—Supón que no se avenga a darnos el metal —intervino Alerón.
—No tenemos ninguna razón para sospecharlo.
—Su Majestad parece bastante inestable, en mi opinión —dijo Argos.
—Le faltan todos los tornillos —manifestó Remiendos.
—No estamos en disposición de juzgarle —reprochó Sturm—. Si los dioses dispusieron que Rapaldo perdiera la razón, sería sin duda para mitigar su terrible soledad. Imaginaos lo que ha de ser permanecer diez años o más en esta luna sin otra compañía que la de los hombres-árbol. Deberíais compadecerlo. —Sturm contempló los rostros abatidos de los gnomos—. ¿Por qué no reflexionáis y buscáis algún modo de ganar la gratitud de Rapaldo? Así, tal vez, nos daría el metal que necesitamos.
Los gnomos bajaron la vista avergonzados.
—Quizá podríamos inventar algo que levantara el ánimo a Su Majestad —dijo Alerón, tras unos minutos de silencio.
Seis faces gnomas se alzaron sonrientes.
—¡Excelente, excelente! ¿Qué puede ser? —preguntó animado Crisol.
—Un instrumento musical —propuso Bramante.
—¿Y si no sabe tocarlo? —apuntó Argos.
—Fabricaremos uno que toque solo —intervino Carcoma.
—Podríamos ofrecerle uno de nuestros Atuendos Calefactores Individuales...
—Un artefacto de baño automático...
—¡... un instrumento!
Sturm se incorporó y se alejó de la nueva pendencia organizada por los gnomos. Se dijo que lo mejor sería dejarlos y que se entendieran entre ellos; aquello les mantendría ocupados un buen rato. Decidió ir en busca de Kit.
Vagó a lo largo del corredor; de noche, el pasillo aparecía mortecino y confuso y, en más de una ocasión, terminaba en un pasaje sin salida. «Este lugar es un laberinto», sentenció. Volvió sobre sus pasos hacia donde imaginaba estaba el pasillo principal, a fin de reiniciar la búsqueda desde el principio. A la derecha se abrían una serie de nichos, pero no se percibían las voces de los gnomos. Las oquedades estaban vacías y cubiertas de polvo. No era el mismo corredor del que había partido.
El final del nuevo pasaje giraba a la izquierda. Sturm se internó en la sombría abertura y, un instante después, tropezó con unos palos secos esparcidos en el suelo. Cayó de bruces; al desplomarse, se golpeó la cabeza con un objeto duro que salió dando tumbos, rebotó contra la pared y volvió rodando hasta Sturm. El caballero se incorporó un poco y se apoyó sobre las manos. Un tenue fulgor de estrellas atravesó las sombras del nicho; a su luz, asió el objeto con el que se había golpeado la cabeza: era un blanquecino cráneo humano. Los «palos» con los que había tropezado eran huesos.
Regresó al pasillo y examinó la calavera. Se trataba de un cráneo amplio y bien desarrollado; el de un hombre, sin lugar a dudas. Sin embargo, tenía un rasgo inquietante: una profunda hendidura en el hueso frontal. Aquel hombre había muerto de forma violenta..., y a causa de un golpe de hacha.
Sturm retornó la calavera al
cul-de-sac.
Por puro reflejo, constató que su espada pendía del cinto. Lo confortó el tacto frío de la empuñadura, aunque la preocupación no se disipó. ¿Dónde se encontraba Kitiara?
Se topó con ella cuando volvía con sigilo por el corredor. Su aspecto desaliñado y algo fiero le hizo sospechar que había bebido. Pero, no; no podía ser. La cerveza era un producto que escaseaba en Lunitari.
—Kit, ¿te encuentras bien?
—Sí, lo estoy. Creo...
Rodeó su cintura con el brazo para sostenerla y la condujo hasta un saliente bajo de la pared, donde tomaron asiento.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó preocupado.
—Salí a dar una vuelta. Los jardines de Rapaldo demoran más en descomponerse tras el ocaso que las plantas salvajes que conocemos. Había unos enormes cuescos de lobo que expulsaban las esporas. Olían muy bien.
—Pues te han afectado —dijo él. Todavía era perceptible el liviano polvillo rosa sobre sus hombros y en sus manos—. ¿Cómo te sientes?
—Me siento... fuerte. Muy fuerte. —Lo asió por la muñeca y presionó. Una punzada de dolor recorrió el brazo de Sturm.
—¡Cuidado! —advirtió al tiempo que retrocedía—. ¡Vas a romperme el brazo!
Ella no aflojó su presa. El caballero sintió el pulso de la sangre en la punta de los dedos. En el estado en que se encontraba, no era prudente resistirse. Le machacaría el brazo sin darse cuenta de lo que hacía.
—Kit —dijo con un tono tan impasible como se lo permitía el dolor—, me estás haciendo daño. Suéltame.
La mano de ella se abrió de golpe y el brazo del caballero se desplomó como un peso muerto. Sturm se frotó el brazo magullado para reanimar el riego sanguíneo.
—Has inhalado esas esporas —dijo—. ¿Por qué no te acuestas? ¿Recuerdas el camino de regreso?
—Lo recuerdo —respondió Kitiara como en sueños—. Jamás me he perdido.
La observó mientras se alejaba como una sonámbula, pero segura de sus pasos; tomó los desvíos correctos, sin equivocarse ni una sola vez de camino. Sturm movió la cabeza apesadumbrado. Aquella fuerza incontrolada era mortífera. ¿Qué le ocurría? ¿Qué les ocurría a todos ellos?
Entonces, por curiosidad, decidió ver los hongos desde una distancia segura. Tomó el mismo camino por el que había venido Kitiara y llegó a la valla exterior. Los arriates del jardín, encuadrados con primor, estaban vacíos.
No quedaba ni rastro de los hongos. Saltó el vallado y hundió la mano en el omnipresente polvo escarlata. ¿Habría caminado Kitiara en aquel estado de ensoñación, o los hongos se habían marchitado y consumido en el corto espacio de tiempo transcurrido desde su encuentro con la mujer y su llegada al jardín? Levantó los ojos al cielo, pero ni las estrellas ni la poniente luna plateada tenían respuesta para su pregunta.
En aquel momento, Sturm oteó una mortecina luz que se movía a lo largo de la galería situada en el ala norte del palacio. Acortó el camino a través del jardín para interceptar al portador de tal luminiscencia. Resultó ser Su Majestad; y la fuente de luz, la temblorosa llama de una lámpara de aceite.
—Oh —exclamó Rapaldo—. A ti te conozco.
—Buenas noches, Majestad —saludó con gentileza el caballero—. Vi vuestra lámpara.
—¿Ah, sí? Es una llamita muy débil; claro que el aceite que fabrico tampoco es de muy buena calidad; je, je.
—Majestad, ¿me concedéis el honor de hablaros unas palabras?
—¿Qué palabras?
Sturm se removió inquieto. Era igual que tratar de conversar con los gnomos.
—Sire, mis amigos se preguntan si podríamos obtener de vos un poco de chatarra a fin de arreglar nuestra nave voladora; una vez que la hayamos recuperado, por supuesto.
—Jamás se la arrebataréis a los Micones —opinó Rapaldo.
—Lo intentaremos, sire. ¿Podríamos entonces disponer de un poco de metal de vuestra reserva?
—¿De qué clase y qué cantidad? —preguntó Rapaldo, conciso.
—Veinte kilos de hierro.
—¡Veinte kilos! ¡Ta-ta! Eso es el rescate de un rey; y yo debo saberlo bien ¡puesto que el rey soy yo!
—Pero, con seguridad, el hierro no es tan valioso...
Rapaldo retrocedió de un salto y la oscilante llama de la lámpara dibujó sombras fantasmagóricas tras él.
—¡El hierro es lo más valioso, el tesoro más preciado de todos! Fue el hacha de hierro que manejaba la que me encumbró como el amo y señor de toda la luna. ¿No te das cuenta, mi buen caballero, que aquí no hay ni una pizca de metal? ¿Por qué crees que mis súbditos portan espadas de cristal? Cada fragmento de hierro es un pilar en el que se afianza mi reinado y no renunciaré ni a una sola limadura.
Sturm aguardó con paciencia a que las temblorosas manos de Rapaldo cesaran de agitarse.
—Sire, quizás os gustaría acompañarnos cuando partamos en la nave voladora de los gnomos —sugirió con deliberada lentitud.
—¿Eh? ¿Abandonar mi reino?
—Si es vuestro deseo...
—Mis súbditos jamás lo consentirían. Ni siquiera me permiten salir del pueblo. Lo he intentado. Lo he intentado, sí... Pero yo soy el eslabón que los une a los dioses, ¿comprendes?, y me guardan con celo. No me dejarán partir... —Los ojos de Rapaldo se entornaron.
—¿Qué os impide escapar durante la noche, cuando los lunitarinos están inmovilizados por sus raíces?
—¡Je, je, je! ¡Me darían caza en las horas diurnas! Se desplazan muy rápido cuando quieren, ¡ya lo creo! Y no hay sitio alguno al que dirigirse. Las hormigas tienen vuestra nave y no os la retornarán. Ahora pertenece a La Voz.
—Pediremos a esa Voz que nos la restituya —manifestó Sturm con firmeza.
—¡A La Voz! ¡Ta-ra-ra! Y, puestos a pedir, ¿por qué no instáis a los Supremos Señores de las Esferas a que os transporten sobre sus divinas espaldas hasta vuestros hogares, como pajaritos, tuit-tuit? La Voz es maligna, caballero Knightblade. ¡Guardaos de ella!
Sturm tenía la sensación de nadar contra corriente. La mente de Rapaldo era incapaz de seguir el curso del razonamiento planteado por el caballero y, no obstante, sus desatinadas frases tenían retazos de verdad. La
«Voz» —
si es que existía— representaba una gran incógnita. Si rechazaba su petición, toda esperanza de regreso se perdería.
El caballero hizo un último intento de persuadir al infeliz loco.
—Majestad, ¿en el supuesto de que mis amigos y yo convenciéramos a La Voz de que nos devuelva la nave, estaríais dispuesto a facilitarnos los veinte kilos de hierro que necesitamos? A cambio, os transportaríamos de regreso a Krynn... a vuestra ciudad natal.
—¿A Enstar? —Rapaldo parpadeó nervioso. Las lágrimas humedecieron sus ojos—. ¿A casa?
—Hasta la misma puerta, si así lo deseáis —prometió Sturm.
Rapaldo dejó la lamparilla en el suelo. Su mano voló fugaz a la cadera y atenazó el hacha. El caballero se tensó.
—¡Acompáñame! —ordenó el rey—. Te mostraré la localización del obelisco. —Se alejó silencioso; la parpadeante lamparilla quedó olvidada en el suelo. Sturm le echó una rápida ojeada, se encogió de hombros, y fue en pos del demente rey de Lunitari. Los escuálidos pies de Rapaldo, calzados de esparto, eran apenas un sordo susurro a pesar de su ágil marcha.
—¡Por aquí, caballero Brightsturm! Guardo un mapa, una carta náutica, un diagrama; je, je.
Sturm lo siguió por media docena de revueltas y giros. Cuando vacilaba o se mostraba irresoluto, Rapaldo le apremiaba a continuar.
—El obelisco se alza en un valle secreto, ¡muy difícil de encontrar! ¡Necesitaréis mi mapa para dar con él! ¡Vamos, vamos!
De repente, tanto los apresurados pasos de Rapaldo como su lunática cháchara, enmudecieron. Parecía que las sombras hubiesen engullido al demente rey.
—¿Majestad? —llamó Sturm en voz baja. No hubo respuesta. Con cautela, el caballero desenvainó su espada, y sostuvo entre los dedos la acerada hoja a fin de amortiguar el sonido deslizante del metal—. ¿Rey Rapaldo?
El pasadizo no era más que silencio y sombras violáceas. Sturm se internó en la oscuridad con pasos cautos para eludir posibles zancadillas.
Rapaldo saltó de una oquedad simulada en la pared y asestó un golpe de hacha en la cabeza del sorprendido caballero. El yelmo lo salvó de que su cráneo corriera la misma suerte que el de Darnino, pero el golpe fue lo bastante contundente para hundir su mente en las tinieblas de la inconsciencia. El caballero se derrumbó con un ruido sordo.
—Bien, bien —graznó Rapaldo entre jadeos—. Una tosca abolladura, a mi entender; nada, nada apropiada para el nuevo rey de Lunitari, ¿eh? Los hombres-árbol jamás permitirán a su único rey que se marche volando, volando. Por lo tanto, tendré la nave y la dama; sí, lo haré, y los árboles tendrán su rey: ¡tú! ¡Ja, ja!
Sin cesar de reír, recogió el yelmo de Sturm. El filo del hacha sólo había abollado un poco el hierro. Rapaldo se lo probó, pero era demasiado grande para su cabeza y le tapó los ojos. El monarca de la luna roja, de pie junto a su inconsciente víctima, hizo girar el yelmo, vuelta tras vuelta, en su cabeza. Las delirantes carcajadas parecían no tener fin.
El hacha real
La larga noche casi había llegado a su fin cuando por fin los gnomos decidieron despertar a Kitiara. Ella emitió unos gemidos quejumbrosos y se puso de pie.
—Por todos los dioses —farfulló—. ¿Qué ha ocurrido? Me siento como si me hubiesen apaleado.
—¿Sientes molestias? —inquirió Pluvio.
La mujer hizo unos giros con el hombro y torció el gesto.
—Bastantes.
—Tengo un linimento que te aliviará. —El gnomo rebuscó deprisa en los bolsillos de su chaleco y en los de sus pantalones, hasta dar con un pequeño saquillo de piel cerrado con un cordón.
—Aquí está —dijo.
Kitiara tomó el saquillo que le ofrecía Pluvio y olisqueó.
—¿Qué es esto? —preguntó desconfiada.
—El eficaz Ungüento del Doctor Dedo. También conocido como Bálsamo Para Masajes Auto-Aplicable.
—Bueno, eh... gracias, Pluvio. Lo probaré —aceptó la mujer, aunque sospechó que el tal linimento, más que aliviar sus músculos, le levantaría ampollas en la piel. Lo apañó a un lado—. ¿Dónde está Sturm? —preguntó, al advertir de repente la ausencia del caballero.
—No lo hemos visto desde hace horas. Te estaba buscando —explicó Carcoma.
—¿Y me encontró?
—¿Cómo vamos a saberlo nosotros? Nos dijo que no cogiéramos el hierro de Rapaldo sin su consentimiento, y luego se marchó en tu búsqueda —replicó Crisol de malhumor.
Kitiara se frotó las doloridas sienes.
—Recuerdo haber ido a dar un paseo y es obvio que he regresado, pero... aparte de eso, mi mente está en blanco por completo. —La mujer tuvo un golpe de tos—. Y la boca más seca que esparto. ¿Hay un poco de agua?
—Pluvio recogió una pequeña provisión esta mañana —informó Argos al tiempo que le ofrecía una botella llena. Kitiara bebió con fruición ante las miradas atentas y solemnes de los gnomos. Cuando, ya calmada su sed, la mujer bajó la botella de agua, habló Alerón.
—Hemos resuelto por unanimidad abandonar este lugar tan pronto como nos sea posible. Creemos que el rey es peligroso. Además, el rastro de los Micones se perderá mientras esperamos aquí de brazos cruzados —dijo.
Kitiara estudió la seriedad impresa en los menudos rostros. Jamás había visto a los gnomos tan de acuerdo y tan decididos.
—Está bien. Busquemos a Sturm —accedió.
Rapaldo se hallaba en su salón de audiencias, flanqueado por veinte hombres-árbol bastante altos, cuando Kitiara y los gnomos entraron. El hombre portaba sobre la cabeza el yelmo de Sturm, forrado en su interior con trozos de tela para evitar que se le hundiera hasta la nariz. El hacha reposaba en su regazo. Les dedicó una ojeada superficial.