahogarnos!
—Nuestro primer objetivo es conservar la vida hasta que la tormenta haya pasado —dijo el caballero—. Los gnomos vendrán a rescatarnos, y cuando hayamos abandonado este barco maldito...
Un crujido de astillas rotas cortó su frase. Una de las garras del Gharm había atravesado las delgadas tablillas superpuestas de la puerta de la cabina.
—Algo me dice que nuestro momento de inmunidad ha tocado a su fin —susurró Kitiara.
Sturm se puso de pie de un salto, desenvainó la espada con presteza y asestó un golpe seco con el afilado acero en la extendida garra. El Gharm aulló de dolor al tiempo que retiraba su cercenado brazo izquierdo del hueco de la puerta.
—¡Por los dioses! —barbotó Kitiara, en tanto apartaba de una patada la mutilada extremidad. La garra se pudrió a toda velocidad hasta quedar en el hueso, y unos instantes después no era más que un montón de polvo. El demonio asomó uno de sus tétricos ojos por el astillado agujero y los miró con fijeza; sin embargo, cuando el caballero blandió otra vez su arma, retrocedió raudo.
Kitiara corrió a la parte trasera de la cabina y comenzó a destrozar la litera del capitán.
—¿Qué haces, Kit?
—¡No te preocupes de lo que hago y mantén alejada a esa cosa unos minutos más!
Al poco, tiempo, Sturm oyó el chasquido de madera y luego notó calor a su espalda. Dio media vuelta y vio que la mujer había hecho una antorcha con trozos de madera de la litera y tiras de terliz. Al parecer, la había empapado con aceite de la lámpara de la mesa ya que ardía con viveza.
—¡Ja! ¡Prueba esto, maldito trasgo! —voceó, al tiempo que blandía la antorcha frente a la puerta. El Gharm aulló y siseó; sus fauces goteaban saliva—. ¡Te daré algo para masticar, engendro! —Acto seguido, Kitiara abrió la puerta de una patada.
La lluvia había amainado, pero fuertes ráfagas de viento todavía barrían la cubierta. La guerrera se precipitó al exterior, con la antorcha como si fuera una espada. El Gharm retrocedió, encogido sobre sus huesudas patas, siseante, escupiendo espumarajos.
—¡Kit, ten cuidado!
—Soy la culpable de que este demonio haya escapado. ¡Lo mataré!
La guerrera adelantó otro paso hacia el trasgo y lo obligó a subir por el aparejo. El monstruo se quedó colgado a unos seis metros de la cubierta y desde allí soltó una risilla, en una obscena parodia de humanidad. Kitiara caminó bajo su posición, sin dejar de agitar la antorcha a fin de mantenerla encendida. Sturm se acercó a la mujer.
—Cuida que no se te eche encima —le advirtió.
—Si baja, subirá mucho más deprisa; te lo aseguro.
El manto oscuro de la turbonada se abrió y el azul claro del cielo asomó entre los nubarrones plomizos. La fuerza del viento se calmó, pero no desapareció del todo. Estaban en el ojo del ciclón, el centro calmo de una tormenta que abarcaba kilómetros.
El Gharm se desplazó balanceándose por el aparejo hasta llegar al lado de babor. Kitiara lo siguió por la cubierta. La mujer estaba tan abstraída en no perder de vista a la endemoniada criatura que se olvidó de la vela mayor que Sturm cortara con anterioridad. La ondeante y pesada lona estaba empapada de agua de lluvia; uno de los picos se sacudió restallante y golpeó a la guerrera entre los ojos. Kit se desplomó al suelo y perdió la antorcha. En el mismo instante en que la vela golpeaba a la mujer, el Gharm saltó sobre ella.
—¡No! —gritó Sturm. El caballero llegó como una tromba a la espalda del trasgo y acuchilló la lívida y correosa piel. La infernal criatura tenía clavada su garruda mano en el hombro de Kitiara, pero soltó su presa ante el ataque del caballero. Las heridas infligidas habrían acabado con un enemigo normal, pero no detuvieron al Gharm. Una parte del cerebro de Sturm advirtió que al monstruo le había crecido el brazo que le cercenara en la cabina.
Kit se arrastró para alejarse de la contienda entablada entre el demonio y el caballero. El hombro herido le quemaba como si le hubiese caído el vitriolo de Crisol, pero sé obligó a llegar a gatas hasta la antorcha que chisporroteaba en el suelo. En uno de sus bolsillos tenía guardada la pequeña lata con el aceite de la lámpara del capitán. En el momento preciso, cuando Sturm retrocedía ante el ataque del monstruo, la mujer arrojó al Gharm el aceite y la antorcha encendida.
La cantidad de aceite apenas habría llenado una copa, pero prendió de inmediato. El trasgo aulló en agonía, retorcido de dolor; se arrojó al suelo y rodó sobre sí mismo, tratando de sofocar las llamas. Al no lograrlo, se incorporó de un salto y corrió; de este modo, avivó el fuego en su marcha. Arrancó la tapa de la escotilla y desapareció en el interior de la nave. Tras de sí, dejó un rastro de humo y un olor nauseabundo.
Sturm se arrodilló y abrazó a la mujer. Las abyectas garras del trasgo habían inyectado veneno en su cuerpo; los dientes le rechinaban y tenía los ojos en blanco.
—¡Kit! ¡Kit! ¡Kit, escúchame! ¡No te rindas! ¡Lucha! ¡Lucha!
La guerrera se llevó una mano temblorosa a la garganta. Allí, sobre la fina tela de su blusa, estaba el colgante con la amatista en forma de flecha que Tirolan Ambrodel le diera muchas semanas atrás. Consumido el color antes de que encontraran a los gnomos, la gema había recuperado la magia en el transcurso de los días que habían pasado en Lunitari y ahora lucía un profundo, regio, color púrpura. Al contrario de lo que les sucediera a ellos, la piedra no había perdido su poder al retornar a Krynn.
Pero los dedos de Kitiara no eran capaces de aferrar la amatista. Estaban rígidos, fríos. Sturm levantó con delicadeza la gema mágica. ¿Tendría poder suficiente para salvarle la vida a Kit? ¿Osaría él, antagonista de la magia, sujeto a juramento, utilizarla para sanar a su amiga?
La respiración de Kitiara se hizo entrecortada, jadeante. La muerte había hecho presa en ella. No había tiempo para controversias. El caballero cerró los dedos sobre la amatista y posó la otra mano sobre el hombro herido de la mujer.
—Perdóname, padre —musitó—. Lo hago para salvarle la vida.
La gema se calentó durante un breve instante, pero no lo bastante para quemarle la mano. Kitiara exhaló un corto gemido y luego quedó inerte en sus brazos. Por un momento, el hombre creyó que había actuado demasiado tarde, que Kit había muerto. Pero al abrir la mano, descubrió que la amatista estaba una vez más transparente. Apartó las ensangrentadas ropas del hombro de la guerrera: estaba curado.
El humo que salía por la escotilla era cada vez más espeso. Sturm pasó el otro brazo bajo las piernas de Kitiara y se incorporó. Los gritos ahogados que se escuchaban por la trampilla abierta eran una clara señal de que el Gharm no había logrado sofocar el fuego.
La humareda se hizo tan, tan espesa que el hombre retrocedió, con Kitiara en sus brazos, hasta la cubierta superior, sobre el alcázar. Los virajes del aire de babor a estribor arremolinaban la humareda en torno a la nave. Cuando las primeras llamas se alzaron lamientes desde la bodega, Sturm sintió pánico. ¿Cómo escaparían de la nave? El
Werival
no llevaba ningún esquife.
En aquel momento, la cortina de humo del lado de estribor se abrió y tras ella apareció la oscura quilla de
El Señor de las Nubes.
La nave voladora flotaba tan baja que algunas de las olas más encrespadas le lamían la quilla. Sturm divisó a los gnomos en la proa que agitaban sus blancos pañuelos.
Un profundo grito de triunfo escapó de su garganta.
—¡Kit, despierta! ¡Kit, los gnomos están aquí! ¡Estamos a salvo!
El fuego irrumpió por la escotilla de proa y, con él, la figura del Gharm. Envuelto en llamas de la cabeza a los pies, el espantoso trasgo avanzaba dando tumbos; dejaba su maldita vida en cada grito desgarrador. Incapaz de soportar por más tiempo el dolor, el Gharm se arrojó al mar embravecido.